Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (22 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Cuando oí hablar por vez primera de las pruebas triangulares, decidí hacer un ensayo con un grupo de amigos. Ninguno de ellos acertó. Se trataba de personas con un nivel de instrucción elevado, reflexivas y en su mayor parte bebedores habituales de refrescos de cola, y no podían creer el resultado. Se levantaban y se sentaban, me acusaron de hacer trampa, arguyeron que debía de haber pasado algo raro con los embotelladores de Pepsi-Cola y Coca-Cola, dijeron que había manipulado el orden de los vasos para ponerles las cosas más difíciles. Pero ninguno quiso admitir la verdad: que su conocimiento de los refrescos de cola era increíblemente superficial. Con dos colas, todo lo que hemos de hacer es comparar las dos primeras impresiones. Pero con tres vasos tenemos que aprender a describir y retener en la memoria el sabor de los dos refrescos y transformar una percepción sensorial fugaz en algo permanente; y eso exige conocer y dominar el vocabulario del gusto. Heylmun y Civille son capaces de superar la prueba triangular con brillantez, porque sus conocimientos aportan persistencia a su primera impresión. El caso de mis amigos era otro. Podían beber muchos refrescos de cola, pero jamás habían pensado en ellos. No eran expertos, y obligarles a serlo, exigirles demasiado, es hacer sus reacciones inútiles.

¿No es esto lo que pasó con Kenna?

«No hay derecho a lo que te están haciendo las discográficas»

Después de años de arranques y paradas, Kenna acabó por firmar con Columbia Records. Lanzó un álbum llamado
New Sacred Cow
[La nueva vaca sagrada]. Hizo su primera gira, durante la cual tocó en catorce ciudades del Oeste y el Medio Oeste de Estados Unidos. Fue un principio modesto; actuaba de telonero de otro grupo y tocaba durante 35 minutos. Muchos de los asistentes ni siquiera se habían dado cuenta de que estaba en el cartel. Pero cuando le escuchaban, quedaban entusiasmados. También rodó un vídeo de una de sus canciones, que recibió un premio en VH-1. Las emisoras de radio universitarias empezaron a emitir
New Sacred Cow
, que comenzó a subir en las listas de los centros de enseñanza. Luego le hicieron algunas entrevistas por televisión. Pero el premio gordo no acababa de tocarle. Su álbum no despegaba porque no conseguía que lo emitiesen en
Top 40
.

Siempre la misma historia. A quienes eran como Gail Vanee Civille y Judy Heylmun, Kenna les encantaba. Craig Kallman escuchó su maqueta, llamó por teléfono y dijo: «Quiero verlo
ahora»
. Fred Durst escuchó una de sus canciones por teléfono y decidió que eso era lo que buscaba. Paul McGuinness lo llevó a Irlanda. A quienes sabían estructurar sus primeras impresiones, a quienes tenían el vocabulario necesario para captarlas y la experiencia para entenderlas, Kenna les gustaba, y en un mundo perfecto eso habría contado más que los cuestionables resultados del estudio de mercado. Pero el mundo de la radio no acumulaba tantos conocimientos como el de la comida o el de los fabricantes de muebles de Hermán Miller. En la radio prefieren un sistema que no puede medir lo que promete medir.

«Supongo que fueron a sus grupos de muestra y que allí les dijeron que no iba a ser un éxito. No querían invertir dinero en algo que no superaba la prueba», dice Kenna. «Pero esta música no funciona así. Esta música exige fe. Claro que al negocio de la música ya no le interesa la fe. Es absolutamente frustrante, y también abrumador. No puedo dormir. No dejo de darle vueltas. Pero al menos puedo tocar, y la respuesta de la gente es tan enorme y tan hermosa, que me da fuerzas para levantarme al día siguiente y continuar luchando. Vienen a verme después de los conciertos, y me dicen: "No hay derecho a lo que te están haciendo las discográficas, pero estamos aquí por ti y se lo estamos contando a todo el mundo"».

