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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (41 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Otras investigaciones realizadas en Suecia con trabajadores de diferentes niveles y con funcionarios del Reino Unido han demostrado que, quienes ocupan los escalafones inferiores de una empresa tienen una tendencia cuatro veces superior a padecer enfermedades cardiovasculares que quienes ocupan el escalafón superior, que no se ven obligados a soportar los caprichos de sus jefes. Por otra parte, los trabajadores que se sienten injustamente criticados y cuyos jefes ignoran sus demandas presentan una tasa de enfermedades coronarias un 30 por ciento más elevada que quienes se sienten bien tratados.

En las jerarquías rígidas, los jefes tienden a ser más autoritarios y a expresar más abiertamente el desprecio hacia sus subordinados que, a su vez, experimentan una confusa mezcolanza de hostilidad, miedo e inseguridad. El insulto, un hábito demasiado frecuente en ese tipo de jefes, sirve para reafirmar su poder, al tiempo que torna indefensos y vulnerables a sus subordinados. No es de extrañar que, en tales condiciones —puesto que su salario y hasta la conservación de su puesto de trabajo dependen directamente de su jefe— el trabajador tienda a obsesionarse por la relación con su jefe e interprete como infausto cualquier intercambio que no sea manifiestamente positivo. Hablando en términos generales, la conversación con cualquier persona que ocupe un rango más elevado en el escalafón de la empresa provoca un aumento de la presión sanguínea significativamente superior al que acompaña a una conversación similar con un compañero de trabajo.

Veamos ahora los diferentes modos en que es posible gestionar este tipo de afrentas. En una relación entre pares siempre es posible enfrentarse al insulto y hasta recibir una disculpa. Cuando el insulto, sin embargo, procede de alguien que sustenta el poder, los subordinados (quizá sabiamente) suelen reprimir su ira y responder con una tolerancia resignada. Y ésta es una respuesta pasiva — que no cuestiona el insulto— que acaba confiriendo tácitamente al superior permiso para seguir actuando del mismo modo.

Quienes responden al insulto con el silencio experimentan un aumento significativo de la presión sanguínea. No es extrañar por tanto que, si los mensajes humillantes perduran a lo largo del tiempo, la persona que se reprime se sienta cada vez más ansiosa e impotente hasta caer finalmente en la depresión, una situación que, prolongada a lo largo del tiempo, aumenta considerablemente la probabilidad de desencadenar una enfermedad cardiovascular.

En un determinado estudio, por ejemplo, un centenar de hombres y mujeres llevaron consigo un aparato que registraba su presión sanguínea cada vez que mantenían una interacción. La investigación demostró que, cuando se relacionaban con familiares o amigos con los que se encontraban a gusto (es decir, cuando mantenían interacciones agradables y tranquilas), su presión sanguínea disminuía, mientras que, cuando se relacionaban con personas problemáticas, aumentaba. Pero el avance más importante tuvo lugar cuando se relacionaron con personas ambivalentes como, por ejemplo, un padre arrogante, una pareja voluble o un amigo competitivo. Pero, aunque el jefe caprichoso represente el arquetipo de esta situación, no hace más que expresar una dinámica que impregna todas nuestras relaciones.

Aunque podamos mantenernos a distancia de quienes nos resultan más desagradables, son muchas las personas con las que cotidianamente nos relacionamos que caen inevitablemente dentro de esta categoría “mixta” y que, en consecuencia, a veces nos hacen sentir muy bien y otras terriblemente mal. Las relaciones ambivalentes imponen, pues, una sobrecarga emocional, porque cada interacción resulta imprevisible y hasta, en ocasiones, potencialmente explosiva lo que requiere, en consecuencia, un esfuerzo y una vigilancia adicional.

La ciencia médica ha determinado el mecanismo biológico a través del cual las relaciones tóxicas influyen en las enfermedades cardiacas. Cierta investigación sobre el estrés en la que los voluntarios tenían que defenderse de la falsa acusación de haber robado en una tienda demostró que, mientras trataban de explicarse, sus sistemas inmunitario y cardiovascular se combinaron de manera potencialmente letal, ya que el sistema inmunológico produjo linfocitos T, mientras las paredes de los vasos sanguíneos segregaron una substancia vinculada a las células T que acelera la formación de una placa en el endotelio que obstruye las arterias.

Lo que resulta médicamente más sorprendente son los desajustes relativamente pequeños que pueden desencadenar este mecanismo. Es por ello que, cuanto más rutinarios sean los eventos estresantes, mayor es el riesgo de padecer una enfermedad cardíaca.

