En el ámbito profesional, sin embargo, el tabú de llorar se extiende también a las mujeres. Por su parte, el tabú que impide expresar la ira se desvanece en cuanto la mujer ocupa una posición de poder. Otra norma oculta admite que los líderes poderosos se muestren airados cuando se ha frustrado el logro de un objetivo colectivo. Éste es un requisito que satisfacen también las llamadas “mujeres alfa”. Independientemente del hecho de que enfurecerse pueda ser la respuesta más eficaz a una determinada situación, no parece socialmente fuera de lugar cuando procede del jefe.
Hay personas que son todas ellas presentación de uno mismo, sin que tal fachada se apoye en una experiencia que la respalde. Las variedades de la inteligencia social no reemplazan a otras aptitudes necesarias para el desempeño de un determinado papel. Como acerté a escuchar casualmente en cierta ocasión en una conversación entre dos hombres de negocios en un restaurante japonés de Manhattan: «Tiene un don especial para que todo el mundo le quiera. Pero la verdad es que no creo que pudieras elegir a nadie peor».
La influencia
El policía municipal estaba multando al Cadillac aparcado en doble fila en una estrecha calle de tres carriles de uno de los barrios más acaudalados de Manhattan, impidiendo con ello la puesta en marcha de los que estaban bien estacionados.
—¿Pero qué diablos está haciendo? —se escuchó súbitamente gritar al propietario del Cadillac, un hombre bien arreglado y de mediana edad que salía con una bolsa de ropa de la tintorería.
—Simplemente estoy cumpliendo con mi trabajo. Usted ha estacionado en doble fila —respondió tranquilamente el policía.
—¡Pero usted no sabe con quién está hablando! —gritó entonces en tono furioso y amenazador— ¡Conozco al alcalde y estoy seguro de que, en cuanto se entere de esto, le despedirá!
—Será mejor que coja el ticket y se largue antes de que llame a la grúa — respondió serenamente el agente, sin ponerse nervioso.
Entonces el conductor cogió su multa, se metió en su coche y abandonó el lugar, mascullando entre dientes.
Los buenos policías suelen ser diestros en la influencia, es decir, en el uso del tacto y del autocontrol. Es por ello que no suelen emplear más fuerza de la necesaria aunque también saben, cuando es preciso, emplear la fuerza, tratando a las personas violentas con una actitud atenta, serena y profesional.
Los policías más diestros en esta aptitud son los que más fácilmente consiguen que los demás les obedezcan. Los policías de tráfico de Nueva York, por ejemplo, son los que presentan una tasa más baja de incidentes que acaban escalando y convirtiéndose en episodios violentos. Esos policías saben bien el modo en que su cuerpo reacciona ante un desacato —el presagio de un problema— y su conducta profesional afirma su autoridad tranquilamente, pero con firmeza. Son personas que no se dejan arrastrar por respuestas instintivas que desencadenarían una reacción en cadena.
El uso adecuado de la fuerza, por otra parte, puede ser una táctica adecuada para resolver —o, mejor todavía, para evitar— los problemas. Pero la clave para gestionar adecuadamente las amenazas veladas de agresión física no reside tanto en la aplicación de la fuerza como en los mecanismos neuronales que permiten encontrar la respuesta que mejor se adapta a las circunstancias. Y para ello son necesarias las habilidades de autocontrol, empatía y cognición social que permiten modular el impulso agresivo, interpretar adecuadamente lo que la otra persona pueda estar sintiendo, para calibrar así la fuerza mínima necesaria y adaptarse a las normas que operan en una determinada situación. El adiestramiento de los circuitos neuronales subyacentes ha sido, hasta el momento, una tarea poco reconocida de quienes se ocupan de adiestrar a los demás en el uso adecuado de la fuerza, ya sean civiles o militares. Y es que, cuanto más hábil sea una persona en el uso de los medios violentos, más esencial resulta el fortalecimiento de los circuitos neuronales que inhiben el impulso agresivo.
Estos son los circuitos que modulan nuestros encuentros sociales cotidianos para mitigar la agresividad. Para que la influencia resulte constructiva debemos aprender a expresarnos de un modo que logre fácilmente el resultado social deseado. Las personas diestras en este sentido causan una impresión más favorable y son consideradas más fiables y amables.
Quienes saben desplegar la influencia confían en que la conciencia social guía sus acciones y reconocen aquellas situaciones en que guiñar un ojo, por ejemplo, puede beneficiar una relación. Hay ocasiones en los que resulta contraproducente manifestar la exactitud empática con un “¡No me gustas!” o “¡No me quieres!” y en las que lo más prudente parece ser reconocer tal intuición y actuar tácitamente en consecuencia.