6
Siete segundos en el Bronx:
el delicado arte de leer el pensamiento

La manzana 1100 de la Avenida Wheeler, que se encuentra en el barrio de Soundview, al sur del Bronx, está formada por casas y apartamentos modestos de dos pisos que dan a una calle estrecha. En uno de los extremos está la bulliciosa Avenida Westchester, la principal arteria comercial del barrio, y a partir de ahí la calle se prolonga unos doscientos metros, flanqueada por árboles y dobles filas de coches estacionados. Los edificios se construyeron a principios del siglo pasado. Muchos de ellos tienen la fachada de ladrillo rojo con adornos y cuatro o cinco escalones que conducen a la entrada principal. Es un barrio pobre de clase obrera, en el que, en los últimos años noventa, prosperó el tráfico de droga, sobre todo en la Avenida Westchester y, una calle más allá, en la Avenida Eider. Soundview es el tipo de lugar al que iría un inmigrante en Nueva York que quisiera vivir en un sitio barato y cercano al metro, y eso fue lo que llevó a Amadou Diallo hasta la Avenida Wheeler.

Diallo era de Guinea. En 1999 tenía veintidós años y trabajaba en el sur de Manhattan como vendedor ambulante de cintas de vídeo, calcetines y guantes, que extendía sobre la acera de la Calle Catorce. Era un joven bajito y sencillo, de un metro setenta de estatura y unos sesenta y ocho kilos. Vivía en el 1157 de Wheeler, en el segundo piso de una de las estrechas casas de apartamentos de la calle. La noche del 3 de febrero de 1999, Diallo volvió a su apartamento poco antes de medianoche, charló un rato con sus compañeros de habitación y luego bajó a la entrada principal de la casa, y allí, de pie sobre el escalón superior, se quedó tomando el fresco. Unos cuantos minutos más tarde, un Ford Taurus camuflado giró lentamente hacia la Avenida Wheeler con un grupo de agentes de policía vestidos de paisano en su interior. Eran cuatro: todos blancos; todos con vaqueros, sudaderas, gorras de béisbol y chalecos antibalas, y todos con pistolas semiautomáticas de 9 milímetros especiales para policías. Pertenecían a la denominada Unidad contra la Delincuencia Callejera, una sección especial del Departamento de Policía de Nueva York dedicada a patrullar por los «puntos conflictivos» de delincuencia en los barrios más pobres de la ciudad. Conducía el Taurus Ken Boss, de veintisiete años. Junto a él iba Sean Carroll, de treinta y cinco, y el asiento trasero lo ocupaban Edward McMellon, de veintiséis, y Richard Murphy, también de veintiséis.

Carroll fue el primero que vio a Diallo. «Un momento, un momento», dijo a los otros ocupantes del coche. «¿Qué hace ese tío ahí?». Carroll explicaría posteriormente que le pasaron dos pensamientos por la cabeza. Uno fue que Diallo podría estar vigilando para algún ladrón de los que entran a robar en los pisos haciéndose pasar por una visita. El otro fue que Diallo encajaba con la descripción de un violador múltiple que había estado actuando en el barrio hacía un año. «Estaba ahí, de pie», recordó Carroll. «Ahí, de pie sobre el escalón, mirando a uno y otro lado de la calle, asomando la cabeza y luego apoyándola contra la pared. En cuestión de segundos hizo lo mismo otra vez, miró hacia abajo, miró hacia la derecha. Y pareció que se metía en el portal cuando nos aproximábamos, como si no quisiera que le viéramos. Entonces, al pasar por delante, yo le miré, intentando averiguar qué pasaba. ¿Qué trama este tío?».

