Inteligencia Social (3 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

BOOK: Inteligencia Social
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Esta visión más expandida nos lleva a incluir en la inteligencia social capacidades como la empatía y el interés por los demás que enriquecen las relaciones interpersonales. Es por ello que, en este libro, tengo en cuenta una segunda definición más amplia que Thorndike también propuso para nuestra aptitud social, es decir, la capacidad de «actuar sabiamente en las relaciones humanas».

La receptividad social del cerebro nos obliga a ser sabios y a entender no sólo el modo en que los demás influyen y moldean nuestro estado de ánimo y nuestra biologia, sino también el modo en que nosotros influimos en ellos. En realidad, uno de los modos de valorar esta especial sensibilidad consiste en considerar el impacto que los demás tienen en nosotros y el que nosotros tenemos en sus emociones y en su biología.

La influencia biológica pasajera que una persona tiene sobre otra nos sugiere una nueva dimensión de la vida bien vivida: comportarnos de un modo que resulte beneficioso, aun a nivel sutil, para las personas con las que nos relacionamos.

Esta perspectiva arroja una nueva luz sobre el mundo de las relaciones y nos obliga a pensar en ellas de un modo radicalmente diferente, porque sus implicaciones tienen un interés que va mucho más allá del ámbito exclusivamente teórico y exige una revisión del modo en que vivimos.

Antes de explorar estas grandes implicaciones, sin embargo, volvamos al comienzo de esta historia y veamos la sorprendente facilidad con la que nuestros cerebros se relacionan e intercambian emociones como si de un virus se tratara.

CAPÍTULO 1

LA ECONOMÍA EMOCIONAL

Cierto día llegaba con retraso a una reunión en el centro de Manhattan y, como andaba buscando un atajo, me metí en el patio interior de un rascacielos con la intención de salir por una puerta que había divisado al otro lado y adelantar así unos minutos.

Pero, en el mismo momento en que entré en el vestíbulo del edificio y me encontré ante una fila de ascensores, apareció súbitamente un guarda jurado que, moviendo los brazos, me gritó: “¡Usted no puede estar aquí!”

—¿Por qué? —pregunté, sorprendido.

—¡Porque ésta es una propiedad privada! ¡Es una propiedad privada!— gritó, notoriamente agitado.

Entonces me di cuenta de que había entrado inadvertidamente en una zona de acceso restringido que no estaba adecuadamente señalizada.

—No me hubiera equivocado —sugerí, en un débil intento de infundir un poco de razón— si en la puerta hubiera una señal que dijese “Prohibida la entrada”.

Pero mi comentario no sólo no le tranquilizó, sino que pareció enfurecerle todavía más.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó.

Entonces me marché, inquieto, mientras su ira siguió reverberando en mis tripas durante varias calles.

Cuando una persona vomita sobre otra sus sentimientos negativos — mediante explosiones de ira, amenazas u otras muestras de indignación o desprecio— activa en ella los mismos circuitos por los que discurren estas inquietantes emociones, un hecho cuya consecuencia neurológica consiste en el contagio de esas mismas emociones. Porque hay que decir que las emociones intensas constituyen el equivalente neuronal de un resfriado y se “contagian” con la misma facilidad con que lo hace un rinovirus.

El subtexto emocional en el que se halla inserta cualquier interacción permite que, independientemente de lo que hagamos, el otro se sienta un poco (o un mucho) mejor o un poco (o un mucho) peor, como me sucedió a mí en el caso con el que iniciábamos este capítulo. Por otro lado, la inercia del estado de ánimo perdura, a modo de rescoldo emocional —o, en mi caso, de incendio emocional—, bastante más allá de la conclusión del encuentro.

Estas transacciones tácitas conducen a lo que podemos considerar como una especie de economía emocional, es decir, el balance de ganancias y pérdidas internas que experimentamos en una determinada conversación, con una determinada persona o en un determinado día. Es por ello que el saldo de sentimientos que hayamos intercambiado determina, al caer la noche, la clase de día —“bueno” o “malo”— que hayamos tenido.

Esta economía interpersonal se halla presente en cualquier interacción social que vaya acompañada de una transferencia de sentimientos es decir, casi siempre. Son muchas las versiones que asume esta especie de judo interpersonal, pero todas ellas se reducen a la capacidad de transformar el estado de ánimo de los demás y viceversa. Cuando le hago fruncir el ceño, evoco en usted la preocupación y, cuando usted me hace sonreír, me siento feliz, en un intercambio oculto en el que las emociones pasan de una persona a otra, esperanzadoramente con las mejores intenciones.