La cadena causal

Es muy interesante descubrir la existencia de una correlación general entre las relaciones estresantes y la falta de salud e identificar uno o varios eslabones de las posibles cadenas causales. Pero, a pesar de que las investigaciones realizadas sugieran ocasionalmente la implicación de determinados mecanismos biológicos, los médicos suelen mantener una actitud muy escéptica e insistir en la existencia de factores causales muy diversos. Es posible, por ejemplo, que las relaciones problemáticas lleven a alguien a beber o fumar en demasía o a padecer de insomnio, lo que también podría ser una causa inmediata de mala salud. Es por ello que la investigación ha seguido rastreando la existencia de un vínculo biológico más claro y ajeno a este tipo de razones.

Consideremos el caso de Sheldon Cohen, psicólogo de la Carnegie Mellon University, que probablemente sea la persona que más resfriados ha contagiado. Pero no se trata de que Cohen sea un malvado, porque su investigación se halla al servicio de la ciencia. En condiciones rigurosamente controladas, la investigación dirigida por Cohen ha expuesto sistemáticamente a los sujetos voluntarios a un rinovirus que provoca el resfriado común, con la intención de determinar las causas que provocan, en un tercio de las personas expuestas, una amplia diversidad de síntomas, mientras las demás, por su parte, sólo experimentan una leve congestión nasal.

El método desarrollado por Cohen es muy estricto, colocando a los voluntarios en cuarentena veinticuatro horas antes de la exposición, para asegurarse de que no han pillado el resfriado en otra parte. Durante los siguientes cinco días (y tras recibir 800 dólares), los sujetos permanecen en una unidad especial con otros voluntarios, manteniendo entre sí una distancia mínima de un metro, para asegurarse de que no se infectan.

Durante esos cinco días, sus secreciones nasales fueron analizadas en busca de datos técnicos (como el peso total de sus mucosidades), se verificó también la presencia de los rinovirus específicos y se les realizó un análisis de sangre para determinar la presencia de posibles anticuerpos. Así fue como Cohen tomó una medida del resfriado mucho más exacta que la mera cantidad de estornudos y el catarro nasal.

Sabemos que los bajos niveles de vitamina, el tabaco y el insomnio incrementan la probabilidad de infección. ¿Cabe también agregar, a esos factores, las relaciones estresantes? Según Cohen, la respuesta a esta pregunta es claramente positiva.

El riguroso método seguido por Cohen asigna valores numéricos muy concretos a los factores que hacen que una persona se resfríe, mientras que otra permanece sana. Los resultados de su investigación han puesto de relieve que quienes mantienen relaciones más conflictivas son dos veces y media más proclives a desarrollar la enfermedad que los demás, un resultado que ubica a las relaciones problemáticas en el mismo rango causal que la falta de vitamina C o los problemas de insomnio (mientras que el hecho de fumar, el más dañino de los hábitos, los tornaba tres veces más proclives a sucumbir a la enfermedad). También hay que decir que, en este sentido, los conflictos que duran un mes o más aumentan la susceptibilidad a la enfermedad, mientras que aquellos que tienen un carácter ocasional no ponen el peligro la salud.

Aunque las discusiones continuas son malas para la salud, permanecer aislados todavía es peor. Si los comparamos con quienes poseían una amplia red de relaciones sociales, los que mantenían pocas relaciones era 4,2 veces más proclives a resfriarse, convirtiendo a la soledad en un factor de riesgo todavía más importante que el hecho de fumar.

Parece, pues, que cuanto mayor es nuestro ámbito de relaciones, menor es nuestra vulnerabilidad al resfriado. Tal vez, si tenemos en cuenta que el hecho de relacionarnos aumenta la probabilidad de contraer la enfermedad, esta idea nos parezca contraintuitiva, pero no debemos olvidar que las relaciones sociales movilizan los estados de ánimo positivos, al tiempo que reducen la incidencia de los negativos, eliminando el cortisol y aumentando nuestra respuesta inmunológica en condiciones de estrés. Así pues, las relaciones parecen protegernos del mismo riesgo de exposición al resfriado que promueven.

La percepción de la maldad

Son muchas las personas que, como Elysa Yanowitz, se sienten humilladas en el ámbito laboral. En cierta ocasión, por ejemplo, recibí el siguiente correo electrónico de una mujer que trabajaba en una empresa farmacéutica: «Tengo problemas con mi jefa, que me parece una persona muy desagradable. Ella es amiga de toda la jerarquía superior y, por primera vez en toda mi carrera profesional, mi confianza empieza a tambalearse y me siento impotente. Creo que el estrés está enfermándome».

¿Estaba esa mujer suponiendo simplemente la existencia de un vínculo causal entre el trato que recibía de su jefa y su enfermedad física?