Decidir la tasa óptima de expresividad depende, entre muchos otros factores, de la cognición social, es decir, del conocimiento de las reglas que resultan apropiadas a un determinado contexto social, otro ejemplo del modo sinérgico en que opera la inteligencia social. No olvidemos que, en este sentido, por ejemplo, la modalidad silenciosa de Beijing resulta inadecuada para Guadalajara [México]. El tacto equilibra la expresividad, una discreción social que nos permite adaptarnos más adecuadamente a nuestro entorno, sin que nuestra conducta genere tantas olas adversas a nuestro alrededor.
El interés por los demás
Todos los estudiantes implicados en el caso del buen samaritano del que anteriormente hablábamos se vieron obligados a atravesar la puerta y escuchar las quejas del mendigo. Pero la empatía, por sí sola, no basta si no va acompañada de algún tipo de acción. Sólo los que se detuvieron a escucharle manifestaron interés en los demás, otro de los ingredientes básicos de la inteligencia social.
Como ya hemos visto en el Capítulo 4, los circuitos cerebrales que se ponen en marcha cuando sentimos las necesidades de los demás constituyen un acicate para la acción. Por ejemplo, las mujeres que más intensamente “registran” la tristeza al observar el vídeo de un bebé llorando son también las que más fruncen el ceño, un claro indicador de la empatía. Pero esas mujeres no se limitan a reproducir la respuesta fisiológica del bebé, sino que también son las que más claramente exhiben el deseo de cogerlo en brazos y consolarlo.
Cuanto mayor es nuestra empatía e interés por alguien que se encuentra en apuros, mayor será el impulso a ayudarle, un vínculo que siempre se halla presente en las personas más motivadas para aliviar el sufrimiento ajeno. Un estudio realizado en Holanda sobre las donaciones caritativas, por ejemplo, puso de relieve que el interés por los demás constituye un excelente predictor de la probabilidad de ayudar a los necesitados.
En el mundo laboral, por ejemplo, la preocupación que nos lleva a asumir la responsabilidad de lo que tenemos que hacer genera buenos ciudadanos de la organización. En este sentido, las personas que se interesan en los demás son las más dispuestas a tomarse el tiempo y hacer los esfuerzos necesarios para echarles una mano. De este modo, no sólo se ocupan de su trabajo, sino que entienden la necesidad de cooperar con los demás para conseguir los objetivos grupales.
Las personas fisiológicamente más motivadas por el malestar de los demás, es decir, la personas más susceptibles a este rango del contagio emocional, son los que más movilizados se encuentran a actuar. Quienes presentan un menor interés empático, por su parte, son los que más fácilmente se despreocupan del malestar ajeno. Cierto estudio longitudinal que se ha llevado a cabo en este sentido ha descubierto que los niños de cinco a siete años menos inquietos por el malestar de su madre son aquellos que más probablemente acaben convirtiéndose en adultos “antisociales”. Los investigadores sugieren que “alentar la atención y el interés de esos niños por las necesidades de los demás” puede ser una estrategia eficaz para impedir la aparición posterior de problemas.
Pero no basta, para movilizarnos a la acción, con el simple interés por los demás, porque también necesitamos actuar eficazmente. Son muchos los líderes de organizaciones que tienen objetivos humanitarios que fracasan torpemente porque carecen de las habilidades básicas y todavía deben desarrollar su inteligencia social. La preocupación por los demás es más intensa cuando apelan a habilidades de la vía superior que emplean la experiencia para sus propios fines. En este sentido, Bill y Melinda Gates son excelentes ejemplos de esta capacidad, porque recurren a las mejores prácticas del mundo empresarial para afrontar los devastadores problemas de salud de los necesitados de todo el mundo y también pasan tiempo conociendo a las personas a las que están ayudando —madres de Mozambique cuyos hijos mueren de malaria y víctimas del sida de la India—, lo que fomenta su interés empático.
El interés por los demás suele ser el impulso básico que moviliza a las personas hacia las llamadas profesiones “de ayuda”. como la medicina y el servicio social. En cierto sentido, estas profesiones pueden ser consideradas como la manifestación expresa del interés por los necesitados, ya sean los enfermos o los pobres. Quienes desempeñan esas profesiones se mueven bien cuando aumenta esa capacidad, pero acaban quemándose, por el contrario, apenas mengua.
El interés por los demás refleja la capacidad de compasión de una determinada persona. Es por ello que, en este campo, suelen fracasar las personas manipuladoras que se muestran muy diestras en otras habilidades de la inteligencia social. La deficiencia en esta dimensión de las habilidades sociales es la que más claramente nos permite identificar a las personas antisociales que se despreocupan por los sentimientos, las necesidades y el sufrimiento de los demás... y, en consecuencia, tampoco hacen nada por ayudarles.
