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Authors: Malcolm Gladwell
Tags: #Ensayo
Al principio de su carrera como profesional de la música, Abbie Conant estuvo en Italia tocando el trombón en el Teatro Real de Turín. Corría el año 1980. Ese verano, ella había enviado once solicitudes para diversos puestos vacantes en orquestas de toda Europa. Recibió sólo una respuesta: la de la Orquesta Filarmónica de Múnich. «Estimado señor Abbie Conant», comenzaba la carta. Al considerarlo ahora, una vez transcurrido el tiempo, ese error debería haber disparado todas las alarmas en la mente de Conant.
Le hicieron la prueba en el Museo Alemán de Múnich, ya que el edificio del centro cultural de la orquesta estaba aún sin acabar de construir. Se presentaron treinta y tres candidatos, y todos tocaron detrás de una cortina para que el tribunal no pudiera verlos. Este tipo de pruebas con cortina era rara en Europa en aquella época. Pero, habida cuenta de que uno de los aspirantes era hijo de un miembro de una de las orquestas de Múnich, la Filarmónica decidió, en aras de la imparcialidad, realizar la primera ronda de pruebas sin ver a los intérpretes. Conant era la decimosexta. Interpretó el
Concertino para trombón
de Ferdinand David, una de las piezas más trilladas en las audiciones en Alemania, y falló en una nota (desafinó en un sol). En ese momento se dijo a sí misma: «Se acabó», y salió del escenario para recoger sus cosas e irse a casa. Pero el tribunal no opinaba lo mismo que ella. Les había dejado de una pieza. Las audiciones son momentos característicos de selección de unos cuantos detalles reveladores. Los intérpretes expertos en música clásica dicen que pueden dilucidar si un músico es bueno o no casi al instante —a veces en cuestión de unos cuantos compases, a veces con la primera nota—, y en el caso de Conant, lo hicieron. Después de que ella abandonara la sala de pruebas, el director musical de la Filarmónica, Sergiu Celibidache, gritó: «¡Justo lo que queríamos!». A los diecisiete aspirantes que quedaban los mandaron a casa. Alguien fue en busca de Conant. Ésta volvió a la sala de audiciones y, cuando apareció por detrás de la cortina, escuchó:
Was ist'n des? Sacra di! Meine Goetter! Um Gottes willen!
, que es el equivalente en bávaro a: «¡Pero bueno! ¿Esto qué es?». Ellos esperaban ver aparecer al señor Conant. Y lo que vieron fue a la señora Conant.
Fue una situación cuando menos incómoda. Celibidache era un director de orquesta de la vieja escuela, un hombre imperioso y tenaz, con ideas muy firmes acerca de cómo debe tocarse la música y también de quién debe interpretarla. Además, estaban en Alemania, la cuna de la música clásica. En cierta ocasión, justo después de la II Guerra Mundial, en la Filarmónica de Viena hicieron una audición con cortina a modo de prueba y acabaron en lo que el ex presidente de la orquesta, Otto Strasser, describió en sus memorias como «una situación grotesca»: «Uno de los aspirantes se calificó como el mejor intérprete, y cuando descorrieron la cortina, lo que el atónito tribunal vio ante sí fue a un japonés». Para Strasser, un japonés no podía, sencillamente, tocar con alma y fidelidad una música compuesta por un europeo. Para Celibidache, de igual manera, una mujer no podía tocar el trombón. La Filarmónica de Múnich tenía una o dos mujeres al violín y el oboe. Pero se trataba de instrumentos «femeninos». El trombón es masculino. Es el instrumento que tocaban los hombres en las bandas de desfiles militares. Los compositores de ópera lo usaban para simbolizar el infierno. Beethoven utilizó el trombón en las sinfonías quinta y novena para hacer ruido. «Incluso ahora», comenta Conant, «un profesional del trombón podría preguntarle a usted: "¿Qué clase de
equipo
toca?" ¿Se imaginan a un violinista que diga: "Yo toco un Black and Decker"?».
Hubo dos rondas más de audiciones. Conant salió airosa de ambas. Pero cuando Celibidache y el resto de los miembros del tribunal la vieron en carne y hueso, todos esos arraigados prejuicios empezaron a competir con la primera impresión irresistible que les había causado su interpretación. Conant se incorporó a la orquesta y Celibidache tuvo que fastidiarse. Transcurrió un año, y en mayo de 1981 Conant fue convocada a una reunión. Se le informó de que iba a bajar a la categoría de segundo trombón. No se le dieron razones. Conant estuvo un año en periodo de prueba, para demostrar de nuevo su valía. Dio lo mismo. «¿Sabe cuál es el problema?» le dijo Celibidache. «Necesitamos a un hombre para el solo de trombón».