Veamos. Este caso concuerda perfectamente con las conclusiones de un metaanálisis de doscientos ocho estudios que incluían a 6.153 individuos sometidos a muy diversos factores estresantes, que iban desde hallarse sumidos en entornos muy ruidosos y desagradables hasta enfrentamientos con personas realmente aborrecibles. Las conclusiones de ese metaanálisis —realizado por Margaret Kemeny, experta en medicina conductual de la facultad de medicina de la University of California de San Francisco y su colega Sally Dickerson— han puesto de relieve que la peor de todas las formas de estrés consiste en asistir impotentes a las crítica de alguien, como ilustran perfectamente los casos de Yanowitz y de la empleada de la empresa farmacéutica que acabamos de referir. Como me dijo la misma Kemeny, las amenazas y los retos son más estresantes «cuando tienen lugar en público y uno se siente juzgado».

Todos los estudios considerados valoraban las reacciones al estrés en función del aumento en la tasa de cortisol. La investigación demostró que los niveles más elevados de cortisol se presentaban cuando el voluntario debía realizar una tarea difícil —como restar 17 de 1242 y seguir sustrayendo 17 del resultado obtenido en voz alta lo más rápidamente posible— bajo la atenta mirada de alguien que debía enjuiciar su desempeño. Resulta muy curioso que, en los casos en que el sujeto debía realizar la misma tarea sin verse, no obstante, sometido al juicio de nadie, la tasa de cortisol fuese casi tres veces inferior.

Supongamos ahora, por ejemplo, que usted se halla en una entrevista de trabajo y que, mientras expone sus habilidades y su experiencia social al respecto, el entrevistador le contempla con una expresión seria y distante tomando notas en su cuaderno y que luego, para empeorar todavía más las cosas, empieza a hacer comentarios críticos que restan importancia a sus habilidades.

Ésta fue, precisamente, la endiablada situación que se vieron obligados a atravesar los voluntarios de un experimento sobre el estrés social que, en realidad, creían haber acudido a una entrevista de trabajo. Desarrollada por investigadores de Trier (Alemania), esta difícil prueba ha acabado utilizándose en los laboratorios de todo el mundo, porque sus resultados son muy interesantes. El laboratorio de Kemeny ha empleado una variante del experimento de Trier para valorar el impacto biológico del estrés social.

Dickerson y Kemeny sostienen la opinión de que el hecho de sentirnos evaluados amenaza nuestra “identidad social”, es decir, el modo en que nos vemos a nosotros mismos a través de los ojos de los demás. Esta sensación de valor y estatus social —y también, en consecuencia, de autoestima— se deriva de los mensajes acumulados que nos transmiten los demás sobre el modo en que nos perciben. Este tipo de amenazas a la posición que los demás nos atribuyen tienen un poderoso impacto en nuestro funcionamiento biológico y hasta en nuestra supervivencia. Después de todo, la ecuación inconsciente es que, si los demás nos consideran indeseables, no sólo nos sentimos avergonzados, sino también rechazados.

La actitud enervante y hostil de un entrevistador activa el eje HPA y desencadena algunas de las tasas más elevadas de cortisol que cualquier simulación estresante de laboratorio haya provocado jamás. El test del estrés social estimula mucho más la secreción de cortisol que el paradigma habitualmente utilizado en este tipo de experimentos, en el que los voluntarios se ven obligados a llevar a cabo una serie de problemas matemáticos cada vez más complejos en situaciones de gran tensión ambiental, con un ruido de fondo ensordecedor y en el que, pese a que un molesto timbre nos avisa puntualmente de todos nuestros errores, no hay nadie que nos esté juzgando. Y es que las situaciones problemáticas impersonales se olvidan muy fácilmente, pero las críticas acaban avergonzándonos.

Pero no es necesario, para que nuestra tasa de cortisol experimente un rápido aumento, que alguien nos enjuicie externamente, porque los mismos efectos aparecen también en presencia de un juez simbólico que sólo existe en nuestra mente. En este sentido, la audiencia virtual puede afectar al eje HPA tan poderosamente como el público real porque, según Kemeny «en el momento en que usted piensa en sí mismo, crea una representación interna que, a su vez, actúa sobre su cerebro» del mismo modo en que lo haría la realidad que representa.

La indefensión aumenta la sensación de estrés. En los estudios sobre el cortisol analizados por Dickerson y Kemeny, las peores amenazas fueron aquéllas que superaban la capacidad de la persona para hacerles frente. Y, cuando la amenaza se mantiene independientemente de nuestros esfuerzos, los niveles de cortisol se disparan, una situación que se asemeja a la que deben atravesar quienes se sienten objeto de críticas injustificadas o las dos mujeres que sufrieron acoso laboral de las que anteriormente hablábamos. Es por ello que la crítica, el rechazo y el acoso mantienen el eje HPA, por así decirlo, en superdirecta.

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