Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (87 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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Los músculos se contraían como si los hubiera estimulado una chispa eléctrica de la botella de Leiden y, por tanto, Galvani conjeturó que esos músculos contenían algo de lo que él llamaba «electricidad animal». Otros, sin embargo, sospecharon que el origen de esa carga eléctrica podría estribar en el encuentro entre dos metales más bien que en el músculo. Hacia 1800, el físico italiano Alessandro Volta estudió las combinaciones de metales desemejantes, no conectados por tejidos musculares, sino por simples soluciones.

Comenzó usando cadenas de metales desemejantes enlazándolas mediante cuencos llenos a medias de agua salada. Para evitar el excesivo derramamiento de líquido, preparó pequeños discos de cobre y cinc; apilándolos alternativamente; también empleó discos de cartón humedecidos con agua salada, de modo que su «pila voltaica» estuvo integrada por placas consecutivas de plata, cartón y cinc. Así, pues, de ese dispositivo se pudo extraer continuamente corriente eléctrica.

Cabe denominar batería cualquier serie de metales similares repetidos indefinidamente. El instrumento de Volta fue la primera «batería eléctrica». Los científicos requerirían todavía un siglo para comprender por qué entrañan transferencia de electrones las reacciones químicas, y aprender a interpretar las corrientes eléctricas en términos de cambio y flujos electrónicos. Entretanto, siguieron haciendo uso de la corriente sin entender sus peculiaridades (fig. 9.4).

Fig. 9.4. Pila de Volta. Los dos metales diferentes en contacto originan un flujo de electrones que se trasladan de una celda a la siguiente por conducto de un paño empapado en salmuera. La conocida «pila seca» de nuestros días, integrada por carbón y cinc, fue una idea de Bunsen (famoso por el espectroscopio) en 1841.

Humphry Davy utilizó una corriente eléctrica para separar los átomos de moléculas muy compactas y, entre 1807 y 1808, logró por vez primera preparar metales como sodio, potasio, magnesio, calcio, estroncio y bario. Faraday (ayudante y protegido de Davy) procedió a establecer las reglas generales de esa «electrólisis» concebida para la descomposición molecular, y que, medio siglo después, orientaría a Arrhenio en el razonamiento de su hipótesis sobre la disociación iónica (véase capítulo 5).

Los numerosos empleos dados a la electricidad dinámica desde que Volta ideara su batería hace ya siglo y medio, relegaron la electricidad estática a la categoría de mera curiosidad histórica. Sin embargo, el conocimiento y la inventiva no pueden ser nunca estáticos. En 1960, el inventor estadounidense Chester Carlson perfeccionó un aparato que hacía copias utilizando el negro humo en seco, el cual pasa al papel mediante una acción electrostática. Tal sistema de efectuar copias sin soluciones ni sustancias húmedas se llama xerografía (tomado de las voces griegas que significan «escritura seca»), y ha revolucionado los sistemas de copia en las oficinas.

Los nombres de las unidades empleadas para medir los diversos tipos de electricidad han inmortalizado los nombres de los primeros investigadores. Ya he mencionado el coulomb como unidad de cantidad de electricidad. Otra unidad de cantidad es el «faraday» que equivale a 96.500 culombios. El nombre de Faraday se emplea por segunda vez para designar el «farad» (o faradio), una unidad de capacidad eléctrica. Por otra parte, la unidad de intensidad eléctrica (cantidad de corriente eléctrica que pasa a través de un circuito en un momento dado) se llama «ampére» (o amperio), para perpetuar el nombre del físico francés Ampére (véase capítulo 5). Un amperio es igual a 1 culombio/s. La unidad de fuerza electromotriz (f.e.m., la fuerza que impulsa la corriente) es el «volt» (o voltio), en recuerdo de Volta.

