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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (37 page)

BOOK: Inteligencia Social
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La oxitocina alienta, tanto en el hombre como en la mujer, la mayoría de los sentimientos de cariño y placer que experimentan durante el acto sexual. Las dosis masivas de oxitocina liberadas durante el orgasmo, después del cual un flujo de agentes químicos parece avivar la ternura y poner, durante un tiempo, a mujeres y hombres en la misma longitud de onda amorosa. También hay que decir que la secreción de oxitocina sigue siendo muy intensa después del clímax, especialmente durante los arrumacos que suceden al coito.

La tasa de oxitocina aumenta considerablemente, en especial en los hombres, durante el período “refractario” que sigue al orgasmo, cuando es frecuente no poder mantener la erección. Resulta sorprendente que, al menos en las ratas (y, posiblemente también, en el caso de los seres humanos), la gratificación sexual aliente, en el macho, una triplicación de los niveles de oxitocina, un cambio cerebral que parece aproximar el funcionamiento químico de los cerebros masculino y femenino. En cualquiera de los casos, parece que otra de las funciones de la oxitocina es la de proporcionar un período de relajación que posibilita el establecimiento del vínculo.

Los circuitos del deseo también predisponen a la pareja para la siguiente cita. El hipocampo, una estructura crucial para el almacenamiento de la memoria, posee neuronas ricas en receptores de AVP y también de oxitocina. La AVP parece grabar con especial intensidad, en el caso en los hombres, la imagen tentadora de la pareja haciéndola particularmente memorable. La oxitocina liberada durante el orgasmo también intensifica el recuerdo, grabando en la mente la imagen de la persona amada.

Pero, por más que nuestra actividad sexual dependa fundamentalmente de todos estos mecanismos bioquímicos primordiales, no debemos olvidar que los centros cerebrales de la vía superior también ejercen su influencia y que ésta no siempre es compatible. Los sistemas cerebrales que, durante milenios, han permitido la supervivencia de nuestra especie, parecen actualmente vulnerables a los conflictos y tensiones que pueden acabar convirtiendo al amor en una empresa yerma.

El deseo implacable

Consideremos el caso de una abogada hermosa e independiente que vivía con un escritor que trabajaba en casa. Cada vez que ella regresaba del trabajo, su novio abandonaba lo que estuviera haciendo y empezaba a revolotear a su alrededor. Una noche, cuando ella estaba a punto de acostarse, él le hizo furiosamente el amor antes de darle incluso la oportunidad de meterse entre las sábanas.

—¡Lo único que necesito es un poco de espacio desde el que poder quererte! —respondió ella pero él, sintiéndose herido, la amenazó con irse a dormir al sofá.

Este pequeño episodio ilustra claramente la otra cara del vínculo y es que puede resultar sofocante. El objetivo del vínculo no consiste tanto en que nuestros pensamientos y sentimientos permanezcan conectados de continuo, sino en disponer también del tiempo necesario para estar a solas cuando así lo necesitemos. Este ciclo de conexión-desconexión permite el adecuado equilibrio entre las necesidades del individuo y las de la pareja. Como dice cierto terapeuta de familia: «Cuanto más separados puedan estar los miembros de una pareja, más juntos podrán estar».

Cada una de las grandes expresiones que asume el amor —el apego, el deseo y el cuidado— deja una impronta biológica diseñada para mantener unidos a los miembros de la pareja con su aglutinante químico concreto. Cuando están de acuerdo, el amor se fortalece pero, cuando entran en conflicto, puede llegar a zozobrar.

Veamos ahora los problemas que implican los desajustes entre estos tres grandes sistemas biológicos como sucede, por ejemplo, en la tensión existente entre el apego y el sexo. Esa desconexión aparece, por ejemplo, cuando uno de los miembros de la pareja se siente inseguro o, peor todavía, cuando tiene celos y teme verse abandonado. Desde una perspectiva neurológica, cuando el sistema del apego se inclina hacia la ansiedad, inhibe la actividad de los otros dos, un problema que puede acabar corroyendo el deseo sexual y apagar de un soplo, al menos provisionalmente, el cuidado afectuoso.

La fijación obsesiva del novio en la abogada del caso con el que iniciábamos la presente sección se asemeja al implacable deseo del bebé que ignora los sentimientos y las necesidades de su madre. Este tipo de deseos arcaicos aflora también durante el acto sexual, cuando la pasión lleva a los amantes a explorar el cuerpo del otro con el mismo ímpetu con el que lo haría un niño.

Como ya hemos dicho, las raíces infantiles de la intimidad reflotan en los nombres cariñosos y la vocecilla aguda con que se hablan, un tipo de conducta que, según los etólogos, activa en el cerebro de los amantes las respuestas parentales del cuidado y la ternura. La diferencia entre el deseo de un niño y el de un adulto, no obstante, reside en la capacidad empática adulta, que combina la pasión con la compasión o, cuanto menos, con el respeto.

