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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (40 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Es evidente, por otra parte, que el vínculo negativo constituye un mal presagio. En este sentido, las parejas más insatisfechas tendieron a sintonizar más estrechamente sus emociones durante las discusiones y, cuanto más negativos se mostraron, menor resultó ser la estabilidad de la relación. Especialmente nocivas fueron las expresiones de disgusto y de desprecio. El desprecio va mucho más allá de la mera crítica y acaba plasmándose, muy a menudo, en forma de un insulto rotundo a alguien a quien relegamos a un plano inferior. Es por ello que el desprecio transmite a la pareja el mensaje de que no merece nuestra empatia y mucho menos todavía, obviamente, nuestro amor.

Este tipo de vínculo tóxico es todavía peor cuanto mayor es la exactitud empática de los esposos. Saben exactamente el malestar que experimenta el otro, pero no se preocupan en ayudarle. Como dijo cierto abogado experimentado en divorcios, «la indiferencia —que consiste en despreocuparse del otro y no prestarle la menor atención— es una de las peores formas de crueldad conyugal».

También son muy dañinas las pautas en la que un disgusto desencadena otro, la angustia que aboca al sufrimiento y la tristeza, el enfrentamiento directo (‘¿Pero cómo puedes decirme eso?’) y las interrupciones que impiden que el otro termine de hablar. Todas estas pautas son claros predictores de que la pareja acabará rompiéndose, ya sea antes o después de casarse. La mayoría de las parejas investigadas en ese estudio se separaron al cabo de un año y medio después de la primera sesión.

Como me dijo John Gottman: «El predictor más importante de la estabilidad y duración de una pareja que todavía no se ha casado tiene que ver con los buenos sentimientos que comparte; en el caso de los matrimonios se trata del modo en que gestionan sus conflictos y, durante los últimos años de un largo matrimonio, vuelve a girar en torno a los buenos sentimientos».

La monitorización fisiológica de las discusiones de una pareja de sesenta años sobre algo que les gusta ha puesto de relieve un aumento progresivo de su alegría, un grado de resonancia que no se alcanza en las parejas de cuarenta, lo que parece indicar que las parejas satisfechas de sesenta se hallan más conectadas que las de mediana edad.

Los estudios exhaustivos realizados por Gottman sobre parejas casadas le han llevado a extraer la conclusión engañosamente simple de que la ratio momentos positivos/momentos negativos tiene un extraordinario valor predictivo. En este sentido, una ratio de cinco a uno constituye un excelente predictor de la estabilidad de la relación.

Pero esta ratio no sólo predice la longevidad de la relación, sino también la salud física de la pareja. Como ya hemos visto, nuestras relaciones contribuyen a configurar el entorno que activa o desactiva ciertos genes, podremos contemplar nuestras relaciones íntimas desde una perspectiva radicalmente nueva. Así pues, la red invisible de la relación tiene consecuencias biológicas muy importantes en nuestros vínculos más próximos.

QUINTA PARTE

LAS RELACIONES SANAS

CAPÍTULO 16

EL ESTRÉS ES SOCIAL

Cuando, una semana antes de su boda, el novelista ruso León Tolstoy — que, por aquel entonces, tenía treinta y cuatro años— dejó leer a su prometida Sonya —de tan sólo diecisiete— su diario personal, ésta se quedó desolada al enterarse de la conflictiva y disoluta vida sexual de su futuro marido, que incluía un apasionado romance con una vecina con la que había llegado a tener un hijo ilegítimo.

Pocos días después, Sonya —en plenos preparativos para la boda— escribió en su diario la siguiente entrada: «Le gusta atormentarme y verme llorar... ¿Qué está haciéndome? De este modo, acabaré alejándome de él y amargándole la vida».

Ese comienzo tan poco auspicioso jalonó el preludio emocional de un matrimonio que duró cuarenta y ocho años. La tumultuosa y épica batalla conyugal de los Tolstoy se vio puntuada por largas treguas en las que Sonya dio a luz a trece hijos y desentrañó y pasó a limpio el manuscrito de las veintiún mil páginas de las novelas de León, incluidas Guerra y Paz y Ana Karenina.

A pesar de la devota entrega de su esposa, León escribió ese mismo año en su diario, refiriéndose a Sonya «Su injusticia y su egoísmo me asustan y atormentan», mientras que ella hablaba de León en los siguientes términos: «¿Cómo puedo amar a un insecto que parece disfrutar picándome?»

A mitad de su vida, las entradas de sus diarios se referían a su matrimonio como un infierno insoportable, como si fuesen dos enemigos viviendo bajo el mismo techo y, poco antes de la noche en que León murió mientras se alejaba de casa, Sonya escribió: «No hay día en que mi corazón no reciba algún que otro golpe —agregando—, golpes que, con toda seguridad, acortan mi vida».

