Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (101 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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El isótopo usado con mayor frecuencia en las baterías SNAP es el estroncio 90, al que pronto se le mencionará en otro aspecto. Los isótopos de plutonio y de curio también se emplean en algunas variedades.

Los astronautas que aterrizaron en la Luna colocaron algunos de esos generadores de fuerza nuclear en la superficie para suministrar electricidad a cierto número de experimentos lunares y equipo de transmisión por radio. Los mismos han continuado funcionando infatigablemente durante años.

Los productos de fisión pueden tener asimismo un amplio uso potencial en medicina (en el tratamiento del cáncer, por ejemplo) o como bactericidas y para la conservación de alimentos, y en otros muchos campos de la industria, incluyendo la fabricación de productos químicos. Por ejemplo, la «Hercules Powder Company» ha diseñado un reactor para emplear la radiación en la producción del anticongelante etilenglicol.

Sin embargo, una vez analizado todo esto, cabe decir que no existe un uso concebible para más de una pequeña parte de las enormes cantidades de productos de fisión que descargan los reactores nucleares. Esto representa una importante dificultad en conexión, en general, con las centrales nucleares. Se estima que de cada 200.000 kilovatios de electricidad producida nuclearmente existe una producción de casi un kilogramo de productos de fisión al día. ¿Qué hacer con ellos? Estados Unidos ha almacenado ya muchos millones de litros de líquido radiactivo bajo tierra y se estima que hacia el año 2000 se necesitará eliminar hasta dos millones y medio de litros al día... Tanto Estados Unidos como Gran Bretaña han enterrado contenedores de hormigón llenos de productos radiactivos en el mar. Se ha propuesto arrojar los productos de desecho radiactivos en las fosas abisales oceánicas, almacenarlos en minas de sal abandonadas, encerrarlos en vidrio molido y enterrar el material solidificado. Pero siempre ha existido la nerviosa creencia de que, de una forma u otra, la radiactividad escapará con el tiempo y contaminará el suelo o los mares. Una pesadilla particularmente temible radica en la posibilidad de que un buque movido por energía nuclear naufrague y vierta sus productos de fisión acumulados en el océano. El hundimiento del submarino nuclear estadounidense, el
U. S. S. Thresher
, en el Atlántico Norte el 10 de abril de 1963 ha proporcionado nueva materia a este temor, aunque en este caso, al parecer, la mencionada contaminación no ha tenido lugar.

Lluvia radiactiva

Aunque la contaminación radiactiva ocasionada por la energía nuclear pacífica represente un peligro potencial, se la podrá controlar por lo menos con todos los medios posibles y, probablemente, se tendrá éxito. Pero hay otra contaminación que se ha extendido ya en todo el mundo y que, con seguridad, sería objeto de propagación deliberada en una guerra nuclear. Me refiero a la lluvia radiactiva procedente de las bombas atómicas.

La lluvia radiactiva es un producto de toda bomba nuclear, incluso de aquellas lanzadas sin intención aviesa. Como los vientos acarrean la lluvia radiactiva alrededor del mundo y las precipitaciones de agua la arrastran hacia tierra, resulta virtualmente imposible para cualquier nación el hacer explotar una bomba nuclear en la atmósfera sin la correspondiente detección. En el caso de una guerra nuclear, la lluvia radiactiva podría producir a largo plazo más víctimas y más daños a los seres vivientes del mundo entero que los estallidos incendiarios de las propias bombas sobre los países atacados.

La lluvia radiactiva se divide en tres tipos: «local», «troposférica» y «estratosférica». La lluvia radiactiva local resulta de las grandes explosiones cuando las partículas de polvo absorben a los isótopos radiactivos y se depositan rápidamente a centenares de kilómetros. Las explosiones aéreas de bombas nucleares de la magnitud kilotón, envían residuos de la fisión a la troposfera. Éstos quedan en suspensión al cabo de un mes, y durante ese intervalo los vientos los arrastran hacia el Este, haciéndoles recorrer millares de kilómetros.

