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Authors: Isaac Asimov
Pero este radio resultó ser una materia muy peculiar. Pese a sus ímprobos esfuerzos, Hahn no pudo separarlo del bario. Mientras tanto, en Francia, Irene Joliot-Curie y su colaborador P. Savitch emprendieron una tarea similar y fracasaron igualmente.
Entonces Meitner, la refugiada en Escandinavia, abordó audazmente el enigma y divulgó una conjetura que Hahn había expresado en sus círculos íntimos aunque sin atreverse a darle publicidad. En una carta abierta publicada por la revista británica
Nature
en enero de 1939, la doctora manifestó que si no se podía separar el bario del radio era porque allí no había ningún radio. El presunto radio sólo tenía un nombre: bario radiactivo. Fue bario lo que se había formado mediante el bombardeo del uranio con neutrones. Ese bario radiactivo decaía emitiendo una partícula beta y formando lantano. (Hahn y Strassman habían averiguado que si se agregaba a los resultados el lantano ordinario, éste mostraba cierta radiactividad que ellos asignaban al actinio; realmente se trataba de lantano radiactivo.)
Pero, ¿cómo se podía formar el bario del uranio? El bario era solamente un átomo de peso medio. Ningún proceso conocido de decadencia radiactiva podía transformar un elemento pesado en otro cuyo peso fuera sólo la mitad. Meitner tuvo la audacia de afirmar que el núcleo de uranio se había dividido en dos. La absorción de un neutrón había ocasionado lo que ella denominaba «fisión». Según ella, los dos elementos resultantes de esa división era el bario y el elemento 43 situado a continuación del reino en la tabla periódica. Un núcleo del bario y otro del elemento 43 (llamado más tarde tecnecio) deberían formar juntos un núcleo de uranio. Esta sugerencia revistió singular audacia por la siguiente razón: se dijo que el bombardeo con neutrones consumiría solamente seis millones de electronvoltios cuando la gran idea generalizada por aquellas fechas respecto a la energía nuclear hacía suponer que ello requería centenares de millones.
El sobrino de Meitner, Otto Robert Frisch, partió presurosamente hacia Dinamarca para exponer la nueva teoría a Bohr antes de su publicación. Bohr hubo de reconocer que por ese medio resultaría sorprendentemente fácil dividir el núcleo, pero, por fortuna, él estaba elaborando entonces el modelo de gota líquida sobre la estructura nuclear, y le pareció que aquello serviría para elucidarlo. (Pocos años después, la teoría de la gota líquida —en la que se tenía presente el tema de las envolturas nucleares— explicaría la fisión nuclear hasta sus más recónditos detalles así como la causa de que el núcleo se dividiera en dos mitades desiguales.)
Sea como fuere, con teoría o sin ella, Bohr captó instantáneamente el posible corolario. Cuando le dieron aquella noticia estaba preparando las maletas para asistir a una conferencia de física teórica en Washington. Allí hizo saber a los físicos lo que se le había sugerido en Dinamarca sobre la fisión nuclear. Aquello causó una gran conmoción. Los congresistas regresaron inmediatamente a sus laboratorios para comprobar la hipótesis y, al cabo de un mes, se anunciaron media docena de confirmaciones experimentales. Como resultado de aquello se otorgó a Hahn el premio Nobel de Química en 1944.
La reacción por fisión liberó cantidades desusadas de energía, superando largamente a la radiactividad ordinaria. Pero no fue sólo esa energía adicional lo que hizo de la fisión un fenómeno tan portentoso. Aún revistió más importancia el hecho de que liberara dos o tres neutrones. Dos meses después de la carta abierta publicada por Meitner, numerosos físicos pensaron en la estremecedora posibilidad de una «reacción nuclear en cadena».
La expresión «reacción en cadena» ha adquirido un significado exótico aun cuando, realmente, es un fenómeno muy común. El quemar un simple trozo de papel es una reacción en cadena. Una cerilla proporciona el calor requerido para desencadenar la acción; una vez iniciada la combustión, ésta proporciona el verdadero agente —calor— imprescindible para mantener y extender la llama. La combustión suscita más combustión en proporciones siempre crecientes (fig. 10.3).
Fig. 10.3. Reacción nuclear en cadena del uranio. Los círculos grises son núcleos de uranio; los puntos negros, neutrones; las flechas onduladas, rayos gamma; los pequeños rosados-negros, fragmentos de la fisión.