Es por ello que Mark Epstein, el psiquiatra que trataba a la abogada en cuestión, sugirió a su novio la posibilidad de ralentizar lo suficiente el paso como para permitirle conectar con las emociones de su pareja y proporcionarle así el suficiente espacio psicológico para que ella pudiese mantenerse en contacto con su deseo. Esa reciprocidad del deseo —y del mantenimiento del vínculo que les unía— acabó proporcionándole una fórmula para devolver a la mujer la pasión que había perdido.

Todo esto nos retrotrae a la conocida pregunta de Freud, “¿Qué es lo que quiere la mujer?” que Epstein responde diciendo “Quiere que su pareja se preocupe por lo que ella quiere”.

El “ello” consensual

Anne Rice, conocida autora de novelas de vampiros —y de novelas eróticas escritas bajo seudónimo— recuerda que, durante su infancia, ya tenía vívidas fantasías sadomasoquistas.

Una de sus fantasías más tempranas giraba en torno a elaboradas escenas de efebos griegos que se veían sometidos al papel de meros esclavos sexuales. Se sentía fascinada por la homosexualidad masculina y, siendo adulta, se sintió muy atraída por la cultura homosexual y tuvo muchos amigos gays.

Éste es el material básico con que Rice elabora sus historias, cuyas novelas de vampiros, salpicadas de episodios eróticos homosexuales, siguen la pauta del universo romántico característico del escenario gótico. Y, en sus novelas eróticas, escritas bajo seudónimo, detalla actividades sadomasoquistas en las que intervienen ambos sexos. Aunque no a todo el mundo le agraden este tipo de fantasías sexuales, todas ellas caen, según los investigadores, dentro del rango de la ensoñación erótica de la gente normal y corriente.

Las exuberantes escenas sexuales que Rice describe con todo detalle no son, en un sentido normativo, “aberrantes”, porque todos los estudios que se han realizado al respecto ponen de manifiesto que pueblan el universo fantástico tanto de hombres como de mujeres. Una determinada encuesta, por ejemplo, ha descubierto que las fantasías sexuales más frecuentes incluyen revivir un encuentro sexual excitante, imaginar que practicamos sexo con nuestra pareja o con otra persona, practicar sexo oral, hacer el amor en un lugar romántico, ser irresistible y también verse sometido sexualmente.

Son muchas las fantasías sexuales que acompañan a una sexualidad sana y que ofrecen una fuente de estímulo adicional que intensifica la excitación y el placer. Y esto, cuando ambas partes están de acuerdo, puede conducir —por más que algunos consideren que presenta ribetes demasiado crueles— a fantasías más extrañas todavía que las descritas por Rice.

Mucho hemos avanzado desde que, hace un siglo, Freud proclamó que «la persona feliz nunca imagina, sino tan sólo la insatisfecha». Una fantasía, a fin de cuentas, no es más que eso, una imaginación vívida. Como dice Rice, por más que haya contado con numerosas oportunidades para hacerlo, jamás ha llevado a la práctica sus fantasías. Y es que, aunque no acaben llevándose a la práctica con otra persona, las fantasías sexuales tienen su utilidad. Los estudios originales de Alfred Kinsey (que, retrospectivamente considerados, representaban una muestra sesgada) evidenciaban que el 89 por ciento de hombres y el 64 por ciento de las mujeres admitían tener fantasías sexuales durante la masturbación, un descubrimiento sorprendente para una época aparentemente tan tranquila como la década de los cincuenta, pero demasiado normalito para la actualidad. Como puso, por vez primera, de relieve el bueno del profesor Kinsey, las fantasías sexuales de los hombres y de las mujeres son mucho más frecuentes que lo que públicamente suele admitirse.

Los tabúes sociales que —a pesar del show de Jerry Springer y de la ubicuidad de los sitios porno de Internet— siguen presentes explican que la incidencia real de estas distintas tendencias supere lo que habitualmente se admite. Los investigadores de la conducta sexual dan por sentada la realidad de las estadísticas basadas en los datos aportados por los encuestados. Un determinado estudio en el que se pidió a universitarios de ambos sexos que llevasen a cabo un estricto registro de los pensamientos y fantasías eróticas concluyó que los varones y las mujeres pensaban en el sexo unas siete veces y entre cuatro y cinco veces al día, respectivamente. En otros estudios centrados en los mismos datos, los hombres afirmaban no tener más de una fantasía sexual al día, mientras las mujeres parecían hacerlo una vez por semana.

Veamos ahora el número de mujeres y hombres que admiten haber tenido fantasías sexuales durante el coito. Si bien, en el resto de las situaciones sexuales, los hombres tienden a tener más fantasías que las mujeres, las fantasías durante el coito parecen estar más equilibradas—un 94 por ciento de mujeres y un 92 por ciento de hombres— (aunque otros informes rebajan estas cifras hasta un 47 y un 34 por ciento, respectivamente).

