Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
Fueron necesarias dos décadas para encontrarlos. A pesar de que los químicos de entonces no se percataron de ello, habían hallado el último de los elementos estables. Los que faltaban eran especies inestables tan raras hoy en la Tierra, que todas menos una tuvieron que ser creadas en el laboratorio para identificarlas. Y este descubrimiento va asociado a una historia.
Tras el descubrimiento de los rayos X, muchos científicos se sintieron impulsados a investigar estas nuevas radiaciones, tan espectacularmente penetrantes. Uno de ellos fue el físico francés Antoine-Henry Becquerel. El padre de Henry, Alexandre Edmond (el físico que fotografío por vez primera el espectro solar), se había mostrado especialmente interesado en la «fluorescencia», o sea, la radiación visible emitida por sustancias después de ser expuestas a los rayos ultravioletas de la luz solar.
Becquerel padre había estudiado, en particular, una sustancia fluorescente llamada sulfato de uranilo potásico (compuesto formado por moléculas, cada una de las cuales contiene un átomo de uranio). Henry se preguntó si las radiaciones fluorescentes del sulfato de uranilo potásico contenían rayos X. La forma de averiguarlo consistía en exponer el sulfato al Sol (cuya luz ultravioleta estimularía la fluorescencia), mientras el compuesto permanecía sobre una placa fotográfica envuelta en papel negro. Puesto que la luz solar no podía penetrar a través del papel negro, no afectaría a la placa; pero si la fluorescencia producida por el estímulo de la luz solar contenía rayos X, estos
penetrarían
a través del papel e impresionarían la placa. Becquerel realizó con éxito su experimento en 1896. Aparentemente, había rayos X en la fluorescencia. Becquerel logró incluso que los supuestos rayos X pasasen a través de delgadas láminas de aluminio y cobre, y los resultados parecieron confirmar definitivamente su hipótesis, puesto que no se conocía radiación alguna, excepto la de los rayos X, que pudiese hacerlo.
Pero entonces —lo cual fue una suerte— el Sol quedó oculto por densos nubarrones. Mientras esperaba que se disiparan las nubes, Becquerel retiró las placas fotográficas, con los trocitos de sulfato sobre ellas, y las puso en un secador. Al cabo de unos días, impaciente, decidió a toda costa revelar las placas, en la creencia de que, incluso sin la luz solar directa, se podía haber producido alguna pequeña cantidad de rayos X. Cuando vio las placas impresionadas, Becquerel vivió uno de esos momentos de profunda sorpresa y felicidad que son los sueños de todos los científicos. La placa fotográfica estaba muy oscurecida por una intensa radiación. La causa no podía ser la fluorescencia ni la luz solar. Bequerel llegó a la conclusión —y los experimentos lo confirmarían muy pronto— de que esta causa era el propio uranio contenido en el sulfato de uranilo potásico.
Este descubrimiento impresionó profundamente a los científicos, excitados aún por el reciente hallazgo de los rayos X. Uno de los científicos que se puso inmediatamente a investigar la extraña radiación del uranio fue una joven química, nacida en Polonia y llamada Marie Sklodowska, que el año anterior había contraído matrimonio con Pierre Curie, el descubridor de la temperatura que lleva su nombre (véase capítulo 5).
Pierre Curie, en colaboración con su hermano Jacques, había descubierto que ciertos cristales, sometidos a presión, desarrollaban una carga eléctrica positiva en un lado y negativa en el otro. Este fenómeno se denomina «piezoelectricidad» (de la voz griega que significa «comprimir»). Marie Curie decidió medir, con ayuda de la piezoelectricidad, la radiación emitida por el uranio. Instaló un dispositivo, al que fluiría una corriente cuando la radiación ionizase el aire entre dos electrodos; y la potencia de esta pequeña corriente podría medirse por la cantidad de presión que debía ejercerse sobre un cristal para producir una corriente contraria que la anulase. Este método se mostró tan efectivo, que Pierre Curie abandonó en seguida su trabajo, y durante el resto de su vida, junto con Marie, se dedicó a investigar ávidamente en este campo.
Marie Curie fue la que propuso el término de «radiactividad» para describir la capacidad que tiene el uranio de emitir radiaciones, y la que consiguió demostrar el fenómeno en una segunda sustancia radiactiva: el torio. En rápida sucesión, otros científicos hicieron descubrimientos de trascendental importancia. Las radiaciones de las sustancias radiactivas se mostraron más penetrantes y de mayor energía que los rayos X; hoy se llaman «rayos gamma». Se descubrió que los elementos radiactivos emitían también otros tipos de radiación, lo cual condujo a descubrimientos sobre la estructura interna del átomo. Pero esto lo veremos en el capítulo 7. Lo que nos interesa destacar aquí es el descubrimiento de que los elementos radiactivos, al emitir la radiación, se transformaban en otros elementos (o sea, era una versión moderna de la
transmutación
).