Boss detuvo el coche y retrocedió hasta que el Taurus quedó justo enfrente del 1157 de Wheeler. Diallo seguía allí, lo cual, según afirmó más tarde Carroll, «le sorprendió». «Pensé que, bueno, que no cabía duda de que algo pasaba allí». Carroll y McMellon salieron del coche. «¡Policía!», grito McMellon, mostrándole la placa a Diallo. «¿Podemos hablar?». El joven no contestó. Más tarde se supo que era tartamudo, de modo que bien pudo haber intentado decir algo, aunque sin conseguirlo. Además, no hablaba bien inglés y corría el rumor de que un grupo de hombres armados habían robado hacía poco a un conocido suyo, de modo que debía de sentirse aterrorizado: allí estaba, fuera de su casa, en un mal barrio y pasada la medianoche, mientras dos hombres muy corpulentos, con gorras de béisbol y el pecho hinchado por los chalecos antibalas, avanzaban hacia él a grandes zancadas. Diallo se quedó quieto un instante y a continuación entró corriendo en el portal. Carroll y McMellon salieron corriendo tras él. Diallo llegó a la puerta interior y asió el picaporte con la mano izquierda, según declararon más tarde los agentes, mientras giraba el cuerpo hacia un lado y se metía la otra en el bolsillo «rebuscando». «¡Que yo te vea las manos!», gritó Carroll.

McMellon también gritaba: «¡Saca las manos de los bolsillos. No me obligues a matarte, coño!». Pero Diallo estaba cada vez más nervioso, y Carroll comenzaba a estarlo también, ya que le parecía que aquél giraba el cuerpo hacia un lado porque quería esconder lo que estaba haciendo con la mano derecha.

«Nos encontrábamos probablemente en la parte superior de las escaleras del portal, intentando atraparle antes de que entrara por esa puerta», recordó Carroll. «El sujeto se volvió y nos miró. Aún tenía la mano en el picaporte. Entonces empezó a sacar un objeto negro del lado derecho. Conforme extraía ese objeto, lo único que pude ver fue la parte superior de… parecía la corredera de un arma negra. Mi experiencia y mi formación previas, así como mis anteriores arrestos, me decían que esa persona estaba sacando un arma».

Carroll gritó: «¡Un arma! ¡Tiene un arma!». Diallo no se detuvo. Siguió sacando algo del bolsillo y empezó a levantar el objeto en dirección a los policías. Carroll abrió fuego. McMellon retrocedió instintivamente y se cayó, disparando a la vez, por el tramo de escaleras hasta dar de espaldas en el descansillo. Como las balas rebotaban por todo el portal, Carroll pensó que procedían del arma de Diallo, y cuando vio a McMellon volando hacia atrás, supuso que era por el impacto recibido por su compañero, de modo que siguió disparando, procurando apuntar, como les enseñan a los policías, al «centro de la masa». Había trozos de cemento y astillas volando en todas direcciones, y el aire estaba electrizado por los destellos que salían de las bocas de las pistolas y las chispas de las balas.

Boss y Murphy salieron también del coche y se dirigieron corriendo al edificio. Más adelante, cuando los cuatro agentes fueron procesados por homicidio en primer grado y asesinato en segundo grado, Boss declaró: «Vi que Ed McMellon, que estaba en el lado izquierdo del portal, de pronto salió volando escaleras abajo. Mientras, Sean Carroll, que estaba a la derecha, bajó por las escaleras. Era una auténtica locura. Él iba bajando por las escaleras, y era… era tan intenso… Hacía todo lo que podía para retirarse de esas escaleras. Y Ed estaba en el suelo. Los disparos continuaban. Yo corría, iba de un lado a otro. Y Ed, alcanzado por un tiro. Eso es todo lo que pude ver. Ed estaba disparando con su arma. Sean disparaba en dirección al portal… y entonces fue cuando vi al señor Diallo. Estaba al fondo del portal, en la parte trasera, junto a la pared donde está la puerta interior. Estaba ligeramente hacia un lado de esa puerta y agachado. Agachado y con la mano fuera, y yo vi un arma. Entonces dije: "¡Dios mío, voy a morir!". Disparé. Disparé el arma mientras iba retrocediendo, hasta que di un salto hacia la izquierda y me quedé fuera de la línea de fuego… Diallo estaba en cuclillas. La espalda erguida. Y lo que parecía era alguien que intentaba hacer blanco en algo más pequeño. Parecía que estaba en posición de combate, la misma que me enseñaron a mí en la academia de policía».

