Read Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? Online
Authors: Malcolm Gladwell
Tags: #Ensayo
Fyfe afirma que no hace mucho declaró en un caso de Chicago en el que unos agentes de policía habían disparado y matado a un joven al final de una persecución. A diferencia de Rodney King, él no estaba oponiendo resistencia a la autoridad, sólo estaba sentado en su coche. «Era un jugador de fútbol de Northwestern. Se llamaba Robert Russ. Sucedió la misma noche en que los policías dispararon a otra persona, una muchacha, tras la persecución de un vehículo. Fue un caso del que se ocupó Johnnie Cochran, que consiguió un acuerdo extrajudicial de 20 millones de dólares. Los agentes dijeron que iba conduciendo de manera irregular. Les hizo perseguirle, pero ni siquiera a gran velocidad. No llegaron a superar los 115 kilómetros por hora. Al cabo de un rato, obligaron al coche a salir de la carretera y le hicieron parar en la autopista Dan Ryan. Las instrucciones relativas a cómo proceder cuando se obliga a un vehículo a detenerse son muy precisas. Se supone que uno no debe acercarse al coche, sino pedirle al conductor que salga del mismo. Pues bien, dos de los policías se acercaron corriendo hasta la parte delantera y abrieron la puerta del asiento del pasajero. El otro majadero estaba en el otro lado, ordenándole a gritos a Russ que abriera la puerta. Éste, sin embargo, se quedó sentado donde estaba. No sé en qué estaba pensando, pero no respondió. De modo que el policía rompió el cristal de la ventana trasera izquierda del coche y disparó un solo tiro, que alcanzó a Russ en la mano y el pecho. El agente afirma que dijo: "Muéstrame las manos, enséñamelas", y alega también que Russ intentaba coger su pistola. No sé si eso fue lo que pasó. Tengo que admitir lo que afirma el agente. Pero eso no viene al caso. El disparo sigue siendo injustificado, ya que no debería haber estado en las proximidades del coche, y tampoco haber roto la ventanilla».
¿Estaba leyendo el pensamiento el agente en cuestión? En absoluto. La lectura del pensamiento nos permite ajustar y actualizar nuestras percepciones acerca de las intenciones de los demás. En la escena de
¿Quién teme a Virginia Woolf?
en la que Martha coquetea con Nick mientras George merodea celoso detrás de ellos, dirigimos la mirada de los ojos de Martha a los de George, y de los de éste a los de Nick, y vuelta a empezar, puesto que no sabemos lo que George va a hacer. No dejamos de recopilar información sobre él, ya que deseamos saber qué va a pasar. Pero el paciente aurista de Ami Klin dirigió la mirada a la boca de Nick, de ahí a su bebida, y después al broche que llevaba Martha. Su mente procesa del mismo modo seres humanos y objetos. Él no vio personas con emociones y pensamientos. Lo que vio fue una serie de objetos inanimados en una habitación, y construyó un sistema para explicarlos; un sistema que interpretó con una lógica tan rígida y pobre, que cuando George dispara a Martha y de la pistola sale un paraguas, le hizo reírse a carcajadas. En cierto modo, es lo mismo que hizo el agente en la autopista Dan Ryan. En la extrema excitación de la persecución, dejó de leer la mente de Russ. Su campo visual y su pensamiento se restringieron. Elaboró un sistema rígido en virtud del cual un joven negro que va en un coche huyendo de la policía tiene que ser un criminal peligroso, y cualquier prueba en sentido contrario, que hubiera tenido en cuenta en condiciones normales (el hecho de que Russ sólo estaba sentado en su coche y que no hubiera pasado de los 115 kilómetros por hora) no quedó registrada en absoluto en su pensamiento. La excitación produce ceguera mental.
¿Han visto alguna vez el vídeo del intento de asesinato de Ronald Reagan? Tuvo lugar la tarde del 30 de marzo de 1981. Reagan acababa de pronunciar un discurso en el hotel Washington Hilton y salió por una puerta lateral hacia su limusina. Saludó con la mano a la multitud congregada allí, que le respondía con gritos de: «¡Presidente Reagan! ¡Presidente Reagan!». En ese momento, un joven llamado John Hinckley se abrió paso de pronto con una pistola del calibre 22 en la mano y disparó seis balas a quemarropa a los miembros del séquito de Reagan, antes de que éstos lo derribaran tras un forcejeo. Una de las balas alcanzó en la cabeza al secretario de prensa de Reagan, James Brady. La segunda hirió en la espalda a Thomas Delahanty, agente de policía. La tercera la recibió en el pecho al agente del servicio secreto Timothy McCarthy, y la cuarta rebotó en la limusina y atravesó el pulmón de Reagan a pocos centímetros del corazón. El enigma del caso, desde luego, es cómo se las arregló Hinckley para llegar hasta Reagan con tanta facilidad. Los presidentes van rodeados de guardaespaldas, y se supone que éstos deben vigilar por si hay gente como John Hinckley entre los presentes. Las personas que suelen esperar a la puerta de un hotel en un frío día de primavera sólo por si su presidente les dirige una mirada es gente que le desea lo mejor, y la labor de los guardaespaldas es escudriñar a la multitud para detectar a cualquier persona que no encaje en el esquema, que en absoluto le desee lo mejor. Parte de lo que los guardaespaldas tienen que hacer es leer las caras. Tienen que leer el pensamiento. Entonces, ¿por qué no leyeron el de Hinckley? La respuesta es obvia al ver el vídeo, y es la segunda causa fundamental de la ceguera mental: la falta de tiempo.