La gran producción de productos de fisión de las superbombas termonucleares es lanzada a la estratosfera. Tal lluvia radiactiva estratosférica necesita un año o más para sedimentarse y distribuirse por todo un hemisferio, cayendo, llegado el momento, tanto sobre el atacante como sobre el atacado.

La intensidad de la lluvia radiactiva desatada por la primera superbomba, cuya explosión tuvo lugar en el Pacífico el 1 de marzo de 1954, cogió por sorpresa a los científicos. Ninguno había esperado que la lluvia radiactiva producida por una bomba de fusión fuese tan «perniciosa». La contaminación afectó seriamente a 22.000 km2, un área casi equivalente a la superficie de Massachusetts. Pero todos ellos vieron claramente las razones cuando supieron que se había reforzado el núcleo de fusión con una capa de uranio 238 sobre la cual actuaron los neutrones para fisionarla. Ello no multiplicó solamente la fuerza de la explosión, sino que también originó una nube de residuos radiactivos mucho más voluminosa que la producida por una simple bomba de fisión del tipo Hiroshima.

Hasta estas fechas la lluvia radiactiva de los ensayos nucleares ha agregado solamente una pequeña cantidad de radiactividad a la radiación terrestre de fondo. Pero incluso un aumento ínfimo sobre el nivel natural acrecentaría la incidencia del cáncer, causaría trastornos genéticos y acortaría ligeramente el término medio de la longevidad. Los analistas más circunspectos de esos riesgos, conceden que si se incrementara el ritmo de mutación (véase en el capítulo 13 la discusión sobre mutaciones), la lluvia radiactiva entrañaría ciertas complicaciones para futuras generaciones.

Un producto determinado de la fisión es particularmente peligroso para la vida humana. Nos referimos al estroncio 90 (vida media: veintiocho años), un isótopo muy útil en los generadores SNAP. Cuando el estroncio 90 se precipita sobre tierras y aguas, las plantas lo asimilan y después lo incorporan a los cuerpos de aquellos animales (incluido el hombre) que se alimentan directa o indirectamente de ellas. El estroncio tiene gran similitud química con el calcio, y por ello se dirige a los huesos para alojarse en ellos durante largo tiempo. Ahí reside su peculiar peligro. Los minerales alojados en los huesos tienen una lenta «evolución»; es decir, no se les remplaza tan rápidamente como a las sustancias de los tejidos blandos. Por tal razón, el estroncio 90, una vez absorbido, puede permanecer en el cuerpo de la persona afectada durante el resto de su vida (fig. 10.5.).

Fig. 10.5. Decadencia del estroncio 90 al cumplirse aproximadamente 200 años.

El estroncio 90 es una sustancia insólita en nuestro medio ambiente; no existía sobre la Tierra en cantidades apreciables hasta que el hombre fisionó el átomo de uranio. Pero, hoy día, al cabo de una generación escasamente, el estroncio 90 se ha incorporado a los huesos de todo ser humano sobre la Tierra y, sin duda, de todos los vertebrados. En la estratosfera flotan todavía cantidades considerables de este elemento y, tarde o temprano, reforzarán la concentración ya existente en nuestros huesos.

Las «unidades estroncio» (UE) miden la concentración de estroncio 90. Una UE es un micromicrocurio de estroncio 90 por cada gramo de calcio en el cuerpo. Un «curio» es una unidad de radiación (naturalmente llamada así en memoria de los Curie) que equivalía inicialmente a la radiación producida por un gramo de radio equilibrado con el producto de su desintegración, el radón. Hoy se la conceptúa generalmente como el equivalente de 37 mil millones de desintegraciones por segundo. Un micromicrocurio es una trillonésima de curio, o bien 2,12 desintegraciones por minuto. Por consiguiente, una «unidad estroncio» representa 2,12 desintegraciones por minuto y por cada gramo de calcio existente en el cuerpo.