Eso es exactamente lo que sucede con la reacción nuclear en cadena. Un neutrón desintegra un átomo de uranio; éste libera dos neutrones que pueden ocasionar dos nuevas fisiones de las cuales se desprenderán cuatro neutrones que ocasionarán a su vez cuatro fisiones, y así sucesivamente. El primer átomo desintegrado suministra una energía de 200 MeV, el siguiente 400 MeV, el otro 800 MeV, el siguiente 1.600 MeV, etc. Puesto que los intervalos entre las fases consecutivas equivalen aproximadamente a una mil billonésima de segundo se desprenden cantidades aterradoras de energía. La fisión de una onza de uranio produce tanta energía como la combustión de 90 t de carbón o 7.500 litros de petróleo. Si se empleara con fines pacíficos, la fisión del uranio podría solventar todas nuestras preocupaciones inmediatas sobre esos combustibles fósiles evanescentes y ese creciente consumo de energía.
Pero, infortunadamente, el descubrimiento de la fisión hizo su aparición poco antes de que el mundo se sumiera en una guerra universal. Según calcularon los físicos, la desintegración de una onza de uranio rendirían tanta potencia explosiva como 600 t de TNT. Fue realmente horrible imaginar las consecuencias de una guerra librada con tales armas, pero aún fue más horripilante concebir un mundo donde la Alemania nazi monopolizara esos explosivos antes que los aliados.
El físico estadounidense de origen húngaro Leo Szilard, que había estado cavilando durante largos años sobre las reacciones nucleares en cadena, vislumbró claramente el inmediato futuro. Él y otros dos físicos húngaro-americanos, Eugene Wigner y Edward Teller, se entrevistaron con el afable y pacífico Einstein en el verano de 1939 y le hicieron escribir una carta al presidente Franklin Delano Roosevelt en la que se revelaba la potencialidad de la fisión del uranio y se recomendaba el desarrollo de tal arma con todos los medios posibles para adelantarse a los nazis.
Se redactó esa misiva el 2 de agosto de 1939, y su entrega al presidente se efectuó el 11 de octubre de 1939. Entre ambas fechas estalló la Segunda Guerra Mundial en Europa. Los físicos de la Universidad de Columbia, bajo la supervisión de Fermi, quien había partido de Italia hacia América el año anterior, trabajaron afanosamente para producir la fisión constante del uranio en grandes cantidades.
Inducido por la carta de Einstein, el Gobierno estadounidense intervino a su debido tiempo. El 6 de diciembre de 1941, el presidente Roosevelt autorizó (arriesgándose a un inmenso fracaso político en caso de malogro) la organización de un gigantesco proyecto, titulado con deliberada circunspección «Manhattan Engineer District», para construir una bomba atómica. Al día siguiente, los japoneses atacaron Pearl Harbor y Estados Unidos entraron en la guerra.
Como era de esperar, la práctica no respondió fiel ni fácilmente a la teoría. Se requirieron no pocos experimentos para provocar la reacción en cadena del uranio. Primeramente fue preciso poseer una cantidad sustancial de uranio refinado hasta un grado de extrema pureza para no desperdiciar neutrones con la absorción ejercida por las impurezas. El uranio es un elemento bastante común sobre la corteza terrestre; se le encuentra en la proporción de 2 g por cada tonelada de roca; así, pues, es cuatrocientas veces más común que el oro. Pero su dispersión es también considerable, y hay muy pocos lugares del mundo donde aparezca formando ricas venas o siquiera una concentración aceptable. Por añadidura, el uranio era una materia casi inservible antes de 1939 y, por tanto, no se había ideado ningún método para purificarlo. En Estados Unidos se había producido hasta entonces una onza de uranio a lo sumo.
Los laboratorios del «lowa State College», bajo la dirección de Spedding, abordaron el problema de la purificación mediante el intercambio de iones resinosos (véase capítulo 6), y en 1942 comenzó la producción de uranio razonablemente puro.
Ahora bien, eso fue tan sólo un primer paso. Llegados a ese punto fue preciso desmenuzar el uranio para separar sus fracciones más fisionables. El isótopo uranio 238 (U-238) tenía un número par de protones (92) y un número par de neutrones (146). Los núcleos con números pares de nucleones son más estables que los de números impares. El otro isótopo en el uranio natural —uranio 235— tenía un número impar de neutrones (143), y por consiguiente, según había predicho Bohr, sería más fisionable que el uranio 238. En 1940, un equipo investigador bajo la supervisión del físico norteamericano John Ray Dunning, consiguió aislar una pequeña cantidad de uranio 235 y demostró que la conjetura de Bohr era cierta. El U-238 se desintegra solamente cuando lo golpean neutrones rápidos de una energía determinada, pero el U-235 se somete a la fisión cuando absorbe neutrones de cualquier energía, hasta los simples neutrones termales.