Gavin de Becker, que dirige una empresa de seguridad en Los Angeles y ha escrito un libro titulado
The Gift of Fear [El valor del miedo
, Barcelona, Ed. Urano, 1999], afirma que el factor esencial de la protección es la cantidad de «espacio en blanco», es decir, la distancia que hay entre el objetivo y cualquier posible agresor. Cuanto mayor sea el espacio en blanco, más tiempo tiene el guardaespaldas para reaccionar. Y cuanto más tiempo tenga el guardaespaldas, mejor será su capacidad para leer el pensamiento de cualquier posible agresor. Pero en el caso de los disparos de Hinckley, no había espacio en blanco. Estaba entre un puñado de periodistas que se encontraban a escasos metros del presidente. Los agentes del servicio secreto no advirtieron su presencia hasta que comenzó a disparar. Desde el primer instante en que los guardaespaldas de Reagan se dieron cuenta de que se estaba produciendo un atentado —lo que, en el sector de la seguridad, se conoce como «el momento del reconocimiento»— hasta que ya no se causaron más daños, transcurrieron 1,8 segundos. «El atentado contra Reagan incluye reacciones heroicas por parte de varias personas», afirma De Becker. «Aun así, Hinckley efectuó los cinco disparos. En otras palabras: tales reacciones no cambiaron el curso de los acontecimientos en absoluto, ya que él se hallaba demasiado cerca. En el vídeo se ve que uno de los guardaespaldas saca una ametralladora de su maletín, aunque se queda donde está. Hay otro que también desenfunda el arma. ¿A qué iban a disparar? Ya había pasado todo». En esos 1,8 segundos lo único que podían hacer era recurrir a su instinto más primitivo, más automático y, en este caso, más inútil: sacar las armas. No tenían posibilidad alguna de comprender o prever lo que estaba pasando. «Si se elimina el tiempo», dice De Becker, «estás expuesto a una reacción intuitiva de la más baja calidad».
No solemos pensar en la función que desempeña el tiempo en las situaciones de vida o muerte, tal vez porque Hollywood ha distorsionado nuestro sentido de lo que sucede en un enfrentamiento violento. En las películas, los tiroteos son secuencias interminables en las que un policía tiene tiempo para susurrarle de forma dramática algunas palabras a su compañero, el villano tiene tiempo de lanzarles un desafío, y el fuego cruzado aumenta lentamente hasta que llega a un fin devastador. El simple hecho de contar la historia de un tiroteo hace que lo sucedido parezca que llevó mucho más tiempo del que llevó en realidad. Lean cómo describe De Becker el atentado contra la vida del presidente de Corea del Sur hace unos años: «El asesino se pone en pie y se dispara a sí mismo en una pierna. Así es como empieza. Está nervioso, fuera de sí. Después dispara al presidente, pero yerra el tiro. En cambio, alcanza a la esposa de éste en la cabeza y la mata. El guardaespaldas se levanta y contesta a los disparos. Falla. El tiro lo recibe un niño de ocho años. Una chapuza, se mire por donde se mire. Todo salió mal». ¿Cuánto creen que duró toda la secuencia? ¿Quince segundos? ¿Veinte? No, tres coma cinco segundos.
En mi opinión, también nos volvemos auristas transitorios en situaciones en las que nos falta tiempo. El psicólogo Keith Payne, por ejemplo, colocó en cierta ocasión a varias personas frente a un ordenador y las predispuso —al igual que hizo John Bargh en los experimentos que se describen en el capítulo 2— mostrándoles imágenes fugaces de la cara de una persona negra o de la cara de una persona blanca. A continuación, Payne les enseñó la imagen de un arma o la de una llave inglesa. La imagen permanecía en la pantalla 200 milisegundos, y todos tenían que identificar lo que acababan de ver en la pantalla. El experimento estaba inspirado en el caso Diallo. Los resultados se los pueden imaginar. Si a uno se le predispone mostrándole primero una cara negra, identificará el arma como tal un poco más deprisa que si se le muestra primero una cara blanca. A continuación, Payne volvió a hacer el experimento, aunque esta vez más deprisa. En lugar de dejar que cada persona respondiera a su propio ritmo, las obligó a tomar una decisión en 500 milisegundos, es decir, en medio segundo. En esta ocasión, los sometidos a la prueba empezaron a cometer errores. Les llevó menos tiempo identificar un arma como tal cuando vieron la cara negra en primer lugar. Pero cuando vieron la cara negra primero, también les llevó menos tiempo identificar una llave inglesa como un arma. Sometidos a condiciones en las que el tiempo apremiaba, empezaron a comportarse como se comportan las personas cuando están muy excitadas. Dejaron de fiarse de las pruebas reales que les proporcionaban sus sentidos y recurrieron a un sistema rígido e implacable, a un cliché.