¿Estaba Sonya en lo cierto al afirmar que las relaciones tormentosas acortan la vida? No parece ser ésa, al menos, la conclusión que nos sugiere el caso de los Tolstoy, porque León vivió hasta los ochenta y dos años y Sonya le sobrevivió otros nueve, muriendo a los setenta y cuatro.

El efecto de factores epigenéticos “blandos” —como las relaciones, por ejemplo— sobre la salud sigue siendo una cuestión científicamente muy elusiva. El único modo de establecer la existencia de esos efectos y su importancia requiere de la observación y el seguimiento, a lo largo de muchos años, de miles de personas. Los estudios que sugieren que la cantidad de relaciones que mantenemos constituye un predictor de la salud olvidan que lo que verdaderamente cuenta no es tanto la cantidad como la calidad. Y es que, en lo que respecta a sus efectos sobre la salud, el número de vínculos sociales que mantenemos resulta mucho menos importante que el clima emocional que las alienta.

El ejemplo de Tolstoy ilustra que las relaciones pueden convertirse fácilmente tanto en una fuente de angustia como de alegría. En el mejor de los casos, el apoyo emocional que nos proporcionan nuestros allegados tiene un impacto positivo sobre la salud, un efecto que se pone claramente de relieve en las personas que poseen una salud frágil. Cierta investigación realizada con personas mayores hospitalizadas por insuficiencia cardíaca congestiva, por ejemplo, descubrió en quienes afirmaban mantener relaciones afectuosas una probabilidad de recaída tres veces inferior que en aquéllos que carecían de ellas.

En este sentido, el amor parece ser un factor muy importante. Como ha puesto de relieve otra investigación realizada al respecto, los varones que sufren de una enfermedad coronaria que les obliga a someterse a una angiografía y tienen menos apoyo de sus seres queridos experimentan un 40 por ciento más de bloqueos que quienes dicen tener relaciones más afectuosas. Son muchos, por otra parte, los estudios epidemiológicos que consideran a las relaciones tóxicas como un factor de riesgo de enfermedad y muerte tan importante como el tabaco, la elevada presión sanguínea, el colesterol, la obesidad y la falta de actividad física. Y esta relación opera de modos diferentes, protegiéndonos de la enfermedad e intensificando los estragos causados por la enfermedad y la vejez.

A decir verdad, las relaciones sólo nos cuentan una parte de la historia... porque los factores de riesgo son muchos y muy diversos, desde la susceptibilidad genética hasta el tabaco. Pero todos los datos de que actualmente disponemos parecen coincidir en subrayar el importantísimo papel que, entre todos ellos, desempeñan nuestras relaciones. Y ahora, gracias a esta especie de eslabón perdido que es el cerebro social, la ciencia médica ha empezado a esbozar la influencia biológica que sobre nuestra salud tienen, para bien o para mal, las relaciones que mantenemos.

Una guerra de todos contra todos

“Hobbes” era el nombre con el que los investigadores bautizaron a un mandril macho al que observaron mientras atacaba a un grupo de congéneres que vivía en las selvas de Kenia. Ejemplificando perfectamente el espíritu adusto de su tocayo —el filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes según el cual, la vida, bajo el barniz de la civilización, es «sucia, brutal y mezquina»—, ese mandril luchó con uñas y dientes hasta alcanzar la cúspide de la jerarquía de la manada.

Los investigadores valoraron el impacto de Hobbes sobre los otros machos determinando su tasa de cortisol en sangre y resultó evidente que su salvaje agresividad reverberó a través de los sistemas endocrinos de los machos con los que tuvo que pelear para conseguir su objetivo.

En situaciones de estrés, la glándula adrenal libera cortisol, una de las hormonas que el cuerpo necesita para movilizarse y enfrentarse a una emergencia. Estas hormonas tienen efectos muy diversos en el cuerpo y entre ellos se cuentan algunos que resultan adaptativos a corto plazo para la curación de las lesiones.

Habitualmente necesitamos una tasa moderada de cortisol, que opera como una especie de “combustible” biológico para nuestro metabolismo y contribuye a regular el sistema inmunitario. Pero si la tasa del cortisol en sangre permanece demasiado elevada durante demasiado tiempo, nuestra salud acaba resintiéndose. Y debemos recordar que la secreción crónica de cortisol (y otras hormonas relacionadas) está muy ligada a las enfermedades cardiovasculares, al deterioro de la función inmunitaria, a la diabetes, a la hipertensión y hasta a la destrucción de las neuronas del hipocampo, lo que acaba menoscabando la memoria.

Pero el cortisol no sólo provoca disfunciones en el hipocampo, sino que también influye en la amígdala, estimulando el crecimiento de las dendritas que responden al miedo. Además, el aumento de cortisol también afecta a la capacidad de regiones esenciales de la corteza prefrontal para regular las señales de miedo procedentes de la amígdala.