Cierto estudio ha puesto de relieve que, si bien tener relaciones sexuales con la propia pareja es una fantasía bastante frecuente mientras todavía no han hecho el amor, la fantasía más común durante el coito consiste en imaginar que se practica el sexo con otra persona. Estos datos han llevado a un bromista a señalar que, cuando una pareja hace el amor, son cuatro las personas involucradas, dos reales y otras dos que sólo existen en su imaginación.

La mayoría de las fantasías sexuales consideran al otro como un mero objeto, un ser exclusivamente diseñado para adaptarse a nuestra pasión preferida, sin tener en cuenta lo que éste podría querer. Pero, en el dominio de la fantasía, todo está permitido.

Llevar a la práctica una fantasía sexual compartida es, en sí mismo, un acto de convergencia que establece una clara diferencia entre “representar” la fantasía con alguien que participa deliberadamente en ella e imponerla a un “ello”. Si los participantes están de acuerdo y así lo desean, aun el aparente escenario “yo-ello” puede generar un entorno de intimidad. Y es que, en las circunstancias adecuadas y cuando es mutuamente consentido, considerar al amante como un “ello” puede perfectamente formar parte del juego sexual.

Como dice cierto psicoterapeuta: «Una buena relación sexual es como una buena fantasía sexual», excitante, pero segura. Y luego añade que, cuando las necesidades emocionales de la pareja son complementarias, la química resultante —como las fantasías que se entremezclan— puede contribuir a generar una excitación que contrarresta el desgaste del interés sexual provocado por el paso de los años.

La empatía y la comprensión que se muestran los miembros de la pareja determina la diferencia existente entre el juego y la realidad. Si ambos acometen el acto de amor como un juego, su misma aceptación de la fantasía del otro proporciona un marco de referencia empático y reconfortante. Cuando la pareja se adentra deliberadamente en el terreno del “como si “—el marco de referencia que establece que algo no es más que un juego—, el vínculo que mantienen dentro de la realidad imaginada no sólo intensifica el placer, sino que su misma predisposición hacia el otro expresa una aceptación radical que constituye un acto implícito de cuidado.

Cuando el sexo se objetiva

Veamos ahora el siguiente ejemplo de manual con el que determinado psicoterapeuta ilustra la vida amorosa de un narcisista patológico:

Tiene veinticinco años, es soltero, se encapricha de todas las mujeres que conoce y tiene poderosas y obsesivas fantasías con cada una de ellas. Pero lo cierto es que siempre repite la misma pauta porque, al cabo de unas pocas citas, se siente decepcionado y acaba descubriendo repentinamente que su amante es estúpida, dependiente o físicamente desagradable.

Cuando llegaron las Navidades y se sintió solo, por ejemplo, se cansó de persuadir a su novia del momento —a la que, por cierto, sólo conocía desde hacía unas pocas semanas— para que no fuese a visitar a su familia y se quedara con él y, cuando ella se negó, la atacó enfurecido y decidió no volver a verla.

El narcisista tiene la idea equivocada de que las reglas y fronteras ordinarias no se aplican a él. Y esto significa, como ya hemos visto, que cree tener derecho a mantener relaciones sexuales con una mujer que le excita, por más que ella afirme explícitamente que no lo quiere, por ello no duda incluso en emplear la fuerza para conseguirlo.

Recordemos que la falta de empatía es, junto al egocentrismo y la tendencia a abusar de los demás, uno de los rasgos característicos del narcisista. No deberíamos sorprendernos, por tanto, de que los narcisistas asuman actitudes que les llevan a justificar el uso de la violencia diciéndose que la víctima “estaba pidiéndoselo “o que, cuando una mujer dice “no”, realmente quiere decir “sí”. Los universitarios narcisistas de nuestro país, por ejemplo, suelen creer que “la chica que deja que los besos y caricias vayan más allá de la cuenta es la responsable de que su pareja acabe forzándola a mantener relaciones sexuales”. Para algunos hombres, esa creencia justifica explícitamente la llamada “violación por acompañante”. en la que el hombre obliga a la mujer con la que ha estado besándose a seguir adelante, a pesar de sus protestas.

El predominio de este tipo de actitudes entre algunos hombres explica parcialmente por qué, en torno al 20 por ciento de las mujeres de nuestro país afirman haberse visto obligadas por sus maridos, sus novios o cualquier persona de la que, en aquel tiempo, estaban enamoradas, a mantener una relación sexual no deseada. La misma encuesta puso de relieve que el número de mujeres que habían sido obligadas, por alguien a quien amaban, a mantener relaciones sexuales a la fuerza era más de diez veces superior a las que habían sido víctimas de una violación por parte de un desconocido.

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