«Cuando tomamos una decisión en una fracción de segundo», afirma Payne, «somos muy vulnerables a dejarnos llevar por nuestros estereotipos y prejuicios, incluso por aquellos en los que no necesariamente creemos ni respaldamos». Payne ha probado todo tipo de técnicas para reducir este sesgo. En un intento de que las personas que se sometían al experimento se comportaran lo mejor que pudieran, les dijo que lo que hicieran lo iba a examinar después un compañero de clase. Eso aumentó su parcialidad. Payne explicó con todo detalle a algunos en qué consistía el experimento, y les pidió de manera explícita que evitaran los clichés fundados en la raza. Dio exactamente igual. Lo único que no dio igual, según averiguó Payne, fue conceder más tiempo para realizar el experimento y decir a las personas que esperaran un poco antes de identificar el objeto que había en la pantalla. Nuestro poder para seleccionar datos significativos y para hacer juicios instantáneos es extraordinario. Pero incluso el ordenador gigante de nuestro inconsciente necesita un momento para llevar a cabo su labor. Los expertos en arte que emitieron un juicio sobre el kurós del Getty necesitaron verlo antes de poder afirmar que era una falsificación. Si se hubieran limitado a mirar la estatua por la ventanilla de un coche que pasara a cien kilómetros por hora, sólo podrían haber emitido una conjetura al azar sobre su autenticidad.
Por esta razón, precisamente, en los últimos años muchos departamentos de policía han pasado a asignar a un solo agente en lugar de a dos a los coches-patrulla. Tal vez no parezca muy acertado, ya que seguramente tiene más lógica el trabajo conjunto de dos policías. ¿No pueden respaldarse entre sí? ¿No les resultaría así más fácil y seguro enfrentarse a situaciones problemáticas? La respuesta en ambos casos es que no. Un agente acompañado no va más seguro que solo. E, igualmente importante, es más probable que se denuncie la actuación policial cuando los agentes van en pareja que cuando va uno solo. Cuando van en parejas aumenta la probabilidad de que los enfrentamientos con los ciudadanos acaben en una detención, en lesiones al detenido o en una acusación por agresión al agente de policía. ¿Por qué? Porque cuando los agentes van de uno en uno se toman las cosas con más calma, y cuando van acompañados, las aceleran. «Todos los policías desean patrullar de dos en dos», dice De Becker. «De ese modo vas con tu compañero, tienes a alguien con quien hablar. Ahora bien, cuando sale a patrullar uno solo, se mete en menos líos, ya que no se envalentona como cuando va acompañado. Un policía solo adopta una postura diferente por completo. No es tan propenso a tender emboscadas. No se lanza al ataque. Lo que se dice es: "Voy a esperar a que lleguen los otros agentes". Se muestra más comprensivo. Se da más tiempo».
¿Habría acabado muerto Russ, el joven del coche en Chicago, si se hubiera enfrentado sólo a un agente? Cuesta creer que sí. Un solo policía, a pesar de todo el acaloramiento de la persecución, habría tenido que detenerse y esperar refuerzos. Lo que envalentonó a los tres agentes para perseguir el coche fue la falsa seguridad de ser superiores en número. «Es preciso que la situación se calme», afirma Fyfe. «Nosotros enseñamos a los agentes que el tiempo está de su lado. En el caso Russ, los abogados de la otra parte sostenían que se trataba de una situación que estallaría en cualquier momento. Pero sólo se debió a que los agentes dejaron que la situación llegara a ese punto. A Russ le hicieron parar. Ya no se escaparía».
Lo que se consigue con la formación policial, en el mejor de los casos, es enseñarlos a mantenerse alejados de este tipo de problemas, es decir, evitar el riesgo del autismo transitorio. Si hacen parar un vehículo, por ejemplo, el deber de los agentes es aparcar detrás del coche que persiguen. Si es por la noche, deben dirigir las luces largas directamente al vehículo. A continuación tienen que acercarse a pie hasta el coche, por el lado del conductor, quedarse de pie justo detrás de éste y, por encima de su hombro, iluminarle con la linterna la zona comprendida entre la cintura y las rodillas. A mí me han parado en alguna ocasión, y siempre me ha parecido una falta de respeto: ¿por qué el agente no puede colocarse delante de mí y hablarme cara a cara, como cualquier persona normal? La razón es que si el policía está de pie detrás de mí, me sería prácticamente imposible sacar un arma y apuntarle. En primer lugar, el agente me está enfocando con la linterna de modo que puede ver dónde tengo las manos y si voy a coger un arma. E incluso si llego a coger el arma, tengo que hacer un giro de casi noventa grados en el asiento, asomarme por la ventanilla y disparar al agente por encima del montante de la puerta (sin olvidar que la luz larga del coche patrulla me está deslumbrando), y todo ello delante de sus narices. El procedimiento policial, en otras palabras, va en beneficio mío: significa que el agente sólo sacará su arma si yo emprendo una secuencia de acciones larguísima y totalmente inequívoca.