Marie Curie descubrió, aunque de forma accidental, las implicaciones de este fenómeno. Cuando ensayaba la pechblenda en busca de su contenido de uranio, al objeto de comprobar si las muestras de la mena tenían el uranio suficiente para hacer rentable la labor del refinado, ella y su marido descubrieron, con sorpresa, que algunos de los fragmentos tenían más radiactividad de la esperada, aunque estuviesen hechos de uranio puro. Ello significaba que en la pechblenda habían de hallarse otros elementos radiactivos, aunque sólo en pequeñas cantidades (oligoelementos), puesto que el análisis químico usual no los detectaba; pero, al mismo tiempo, debían ser muy radiactivos.
Entusiasmados, los Curie adquirieron toneladas de pechblenda, construyeron un pequeño laboratorio en un cobertizo y, en condiciones realmente primitivas, procedieron a desmenuzar la pesada y negra mena, en busca de los nuevos elementos. En julio de 1898 habían conseguido aislar un polvo negro 400 veces más radiactivo que la cantidad equivalente de uranio.
Este polvo contenía un nuevo elemento, de propiedades químicas parecidas a las del telurio, por lo cual debía colocarse bajo este en la tabla periódica. (Más tarde se le dio el número atómico 84.) Los Curie lo denominaron «polonio», en honor al país natal de Marie.
Pero el polonio justificaba sólo una parte de la radiactividad. Siguieron nuevos trabajos, y en diciembre de 1898, los Curie habían obtenido un preparado que era incluso más radiactivo que el polonio. Contenía otro elemento, de propiedades parecidas a las del bario (y, eventualmente, se puso debajo de éste, con el número atómico 88). Los Curie lo llamaron «radio», debido a su intensa radiactividad.
Siguieron trabajando durante cuatro años más, para obtener una cantidad de radio puro que pudiese apreciarse a simple vista. En 1903, Marie Curie presentó un resumen de su trabajo como tesis doctoral. Tal vez sea la mejor tesis de la historia de la Ciencia. Ello le supuso no sólo uno, sino dos premios Nobel. Marie y su marido, junto con Becquerel, recibieron, en 1903, el de Física, por sus estudios sobre la radiactividad, y, en 1911, Marie —su marido había muerto en 1906, en accidente de circulación— fue galardonada con el de Química por el descubrimiento del polonio y el radio.
El polonio y el radio son mucho más inestables que el uranio y el torio, lo cual es otra forma de decir que son mucho más radiactivos. En cada segundo se desintegra mayor número de sus átomos. Sus vidas son tan cortas, que prácticamente todo el polonio y el radio del Universo deberían haber desaparecido en un millón de años. Por tanto, ¿cómo seguimos encontrándolo en un planeta que tiene miles de millones de años de edad? La respuesta es que el radio y el polonio se van formando continuamente en el curso de la desintegración del uranio y el torio, para acabar por transformarse en plomo. Dondequiera que se hallen el uranio y el torio, se encuentran siempre indicios de polonio y radio. Son productos intermedios en el camino que conduce al plomo como producto final.
El detenido análisis de la pechblenda y las investigaciones de las sustancias radiactivas permitieron descubrir otros tres elementos inestables en el camino que va del uranio y el torio hasta el plomo. En 1899, André-Louis Debierne, siguiendo el consejo de los Curie, buscó otros elementos en la pechblenda y descubrió uno, al que denominó «actinio» (de la voz griega que significa «rayo»); se le dio el número atómico 89. Al año siguiente, el físico alemán Friedrich Ernst Dorn demostró que el radio, al desintegrarse, formaba un elemento gaseoso. ¡Un gas radiactivo era algo realmente nuevo! El elemento fue denominado «radón» (de radio y argón, su afín químico), y se le dio el número atómico 86. Finalmente, en 1917, dos grupos distintos —Otto Hahn y Lise Meitner, en Alemania, y Frederick Soddy y John A. Cranston, en Inglaterra— aislaron, a partir de la pechblenda, el elemento 91, denominado protactinio.
Por tanto, en 1925 había 88 elementos identificados: 81 estables, y 7, inestables. Se hizo más acuciante la búsqueda de los cuatro que aún faltaban: los números 43, 61, 85 y 87.
Puesto que entre los elementos conocidos había una serie radiactiva —los números 84 al 92—, podía esperarse que también lo fueran el 85 y el 87. Por otra parte, el 43 y el 61 estaban rodeados por elementos estables, y no parecía haber razón alguna para sospechar que no fueran, a su vez, estables. Por tanto, deberían de encontrarse en la Naturaleza.
Respecto al elemento 43, situado inmediatamente encima del reino en la tabla periódica, se esperaba que tuviese propiedades similares y que se encontrase en las mismas menas. De hecho, el equipo de Noddack, Tacke y Berg, que había descubierto el renio, estaba seguro de haber dado también con rayos X de una longitud de onda que debían de corresponder al elemento 43. Así, pues, anunciaron su descubrimiento, y lo denominaron «masurio» (por el nombre de una región de la Prusia Oriental). Sin embargo, su identificación no fue confirmada, y, en Ciencia, un descubrimiento no se considera como tal hasta que haya sido confirmado, como mínimo, por un investigador independiente.