La fuerza electromotriz no consiguió siempre impulsar la misma cantidad de electricidad a lo largo de diferentes circuitos. Solía impulsar grandes cantidades de corriente por los buenos conductores, pequeñas cantidades por los malos conductores, y prácticamente ninguna corriente cuando los materiales no eran conductores. En 1827, el matemático alemán Georg Simón Ohm estudió esa resistencia al flujo eléctrico y demostró que se relacionaba directamente con los amperios de la corriente impulsada en un circuito por la conocida fuerza electromotriz. Se podría determinar esa resistencia estableciendo la relación entre voltios y amperios. Ésta es la «ley de Ohm», y la unidad de resistencia eléctrica es el «ohm» (u ohmio), cuyo valor equivale a 1 voltio dividido por un amperio.

Generación de electricidad

La conversión de energía química en electricidad, como ocurrió con la pila de Volta y las numerosas variedades de sus descendientes, ha resultado siempre relativamente costosa porque los productos químicos requeridos no son corrientes ni baratos. Por tal razón, y aunque la electricidad se pudo emplear provechosamente en el laboratorio durante los primeros años del siglo XVI, no tuvo aplicación industrial a gran escala.

Se hicieron tentativas esporádicas para transformar en fuente de electricidad las reacciones químicas producidas por la combustión de elementos corrientes. Ciertos combustibles como el hidrógeno (o, mejor aún, el carbón) resultaban mucho más baratos que metales cual el cobre y el cinc. Hace ya mucho tiempo, en 1839, el científico inglés William Grove concibió una célula eléctrica basada en la combinación de oxígeno e hidrógeno. Fue un ensayo interesante, pero poco práctico. En años más recientes, los físicos se han esforzado en preparar variedades funcionales de tales «células combustibles». La teoría está bien definida; sólo falta abordar los «intríngulis» de la ingeniería práctica.

Cuando, en la segunda mitad del siglo XIX, se impuso el empleo a gran escala de la electricidad, no fue por medio de la célula eléctrica. En tiempos tan distantes como la década de los 1830, Faraday había producido electricidad mediante el movimiento mecánico de un conductor entre las líneas de fuerza de un imán (fig. 9.5; véase también capítulo 5). En semejante «generador eléctrico» o «dínamo» (del griego
dynamis
, «fuerza») se podía transformar la energía cinética del movimiento en electricidad. Para mover la maquinaria, en 1844 se empleaban grandes versiones rudimentarias de ese generador.

Fig. 9.5. La «dinamo» de Faraday. El disco giratorio de cobre corta las líneas de fuerza de la magneto induciendo la corriente en el voltímetro.

Lo que se necesitaba era un imán más potente todavía para que el movimiento por las intensificadas líneas de fuerza produjera mayor flujo eléctrico. Y se obtuvo ese potente imán mediante el uso de corrientes eléctricas. En 1823, el experimentador electrotécnico inglés William Sturgeon arrolló dieciocho veces un alambre de cobre puro alrededor de una barra férrea en forma de U y produjo la primera «electromagneto». Cuando circulaba la corriente, el campo magnético resultante se concentraba en la barra de hierro, y entonces ésta podía levantar un peso veinte veces superior al suyo. Si se interrumpía la corriente, dejaba de ser un imán y no levantaba nada.

En 1829, el físico americano Joseph Henry perfecciono considerablemente ese artefacto usando alambre aislante. Con este material aislador resultaba posible arrollarlo en apretadas espiras sin temor de cortocircuitos. Cada espira acrecentaba la intensidad del campo magnético y el poder de electroimán. Hacia 1831, Henry construyó una electromagneto, no demasiado grande, pero capaz de levantar una tonelada de hierro.

Evidentemente, aquella electromagneto fue la respuesta justa a la búsqueda de mejores generadores eléctricos. En 1845, el físico inglés Charles Wheatstone empleó una electromagneto con el mismo propósito. La teoría respaldada por las líneas de fuerza resultó más comprensible durante la década de 1860-1870, gracias a la interpretación matemática del trabajo de Faraday por Maxwell (véase capítulo 5) y, en 1872, el ingeniero electrotécnico alemán Friedrich von Hefner-Alteneck diseñó el primer generador realmente eficaz. Por fin se pudo producir electricidad barata a raudales, y no sólo quemando combustibles, sino también con los saltos de agua.