El problema fue que en el uranio natural purificado sólo un átomo de cada 140 era U-235; los restantes pertenecían al U-238. Ello significaba que casi todos los neutrones liberados tras la fisión del U-235 serían captados por los átomos U-238 sin producir fisión alguna. Aun cuando se bombardease el uranio con neutrones suficientemente rápidos para desintegrar el U-238, los neutrones liberados por este U-238 no tendrían bastante energía para desatar una reacción en cadena entre los átomos remanentes de este isótopo más común. En otras palabras, la presencia del U-238 atenuaría y neutralizaría la reacción en cadena. Sería algo así como intentar quemar hojas húmedas.
Por entonces no hubo solución, salvo la de probar una disociación a gran escala entre el U-235 y el U-238, o al menos eliminar suficiente cantidad de U-238 para enriquecer sustancialmente el contenido de U-235 en la mezcla. Los físicos abordaron el problema con diversos procedimientos pero todos ellos ofrecieron escasas perspectivas de éxito. El único que pareció algo prometedor fue la «difusión gaseosa». Éste fue el método preferido, aunque enormemente costoso, hasta 1960. Entonces un científico alemán occidental ideó una técnica mucho más económica: si se aislara el U-235 mediante centrifugación, las moléculas más pesadas saldrían proyectadas hacia el exterior, y las más ligeras, conteniendo U-235, se rezagarían. Sin embargo, tal proceso abarataría la fabricación de bombas nucleares hasta un punto en que las potencias menores podrían emprenderla, lo cual no era deseable.
El átomo del uranio 235 es un 1,3 % menos masivo que el del uranio 238. Consecuentemente, si los átomos adquiriesen la forma gaseosa, los del U-235 se moverían con más rapidez que los del U-238. Por tanto, y en virtud de su mayor difusión, se los podría separar mediante una serie de barreras filtradoras. Pero primero sería preciso convertir el uranio en gas. El único medio de darle esa forma era combinarlo con flúor para hacer hexafluoruro de uranio, líquido volátil compuesto por un átomo de uranio y seis átomos de flúor. En esta combinación, la molécula conteniendo U-235 sería un 1 % escaso más ligera que la del U-238; pero esta diferencia parecía ser suficiente para demostrar la eficacia del método.
Se hizo pasar bajo presión por barreras de protones al hexafluoruro de uranio. En cada barrera, las moléculas conteniendo U-235 pasaron algo más aprisa por término medio, y esa ventaja a favor del U-235 se acrecentó con los pasos consecutivos. Se requirieron miles de barreras para obtener cantidades apreciables de hexafluoruro casi puro de uranio 235; ahora bien, las concentraciones enriquecidas con U-235 exigieron muchas menos barreras.
En 1942 hubo razones suficientemente fundadas para suponer que el método de la difusión gaseosa (y uno o dos más) podría producir bastante cantidad de «uranio enriquecido». Entonces se construyeron plantas de separación (cada una costó mil millones de dólares y consumió tanta electricidad como la ciudad de Nueva York) en la ciudad secreta de Oak Ridge, Tennessee, lugar denominado inicialmente «Dog-patch» por los irreverentes científicos, recordando la ciudad mítica de Al Capp,
Li'l Abner
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Entretanto los físicos calcularon el «tamaño crítico» requerido para mantener la reacción en cadena con un trozo de uranio enriquecido. Si el trozo era pequeño, escaparían demasiados neutrones de su superficie sin dar tiempo a que los absorbieran los átomos U-235. Si se quería reducir esas fugas, el volumen del trozo debería ser considerable en proporción con su superficie. Una vez alcanzado el «tamaño crítico», los neutrones interceptarían suficientes átomos U-235 para dar continuidad a la reacción en cadena.
Los físicos encontraron también el medio de emplear eficazmente los neutrones disponibles. Como ya he mencionado, los neutrones «termales» (es decir, lentos) se sometan con más presteza a la absorción por el uranio 235 que los rápidos. Así, pues, los experimentadores utilizaron un «moderador» para frenar a los neutrones, cuyas velocidades eran relativamente elevadas cuando emergían de la reacción por fisión. El agua ordinaria hubiera sido un excelente agente retardativo, pero desgraciadamente los núcleos de hidrógeno ordinario apresaban con gran voracidad los neutrones. El deuterio (hidrógeno 2) cumplía mucho mejor esa misión; prácticamente no mostraba ninguna tendencia a absorber neutrones. Por consiguiente, los experimentadores de la fisión procuraron crear suficientes reservas del agua pesada.