En 1926, dos químicos de la Universidad de Illinois anunciaron que habían encontrado el elemento 61 en menas que contenían los elementos vecinos (60 y 62), y lo llamaron «illinio». El mismo año, dos químicos italianos de la Universidad de Florencia creyeron haber aislado el mismo elemento, que bautizaron con el nombre de «florencio». Pero el trabajo de ambos grupos no pudo ser confirmado por ningún otro.
Años más tarde, un físico del Instituto Politécnico de Alabama, utilizando un nuevo método analítico de su invención, informó haber encontrado indicios de los elementos 87 y 85, a los que llamó «virginio» y «alabaminio», en honor, respectivamente, de sus Estados natal y de adopción. Pero tampoco pudieron ser confirmados estos descubrimientos.
Los acontecimientos demostrarían que, en realidad, no se habían descubierto los elementos 43, 61, 85 y 87.
El primero en ser identificado con toda seguridad fue el elemento 43. El físico estadounidense Ernest Orlando Lawrence —quien más tarde recibiría el premio Nobel de Física como inventor del ciclotrón (véase capítulo 7)— obtuvo el elemento en su acelerador mediante el bombardeo de molibdeno (elemento 42) con partículas a alta velocidad. El material bombardeado mostraba radiactividad, y Lawrence lo remitió al químico italiano Emilio Gino Segré —quien estaba interesado en el elemento 43— para que lo analizase. Segré y su colega C. Perrier, tras separar la parte radiactiva del molibdeno, descubrieron que se parecía al renio en sus propiedades. Y decidieron que sólo podía ser el elemento 43, elemento que contrariamente a sus vecinos de la tabla periódica, era radiactivo. Al no ser producidos por desintegración de un elemento de mayor número atómico, apenas quedan indicios del mismo en la corteza terrestre, por lo cual, Noddack y su equipo estaban equivocados al creer que lo habían hallado. Segré y Perrier tuvieron el honor de bautizar el elemento 43; lo llamaron «tecnecio», tomado de la voz griega que significa «artificial», porque éste era el primer elemento fabricado por el hombre. Hacia 1960 se había acumulado ya el tecnecio suficiente para determinar su punto de fusión: cercano a los 2.200 °C. (Segré recibió posteriormente el premio Nobel por otro descubrimiento, relacionado también con materia creada por el hombre [véase capítulo 7].)
Finalmente, en 1939, se descubrió en la Naturaleza el elemento 87. La química francesa Marguerite Perey lo aisló entre los productos de desintegración del uranio. Se encontraba en cantidades muy pequeñas, y sólo los avances técnicos permitieron encontrarlo donde antes había pasado inadvertido. Dio al nuevo elemento el nombre de «francio», en honor de su país natal.
El elemento 85, al igual que el tecnecio, fue producido en el ciclotrón bombardeando bismuto (elemento 83). En 1940, Segré, Dale Raymond Corson y K. R. MacKenzie aislaron el elemento 85 en la Universidad de California, ya que Segré había emigrado de Italia a Estados Unidos. La Segunda Guerra Mundial interrumpió su trabajo sobre este elemento; pero, una vez acabada la contienda, el equipo reanudó su labor, y, en 1947, propuso para el elemento el nombre de «astato» (de la palabra griega que significa «inestable»). (Para entonces se habían encontrado en la Naturaleza pequeños restos de astato, como en el caso del francio, entre los productos de desintegración del uranio.)
Mientras tanto, el cuarto y último elemento de los que faltaban por descubrir (el 61) se había hallado entre los productos de fisión del uranio, proceso que explicamos en el capítulo 10. (También el tecnecio se encontró entre estos productos.) En 1945, tres químicos del Oak Ridge National Laboratory —J. A. Marinsky, L. E. Glendenin y Charles Dubois Coryell— aislaron el elemento 61. Lo denominaron «promecio»
(promethium
, voz inspirada en el nombre del dios Prometeo, que había robado su fuego al Sol para entregarlo a la Humanidad). Después de todo, el elemento 61 había sido «robado» a partir de los fuegos casi solares del horno atómico.
De este modo se completó la lista de los elementos, del 1 al 92. Sin embargo, en cierto sentido, la parte más extraña de la aventura acababa sólo de empezar. Porque los científicos habían rebasado los límites de la tabla periódica; el uranio no era el fin.
Ya en 1934 había empezado la búsqueda de los elementos situados más allá del uranio, o sea, los elementos «transuránidos». En Italia, Enrico Fermi comprobó que cuando bombardeaba un elemento con una partícula subatómica, recientemente descubierta, llamada «neutrón» (véase capítulo 7), ésta transformaba a menudo el elemento en el de número atómico superior más próximo. ¿Era posible que el uranio se transformase en el elemento 93, completamente sintético, que no existía en la Naturaleza? El equipo de Fermi procedió a bombardear el uranio con neutrones y obtuvo un producto que, al parecer, era realmente el elemento 93. Se le dio el nombre de «uranio X».