Primeras aplicaciones de la electricidad a la tecnología

Los trabajos conducentes al empleo inicial de la electricidad en el campo tecnológico implicaron grandes merecimientos, cuya mayor parte debería corresponder a Joseph Henry. El invento del telégrafo fue la primera aplicación práctica de la electricidad, y su creador fue Henry. Éste ideó un sistema de relés que permitió transmitir la corriente eléctrica por muchos kilómetros de alambre. La potencia de una corriente decrece a ritmo bastante rápido cuando esa corriente recorre largos trechos de alambre resistente; lo que hizo Henry con sus relés fue aprovechar la señal de extinción para activar una pequeña electromagneto, cuya acción se comunicaba a un conmutador que desencadenaba nuevos impulsos en centrales eléctricas separadas entre sí con intervalos apropiados. Así, pues, se podía enviar a puntos muy distantes un mensaje consistente en impulsos eléctricos codificados. Verdaderamente, Henry concibió un telégrafo funcional.

Pero como Henry era un hombre idealista y creía que se debía compartir los conocimientos con todo el mundo, no quiso patentar su descubrimiento y, por tanto, no se llevó el crédito del invento. Ese crédito correspondió al artista (y excéntrico fanático religioso) Samuel Finley Bréese Morse. Con ayuda de Henry, ofrecida sin reservas (pero reconocida a regañadientes por el beneficiario), construyó el primer telégrafo práctico en 1844. Su principal aportación al telégrafo fue el sistema de puntos y rayas conocido en la actualidad como «código Morse».

La creación más importante de Henry en el campo de la electricidad fue el motor eléctrico. Demostró que se podía utilizar la corriente eléctrica para hacer girar una rueda, del mismo modo que el giro de una rueda podía generar corriente. Y una rueda (o motor) movida por la electricidad podía servir para activar la maquinaria. El motor era fácilmente transportable; resultaba posible hacerlo funcionar en un momento dado (sin necesidad de esperar a que se almacenase el vapor), y su tamaño podía ser tan reducido como se deseara (fig. 9.6).

Fig. 9.6. Motor de Henry. La magneto vertical D atrae a la magneto B, rodeada de alambre, empujando las largas sondas metálicas Q y R hacia los dedales de latón S y T que actúan como terminales para la celda húmeda F. La corriente fluye por el interior de la magneto horizontal, produciendo un campo electromagnético que une a A y C. Entonces se repite todo el proceso en el lado opuesto. Así, pues, la barra horizontal oscila arriba y abajo.

El único problema consistía en transportar la electricidad desde la central generadora hasta el lugar donde estaba emplazado el motor. Fue preciso idear algún medio para evitar la pérdida de energía eléctrica (en forma de calor disipado) durante el recorrido por los alambres.

Una respuesta aceptable fue el «transformador». Quienes experimentaban con corrientes descubrieron que la electricidad sufría muchas menos pérdidas cuando fluía a un ritmo lento. Así, pues, se elevó el rendimiento del generador a un alto voltaje mediante un transformador que, al multiplicar el voltaje, digamos por tres, redujo la corriente (el ritmo del flujo) a una tercera parte. En la estación receptora se podría elevar otra vez la corriente para su aplicación a los motores.

El transformador trabaja aprovechando la corriente «primaria» para inducir una corriente de alto voltaje en una bobina secundaria. Esta inducción requiere que se produzcan variaciones en el campo magnético a través de la bobina secundaria. Puesto que una corriente continua no puede hacerlo, la corriente que se emplea es de tipo variable, alcanza una tensión máxima, para descender luego hasta cero y cobrar nueva intensidad en dirección contraria, o, dicho de otra forma, «una corriente alterna».

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