Son tres los grandes efectos neuronales del exceso de cortisol. Por una parte, provoca disfunciones en el hipocampo que obstaculizan el aprendizaje, sobregeneralizando el miedo a cuestiones irrelevantes (como, por ejemplo, el tono de voz). Por otra parte, activa el funcionamiento de los circuitos de la amígdala. Y, por último, impide que la región prefrontal module adecuadamente las señales procedentes de una amígdala hiperreactiva. Como resultado combinado de todo ello, la amígdala se descontrola y activa el miedo, mientras el hipocampo percibe erróneamente motivos de miedo en todas partes.

Es muy probable que, en el cerebro de los simios, este estado vaya acompañado de una hipervigilancia a indicios que revelan la presencia de un extraño como Hobbes. Ésta es una condición de hipervigilancia e hiperreactividad que, en el caso de los seres humanos, ha recibido el nombre de “síndrome de estrés postraumático”.

Los sistemas biológicos clave que vinculan el estrés a la salud son el sistema nervioso simpático (SNS) y el eje “hipotalámico-pituitaria-adrenal” (HPA). Cuando nos hallamos en una situación estresante, el SNS y el eje HPA asumen el reto, segregando hormonas que nos preparan para hacer frente a la emergencia o la amenaza. Pero para ello apelan, entre otros, a recursos procedentes de sistemas tan esenciales para la salud como el inmunitario y el endocrino, lo que puede acabar debilitándolos, ya sea durante un instante o incluso, en ocasiones, durante años.

El estado emocional activa o desactiva los circuitos del SNS y los del eje HPA generando estrés, en el peor de los casos, y felicidad, en el mejor de ellos. Y dado el poder que tienen los demás sobre nuestras emociones (a través del contagio emocional, por ejemplo), el vínculo causal va más allá de nuestro cuerpo y llega a extenderse al mundo de nuestras relaciones.

Los cambios fisiológicos asociados a los altibajos aleatorios de las relaciones no tienen, en este sentido, mucha importancia. Sólo cuando esos altibajos perduran durante muchos años pueden acabar provocando niveles elevados de estrés biológico (técnicamente conocidos como “carga alostática”) que precipitan la aparición de una enfermedad o empeoran sus síntomas.

El modo en que una determinada relación influye en nuestra salud depende de la sumatoria de interacciones emocionales positivas y negativas que tengamos a lo largo de los meses y los años. Cuanto más débiles nos hallemos —como sucede al comienzo de una enfermedad grave, durante el proceso de recuperación de un infarto o cuando alcanzamos una edad muy avanzada— más poderoso es el impacto de las relaciones en nuestra salud.

Es por todo ello que el largo y tormentoso —aunque longevo— sufrimiento de los Tolstoy no refleja tanto la norma como una notable excepción, como aquellos centenarios que achacan su longevidad a los pasteles de nata o al paquete de cigarrillos que se fuman a diario.

La toxicidad del insulto

A pesar de exponerse a perder el trabajo y, muy posiblemente también, a sufrir un episodio de hipertensión, Elysa Yanowitz se mantuvo fiel a sus principios. Cierto día, un alto ejecutivo de su empresa cosmética visitó la sección de perfumería de unos grandes almacenes de la ciudad de San Francisco y ordenó a Elysa, jefa de ventas regional, que despidiera a una de sus mejores vendedoras.

Y todo ello porque, en opinión de ese ejecutivo, la vendedora en cuestión no le parecía suficientemente atractiva o, en sus propias palabras, lo suficientemente “interesante”. Yanowitz, que no sólo consideraba a la empleada como una auténtica “estrella” de las ventas, sino como una persona perfectamente presentable, consideró la orden tan injustificada como indignante y, en consecuencia, se negó a despedirla.

Yanowitz no tardó en tener problemas con el resto de sus jefes. Aunque la empresa acababa de nombrarla jefa de ventas del año, empezaron súbitamente a reprocharle todo tipo de errores, hasta que se dio cuenta de que estaban preparando el terreno para despedirla. Fue entonces cuando sufrió un ataque de hipertensión y solicitó una baja por enfermedad... que la empresa, dicho sea de paso, aprovechó para contratar a una sustituta.

Independientemente del cauce por el que discurra la demanda interpuesta por Yanowitz contra su antigua empresa (que todavía se halla pendiente de sentencia), lo cierto es que pone de relieve la posible existencia de una relación causal entre la hipertensión y el trato recibido de sus superiores.

Veamos ahora los resultados de una investigación realizada en Gran Bretaña sobre la salud de trabajadores que, en días alternos, habían tenido dos jefes diferentes, uno con el que se relacionaban muy bien y otro al que temían. Los resultados de la investigación concluyeron que los días en que se hallaban bajo la supervisión del jefe temido, su presión sanguínea promedia sistólica y diastólica experimentó un ascenso de 13 y 6 puntos, respectivamente (de 113/75 a 126/81). Pese a hallarse todavía dentro del rango de lo aceptable, estas lecturas bien podrían, en el caso de perdurar, acabar provocando una hipertensión en las personas más propensas.

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