Educando la vía inferior
Ahora que ya tenemos una visión global somera del territorio que abarca la inteligencia social podemos preguntarnos por la posibilidad de mejorar estas competencias esenciales. Éste parece, en lo que se refiere a las aptitudes de la vía inferior, un gran reto. Pero Paul Ekman, una auténtica autoridad en el campo de la lectura de las emociones que se manifiestan en la expresión facial (ver Capítulo 1), ha puesto a punto un método que permite, pese a su funcionamiento instantáneo e inconsciente, el adiestramiento de la empatía primordial.
El método de Ekman se centra en las microexpresiones, es decir, en las señales emocionales que aparecen fugazmente en nuestro rostro en menos de un tercio de segundo, es decir, el tiempo que tardamos en chasquear un dedo. Se trata de señales emocionales espontáneas e inconscientes que nos proporcionan indicios del modo en que realmente se siente otra persona, independientemente de la impresión que esté tratando de proyectar.
Aunque una sola microexpresión no necesariamente indique que la persona está mintiendo, la mentira descarada suele implicar este tipo de engaño emocional. Cuanto mejor sea nuestra capacidad de detectar las microexpresiones, más sencillo nos resultará detectar quién está tratando de reprimir una verdad emocional. Conviene aquí decir que el funcionario de la embajada que detectó la mirada fugaz de disgusto atravesando el rostro del criminal que solicitaba un visado había sido adiestrado en el método de Ekman.
Esta habilidad primordial resulta especialmente valiosa en campos tan diversos como la diplomacia, la judicatura o la policía, porque las microexpresiones nos revelan el modo en que realmente se siente una persona en un determinado momento. Pero también hay que señalar que los amantes, los vendedores, los maestros y, en última instancia, todo el mundo puede beneficiarse de la capacidad de leer este tipo de señales.
Estas expresiones emocionales automáticas y fugaces operan a través de los circuitos de la vía inferior (que se distinguen por su automaticidad y rapidez) y, para registrar la vía inferior, se requiere también del concurso de la vía inferior. Es por ello que resulta absolutamente necesario sintonizar adecuadamente con nuestra empatía primordial.
El método diseñado por Ekman, llamado “Herramienta de entrenamiento en microexpresiones” [Micro Expression Training Tool], utiliza un cedé para perfeccionar la capacidad de detectar estas microexpresiones, un entrenamiento que dura menos de una hora y del que, hasta el momento, se han beneficiado decenas de miles de personas.
Yo lo he probado esta misma mañana. La primera ronda presenta fotografías de rostros de diferentes personas con una apariencia emocionalmente neutra que van seguidas de una serie de instantáneas que expresan una de las siete emociones siguientes, tristeza, ira, miedo, sorpresa, disgusto, desprecio o felicidad.
Mi tarea ha consistido en adivinar la expresión que acababa de presenciar, aunque lo único que podría decir es que sólo he visto una instantánea difusa, porque las sonrisas y los ceños fruncidos discurren a una velocidad de no más de un quinceavo de segundo que, si bien resulta adecuada para la vía inferior deja, no obstante, completamente confundida a la superior.
Luego viene una serie de tres sesiones de práctica y posterior revisión que presentan sesenta imágenes más a una velocidad de la treintava parte de un segundo. Después de haber esbozado la estimación, el programa permite el estudio más detenido de los fotogramas que componen las distintas expresiones, para ejercitar así el dominio de los matices que distinguen la tristeza de la sorpresa y el disgusto de la ira. Y lo mejor de todo es que el método valora cada una de las estimaciones como “correcta” o “equivocada”, proporcionando así un feedback esencial (que la vida real casi nunca nos brinda) para ejercitar los circuitos neuronales que participan en esta resbaladiza tarea.
Mis conjeturas se han basado en una vislumbre ocasional, como el destello de los dientes, la tensión en la comisura de los labios o los ojos completamente abiertos que me ha permitido determinar la presencia de la sonrisa, del desdén o del miedo, respectivamente.
Con mucha frecuencia, sin embargo, mi mente racional se ha quedado perpleja ante la exactitud de lo que sólo me parecía una mera opinión mientras que cuando, por el contrario, he tratado de explicarme por qué la imagen difusa que acababa de ver significaba tal o cual cosa —como, por ejemplo, “Seguramente esa frente levantada significa sorpresa”— estaba equivocado. Parece pues que, cuanto más he confiado en mis tripas, más en lo cierto estaba. Como afirma la ciencia cognitiva, sabemos más de lo que podemos decir o, por decirlo de otro modo, la vía inferior trabaja mejor cuando la superior está desconectada.