Una de las desventajas del contagio emocional tiene lugar cuando nos vemos obligados a vivir un estado negativo por el simple hecho de hallarnos en el momento equivocado y con la persona equivocada, como me sucedió a mí al convertirme en víctima involuntaria de la ira de ese guarda jurado. De este modo, las explosiones emocionales pueden convertir a un mero espectador en la víctima inocente del estado negativo de otra persona.

Durante esas situaciones, nuestro cerebro busca automáticamente indicios de peligro, generando un estado de hipervigilancia generado básicamente por la activación de la amígdala, una región en forma de almendra que se halla ubicada en el cerebro medio y desencadena las respuestas de lucha, huida o paralización ante el peligro. El miedo es, de todo el espectro de sentimientos, el principal movilizador de la amígdala.

Cuando la amígdala se ve activada, sus circuitos se apropian de ciertos puntos clave del cerebro, dirigiendo nuestro pensamiento, nuestra atención y nuestra percepción hacia lo que nos ha asustado. Entonces prestamos instintivamente más atención a los rostros de la gente que nos rodea en busca de sonrisas o ceños fruncidos que nos proporcionen indicios de peligro o signos de las intenciones de alguien.

Así es como la atención, impulsada por la amígdala, se centra en los indicios emocionales. Y esta intensificación de la atención constituye una especie de lubricante del contagio, alentando nuestra susceptibilidad a las emociones ajenas y acentuando también, en consecuencia, su efecto.

Hablando en términos generales, la amígdala constituye una especie de radar cerebral que llama nuestra atención hacia las cosas nuevas, desconcertantes o de las que tenemos algo que aprender. En este sentido, la amígdala constituye el sistema de alerta más rudimentario con que cuenta el cerebro y se ocupa de escrutar el entorno en busca de eventos emocionalmente intensos, en particular, de posibles amenazas. Hace mucho tiempo que la neurociencia reconoció el papel que desempeña la amígdala como centinela y desencadenante de la ansiedad, pero sólo muy recientemente nos hemos dado cuenta de la función social con la que cumple en el sistema cerebral encargado del contagio emocional.

La vía inferior: El contagio central

El hombre al que los doctores llaman “paciente X” había sufrido un par de ataques que destruyeron las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza occipital, que se ocupa del procesamiento visual. De este modo, aunque sus ojos todavía podían registrar señales, su cerebro había perdido la posibilidad de descifrarlas. A todos los efectos, el paciente X estaba completamente ciego o eso era, al menos, lo que parecía.

Las pruebas que se le hicieron presentándole formas tan diversas como círculos y cuadrados o fotografías de rostros de hombres y mujeres, demostraron que no tenía la menor idea de lo que sus ojos estaban viendo. Pero lo curioso es que, cuando se le mostraron imágenes de los rostros de personas enfadadas o alegres, no tuvo inconveniente alguno en adivinar de inmediato —en una proporción muy superior a la exclusivamente debida al azar— las emociones expresadas. ¿Qué era lo que estaba sucediendo?

Las tomografías cerebrales realizadas mientras el paciente X adivinaba los sentimientos revelaron la existencia de una ruta alternativa a la que habitualmente siguen los impulsos visuales desde el ojo hasta el tálamo (donde se dirigen todos los inputs sensoriales) y, desde él, hasta la corteza visual. Esa ruta alternativa transmite directamente la información del tálamo a la amígdala (derecha e izquierda). Luego la amígdala extrae el significado emocional de los mensajes no verbales, desde un gesto poco amistoso hasta un cambio brusco de postura o de tono de voz pocos microsegundos antes de que cobremos conciencia de lo que estamos viendo.

Pero, aunque la amígdala sea muy sensible a este tipo de mensajes, no está directamente conectada con los centros del habla y es, literalmente hablando, muda. Cuando registramos un sentimiento, recibimos señales de los circuitos neuronales que, en lugar de alertar a las áreas verbales (y permitirnos, en consecuencia, nombrar lo que sabemos), reproducen esa emoción en nuestro propio cuerpo. Es por ello que, si bien el paciente X no podía “ver” las emociones en los rostros, sí que podía sentirlas, una condición conocida como “ceguera afectiva”.

En el caso del cerebro intacto, la amígdala usa esa misma vía para interpretar las dimensiones emocionales de lo que percibe —un tono de voz alegre, un signo de ira en torno a los ojos, una postura apesadumbrada, etcétera— y procesa esa información subliminalmente, más allá del alcance de la conciencia consciente. Esta conciencia inconsciente y refleja nos proporciona indicios de la emoción, movilizando en nosotros el mismo sentimiento (o reaccionando ante él, como sucede con el miedo que despierta la visión de la ira), un mecanismo clave en el “contagio” de los sentimientos ajenos.