Conant no tuvo más remedio que llevar el caso a juicio. Lo que la orquesta alegaba en su expediente era que «la demandante no tiene la fuerza física necesaria para ser primer trombón». Se envió a Conant a la clínica Gautinger, especializada en pulmón, para someterla a un examen completo. Tuvo que soplar por máquinas especiales, le tomaron una muestra de sangre para medir su capacidad de absorción de oxígeno y le examinaron el tórax. Los resultados mostraron valores superiores a la media. La enfermera llegó a preguntarle si era una atleta. El caso se alargaba. La orquesta afirmaba que la «falta de aliento de Conant era apreciable al oído» en sus interpretaciones del famoso solo de trombón del
Réquiem
de Mozart, aunque el director invitado a esas interpretaciones había procurado que la trombonista destacara para que recibiera los aplausos del público. Se organizó una audición especial ante un experto en trombón. Conant interpretó siete de los pasajes más difíciles del repertorio para este instrumento. El experto se mostró efusivo. La orquesta alegó que Conant no era fiable ni profesional. Era mentira. Después de ocho años, se reincorporó como primer trombón.
Pero eso sólo fue el comienzo de una nueva serie de problemas que se prolongó durante otros cinco años, ya que la orquesta se negó a pagarle lo mismo que cobraban sus colegas varones. Conant volvió a ganar. Ninguno de los cargos que se presentaron contra ella prosperó, y no prosperaron debido a que la Filarmónica de Múnich no pudo rebatir los argumentos que ella presentó. Sergiu Celibidache, el hombre que ponía en duda sus aptitudes, la había escuchado interpretar el
Concertino para trombón
de Ferdinand David en condiciones de total objetividad, y en ese momento de imparcialidad lo que dijo fue: « Justo lo que queríamos!». Y mandó a su casa al resto de los aspirantes. A Abbie Conant lo que la salvó fue la cortina.
El mundo de la música clásica, en particular en su patria europea, ha sido hasta hace muy poco dominio de los hombres blancos. Las mujeres, se pensaba, no podían tocar como los hombres, y no había más que hablar. No tenían la fuerza, ni la disposición ni la resistencia para ciertos tipos de piezas. Sus labios eran diferentes. Sus pulmones eran menos potentes. Sus manos eran más pequeñas. Y eso no parecía un prejuicio, sino un hecho, porque cuando se convocaban pruebas, a los directores de orquesta, los directores musicales y los maestros les parecía siempre que los hombres sonaban mejor que las mujeres. Nadie prestaba mayor atención al modo en que se celebraban las audiciones, puesto que era un artículo de fe que una de las cosas que hacía que un experto musical fuera tal era que, independientemente de las circunstancias en las que se interpretara la música que él escuchaba, era capaz de evaluar, de forma instantánea y objetiva, la calidad de la interpretación. Las pruebas para las orquestas importantes se realizaban a veces en el camerino del director, o en la habitación de su hotel si estaba de paso en la ciudad. Los intérpretes tocaban durante cinco minutos, o dos minutos, o diez minutos, ¿qué más daba? La música era la música. Rainer Kuchl, primer violín de la Filarmónica de Viena, dijo en una ocasión que él podía distinguir al instante y con los ojos vendados entre, pongamos por caso, un violinista y una violinista. En su opinión, un oído educado podía captar la suavidad y flexibilidad del estilo femenino.
En todo caso, en las últimas décadas el mundo de la música clásica ha experimentado una revolución. En Estados Unidos, los músicos de orquesta comenzaron a organizarse políticamente. Formaron un sindicato y lucharon por conseguir unos contratos decentes, prestaciones médicas y protección contra el despido improcedente, a lo que se unió una campaña en favor de la contratación justa. Muchos músicos pensaban que los directores de orquesta abusaban de su poder y beneficiaban a sus favoritos. Por ello deseaban que el sistema de selección se formalizara. Eso significó que, en lugar de que la decisión dependiera en exclusiva del director de orquesta, se instituyera un tribunal oficial de audiciones. En algunos lugares se implantaron normas por las que quedaba prohibido que los miembros de los tribunales hablaran entre sí durante las pruebas, de manera que la opinión de una persona no enturbiara el criterio de otra. A los músicos se les dejó de identificar por su nombre para hacerlo por números. Se pusieron cortinas entre el tribunal y la persona que se sometía a la prueba, y en caso de que ésta se aclarara la garganta o hiciera cualquier clase de sonido que permitiera su identificación (si, por ejemplo, llevaba tacones y pisaba una zona del suelo que no estuviera alfombrada), se la invitaba a que saliera de la sala y se le asignaba otro número. Y mientras estas nuevas reglas se iban implantando por todo el país, sucedió algo extraordinario: las orquestas empezaron a contratar a mujeres.
En los últimos treinta años, desde que se generalizó el uso de las cortinas, el número de mujeres en las principales orquestas de Estados Unidos se ha multiplicado por cinco. «La primera vez que se aplicaron las nuevas normas, nosotros estábamos buscando cuatro nuevos violinistas», recuerda Herb Weksleblatt, tuba de la Opera Metropolitana de Nueva York, que encabezó la lucha por la utilización de cortinas en las pruebas para la orquesta neoyorquina a mediados de la década de 1960. «Y las ganadoras fueron mujeres. Algo que, sencillamente, no podría haber pasado antes. Hasta ese momento, temamos tal vez tres mujeres en toda la orquesta. Recuerdo que tras el anuncio de que habían ganado cuatro mujeres, un tipo se puso totalmente furioso conmigo. Me dijo: "Se le recordará como el hijo de p… que trajo mujeres a esta orquesta"».