En ese momento, el abogado que estaba interrogando a Boss le interrumpió:

—¿Y cómo tenía la mano?

—Fuera.

—¿Del todo?

—Del todo.

—Y usted vio que tenía un objeto en la mano, ¿verdad?

—Sí, creí ver que tenía un arma en la mano… Lo que yo vi fue el arma entera. Un arma cuadrada. En una fracción de segundo, tras el tiroteo, el humo y Ed McMellon derribado en el suelo, lo que a mí me pareció fue que él empuñaba un arma con la que acababa de disparar a Ed, y el siguiente sería yo.

Carroll y McMellon dispararon dieciséis tiros cada uno: todo el cargador. Boss disparó cinco veces. Murphy, cuatro. Entonces se hizo el silencio. Con las armas desenfundadas, subieron las escaleras y se acercaron a Diallo. «Le vi la mano derecha», diría Boss más tarde. «Estaba fuera del bolsillo, con la palma abierta. Y lo que debería haber sido un arma era una cartera. Dije: "¿Dónde coño está el arma?"».

Boss salió corriendo calle arriba, hacia la Avenida Westchester, porque con el tiroteo y los gritos había perdido a sus compañeros. Más tarde, cuando llegaron las ambulancias, estaba tan destrozado que no podía ni hablar.

Carroll se sentó en un escalón, junto al cuerpo de Diallo acribillado a balazos, y empezó a llorar.

Tres errores fatales

Tal vez las formas más comunes, y las más importantes, de la cognición rápida sean los juicios que elaboramos y las impresiones que nos formamos de los demás. Cada minuto que pasamos en presencia de alguien, hacemos fluir una corriente constante de predicciones y deducciones acerca de lo que esa persona está pensando y sintiendo. Cuando alguien dice: «Te quiero», le miramos a los ojos para juzgar si lo dice con sinceridad. Cuando conocemos a alguien, solemos percibir señales sutiles que nos permiten afirmar más tarde: «Me parece que no le he gustado» o «No me parece que sea muy feliz», aunque esa persona haya hablado en tono normal y amistoso. A partir de la expresión facial nos resulta fácil analizar rasgos distintivos complejos. Si, por ejemplo, me vieran sonreír y con los ojos chispeantes, dirían que me estoy divirtiendo. Pero si me vieran asentir con la cabeza y sonreír exageradamente, con los labios apretados, pensarían que me han tomado el pelo y que estoy respondiendo con sarcasmo. Si mirara a alguien, le sonriera ligeramente y luego mirara hacia abajo y apartara la vista, pensarían que estoy coqueteando. Si hiciera un comentario e inmediatamente después sonriera unos instantes y a continuación asintiera con la cabeza o la ladeara, podrían deducir que acabo de decir algo un poco duro e intento suavizar lo dicho. Para llegar a tales conclusiones, no necesitarían oír lo que yo digo. Llegarían y ya está, en un abrir y cerrar de ojos. Si se acercaran a una niña de un año que está sentada en el suelo, jugando, e hicieran algo un poco chocante, como cubrirle las manos con las suyas, la niña les miraría de inmediato a los ojos. ¿Por qué? Porque lo que acaban de hacer exige una explicación, y la niña sabe que puede encontrar la respuesta en su cara. Esta práctica de deducir los motivos e intenciones de los demás es un ejemplo clásico de selección de datos significativos. Consiste en captar indicios sutiles y fugaces que nos permitan leer la mente de alguien, y no hay, prácticamente, otro impulso tan básico y automático que, además, nos salga tan bien sin esfuerzo alguno. Ahora bien, en la madrugada del 4 de febrero de 1999, los cuatro agentes que patrullaban por la Avenida Wheeler fallaron en esta labor tan esencial. No leyeron el pensamiento a Diallo.

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