El hecho de que podamos provocar cualquier emoción en otra persona o viceversa pone de relieve la existencia de un poderoso mecanismo energético que posibilita la transmisión interpersonal de los sentimientos. De este modo, el contagio constituye la transacción básica en la que se asienta la economía emocional, el toma y daca de sentimientos que, independientemente de su contenido explícito, acompañan a cualquier relación interpersonal.

Consideremos, por ejemplo, el caso del cajero de supermercado que transmite su optimismo a todos sus clientes, a los que, de una manera u otra, siempre acaba arrancando una sonrisa. Ese tipo de personas constituyen el equivalente emocional de los metrónomos, que nos permiten movernos a un determinado ritmo.

Ese contagio puede ser grupal, como sucede cuando los espectadores lloran al contemplar un drama o tan sutil como el tono de una reunión en la que todo el mundo acaba de mal humor. Pero, por más que podamos percibir las consecuencias manifiestas de este contagio, solemos ignorar el modo en que se propagan las emociones.

El contagio emocional ilustra el funcionamiento de lo que podríamos denominar la “vía inferior” del cerebro. La “vía inferior” se refiere a los veloces circuitos cerebrales que operan de manera automática y sin esfuerzo alguno por debajo del umbral de la conciencia. La mayor parte de lo que hacemos parece hallarse bajo el control de grandes redes neuronales que operan a través de la “vía inferior”, algo que resulta especialmente patente en el caso de nuestra vida afectiva. A ese sistema, precisamente, debemos la posibilidad de sentirnos cautivados por un rostro atractivo o de registrar el tono irónico de un comentario.

La “vía superior”, por su parte, discurre a través de sistemas neuronales que operan de un modo más lento, deliberado y sistemático. Es por ello que podemos ser conscientes de lo que está ocurriendo y disponemos de cierto control sobre nuestra vida interna, que se halla fuera del alcance de la vía inferior. Así, por ejemplo, la vía superior se moviliza cuando pensamos cuidadosamente en el modo más adecuado de acercarnos a una persona que nos resulta atractiva o tratamos de encontrar una respuesta ingeniosa a un comentario sarcástico.

Hay quienes denominan “húmeda” (o cargada de emoción) y “seca” (o serenamente racional) a las vías inferior y superior, respectivamente. La vía inferior opera con sentimientos, mientras que la superior lo hace considerando con más detenimiento lo que está ocurriendo. La vía inferior nos permite sentir de inmediato lo que siente otra persona, mientras que la superior nos ayuda a pensar en lo que estamos sintiendo. En torno a la interacción, habitualmente muy sutil, entre estas dos modalidades de procesamiento gira toda nuestra vida social.

La vía inferior explica que una emoción pueda transmitirse silenciosamente de una persona a otra sin que nadie se ocupe conscientemente de ello. Simplificando mucho las cosas, podríamos decir que la vía inferior discurre por circuitos neuronales que pasan por la amígdala y nódulos automáticos similares mientras que la superior, por su parte, envía señales a la corteza prefrontal, centro ejecutivo del cerebro y asiento de la intencionalidad, lo que explica que podamos pensar en lo que nos está sucediendo.

La velocidad con la que estos dos caminos neuronales procesan la información es muy diferente. En este sentido, la vía inferior sacrifica la exactitud en aras de la velocidad mientras que la superior, mucho más lenta, nos proporciona una visión más exacta de lo que está ocurriendo. La vía inferior, pues, es rápida y difusa, mientras que la superior es lenta y exacta. En palabras del filósofo del siglo XX John Dewey, la primera opera en la modalidad “veloz

y ruidosa, del tipo primero actúa y después piensa”, mientras que la otra es “mucho más detallada y observadora”.

La diferente velocidad de cada una de estas vías —en donde la emocional es varias veces más rápida que la racional— nos ayuda a tomar decisiones instantáneas que quizás posteriormente lamentemos o debamos justificar. Lo único que la vía superior puede hacer cuando la inferior ya ha reaccionado es aprovechar las cosas lo mejor que pueda. Como dijo el escritor de ciencia- ficción Robert Heinlein: «El hombre no es un animal racional, sino un animal racionalizador».

Los precursores del estado de ánimo

Mientras me hallaba de visita en otro estado, recuerdo haberme quedado gratamente sorprendido por el tono amable de la voz grabada que me informó de que “El número marcado no existe”.

Aunque parezca mentira, me sorprendió mucho la cordialidad que acompañaba a ese anodino mensaje. Estaba acostumbrado a muchos años de irritación acumulada con la voz informatizada que suele emplear mi compañía telefónica regional como si, por alguna razón, los técnicos que habían programado el irritante y autoritario mensaje de mi compañía habitual, hubieran decidido castigar a quien marcaba un número equivocado. Ese aborrecible mensaje evocaba en mi mente la imagen de una operadora presuntuosa e impertinente que me ponía de inmediato, aunque sólo fuera por un instante, de mal humor.

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