Lo que comprendieron, pues, los integrantes del mundo de la música clásica fue que lo que ellos habían considerado una pura y poderosa primera impresión —escuchar a alguien tocando— estaba en realidad podrido sin remedio. «Hay personas que parece que suenan mejor de lo que lo hacen porque dan sensación de seguridad en sí mismas y tienen una buena postura», afirma un músico, veterano ya en materia de audiciones. «Otras, sin embargo, tienen un aspecto horroroso cuando tocan, pero suenan muy bien. También están los que parecen sufrir al tocar, pero en su música no se aprecia. Hay siempre esa discordancia entre lo que uno ve y lo que oye. Una prueba comienza en el primer instante en que la persona está a la vista. Uno piensa: ¿Quién será este ganso? O bien: ¿Quién se creerá que es? y sólo por su modo de andar cuando salen con su instrumento».
Julie Landsman, que toca la trompa en la Ópera Metropolitana de Nueva York, dice que a ella le ha distraído en alguna ocasión la posición de la boca de algún músico. «Si se colocan la boquilla en una posición extraña, puedes pensar de inmediato: ¡Cielo santo, así no va a funcionar! Las posibilidades son tantas… Algunos trompistas usan un instrumento de metal, y otros, de cinc-níquel, y el tipo de trompa que toca una persona te dice algo acerca de la ciudad de donde procede, su profesor y su escuela, y ese historial es algo que influye en tu opinión. Yo he estado en pruebas sin cortina, y le aseguro que estaba llena de prejuicios. Empecé a escuchar con los ojos, y no hay manera de que los ojos no influyan en tu juicio. La única forma verdadera de escuchar es con los oídos y con el corazón».
En Washington, D.C., la Orquesta Sinfónica Nacional contrató a Sylvia Alimena para que tocara la trompa. ¿Habría sido contratada antes de la instauración de las cortinas? Desde luego que no. La trompa, como el trombón, es un instrumento «masculino». Además, Alimena es diminuta: apenas sobrepasa el metro y medio. En realidad, es un factor que no tiene la menor importancia. Como afirma otro destacado trompista: «Sylvia puede derribar una casa al soplar». Ahora bien, si uno la viera antes de escucharla tocar, no sería posible oír esa potencia, porque lo que uno ve contradice en gran medida lo que escucha. Sólo hay una manera de hacer un juicio instantáneo correcto de Sylvia Alimena, y es detrás de una cortina.
De esta revolución en la música clásica se puede extraer una lección poderosa. ¿Por qué los directores de orquesta se desentendieron durante tantos años de la deformación de sus juicios instantáneos? Porque solemos ser descuidados con respecto a nuestros poderes de cognición rápida. No sabemos de dónde proceden nuestras primeras impresiones ni lo que significan exactamente, así que no siempre somos conscientes de su fragilidad. Tomar en serio nuestro poder de cognición rápida significa que tenemos que reconocer las sutiles influencias que pueden alterar, minar o influir en los productos de nuestro inconsciente. Juzgar la música parece una tarea sencillísima. Pero no lo es, no es como beber un refresco, decidirse por un modelo de silla o probar mermelada. Sin una cortina de por medio, Abbie Conant habría sido descalificada antes de tocar una sola nota. Con la cortina, de pronto era lo suficientemente buena como para pertenecer a la Filarmónica de Múnich.
¿Y qué hicieron las orquestas cuando se les planteó la cuestión de sus prejuicios? Solucionaron el problema, y he ahí la segunda lección de este libro. Demasiado a menudo nos resignamos a las cosas que suceden en un santiamén. No parece que tengamos mucho dominio sobre lo que aflora a la superficie desde nuestro inconsciente. Pero lo tenemos, y si podemos controlar el entorno en el que tiene lugar la cognición rápida, entonces podemos controlarla. Podemos evitar que las personas que luchan en las guerras, o las que atienden en las salas de urgencias o las que patrullan por las calles cometan equivocaciones.
«Cuando iba a ver una obra de arte, solía pedir a los marchantes que colocaran una tela negra sobre la pieza y la levantaran cuando yo entrara. Así, de repente, podía concentrarme por completo en ese objeto en particular», dice Thomas Hoving. «En el Museo Metropolitano, cuando estábamos pensando en adquirir una nueva obra, hacía que mi secretario u otro conservador la colocara en alguna parte en la que me produjera sorpresa verla, como un ropero, de manera que cuando abriera la puerta la viera allí. Entonces, o bien me gustaba o súbitamente veía algo que no había advertido antes». Hoving valoraba tanto los frutos del pensamiento espontáneo que adoptó medidas especiales para garantizar que sus primeras impresiones fueran las mejores posibles. No consideraba el poder de su inconsciente como una fuerza mágica. Lo consideraba algo que podía proteger, dominar y educar, y cuando posó la vista por primera vez en el kurós, Hoving ya estaba preparado.