La concentración de estroncio 90 en el esqueleto humano varía considerablemente según los lugares y los individuos. Se ha comprobado que algunas personas contienen una cantidad setenta y cinco veces mayor que el promedio. Los niños cuadruplican como término medio la concentración de los adultos, debido a la más intensa evolución de la materia en sus huesos incipientes. El cálculo del promedio varía según los casos, pues su base fundamental es la porción de estroncio 90 en las dietas. (Por cierto que la leche no es un alimento especialmente peligroso en este sentido, aunque el calcio asimilado de los vegetales vaya asociado con bastante más estroncio 90. El «sistema filtrador» de la vaca elimina parte del estroncio que ingiere con el pienso vegetal.) Se calcula que el promedio de concentración del estroncio 90 en los huesos de los ciudadanos estadounidenses en 1959 oscilaba entre una unidad estroncio y cinco unidades estroncio largas. (La Comisión Internacional de Radiación estableció el «máximo permisible» en 67 UE.) Pero los promedios significan muy poca cosa, máxime cuando el estroncio 90 puede concentrarse en «lugares críticos» de los huesos y alcanzar suficiente nivel para producir leucemia o cáncer.

Los efectos de la radiación ocasionaron por su importancia, entre otras cosas, la adopción de diversas unidades específicas con objeto de apreciar su amplitud. Una, por ejemplo, el «roentgen» o roentgenio (llamada así para recordar al descubridor de los rayos X) se basa en el número de iones originados por los rayos X o los rayos gamma bajo estudio. Más recientemente se ha implantado el «rad» (abreviatura de «radiación»). Representa la absorción de 100 ergios por gramo de cualquier tipo de radiación.

La naturaleza de la radiación tiene su importancia. Un «rad» de partículas masivas es mucho más efectivo que un «rad» de partículas ligeras respecto a la inducción de cambios químicos en los tejidos; por tanto, la energía bajo la forma de partículas alfa es más peligrosa que esa misma energía bajo la forma de electrones.

Los estragos químicos causados por la radiación obedecen principalmente a la desintegración de las moléculas del agua (que integran la mayor parte de los tejidos vivos) en fragmentos excepcionalmente activos («radicales libres») que reaccionan a su vez con las complejas moléculas del tejido. Las lesiones medulares, interceptando la producción de células sanguíneas, son una manifestación particularmente grave de la «enfermedad radiactiva» que conduce sin remedio a la muerte cuando se desarrolla lo suficiente.

Muchos científicos eminentes creen firmemente que la lluvia radiactiva representa un importante riesgo para la raza humana. El químico norteamericano Linus Pauling asegura que la lluvia radiactiva de una sola superbomba puede ocasionar 100.000 muertos por leucemia y otras enfermedades en el mundo entero, e indica que el carbono radiactivo 14, producido por los neutrones de una explosión nuclear, constituye un grave peligro genético. Así pues, Pauling ha abogado apasionadamente por el cese de las pruebas nucleares; hoy respalda todos los movimientos encaminados a atajar el peligro de una guerra y promover el desarme. Por otra parte, algunos científicos, incluido el físico estadounidense de origen húngaro Edward Teller, quitan importancia a los riesgos implícitos en la lluvia radiactiva.

Por lo general, el mundo simpatiza con Pauling, como lo revela el hecho de que se le concediera el premio Nobel de la Paz, en 1962. (Ocho años antes, Pauling había ganado el premio Nobel de Química; así, pues, él y Marie Curie son los únicos miembros de esa agrupación selecta a quienes se han otorgado dos premios Nobel.)
[4]

En el otoño de 1958, Estados Unidos, la URSS y Gran Bretaña suspendieron los ensayos nucleares con arreglo a un «acuerdo entre caballeros» (lo cual no impidió que Francia hiciera explotar su primera bomba atómica en la primavera de 1960). Durante tres años todo pareció de color rosa; la concentración de estroncio 90 llegó a un punto culminante hacia 1960 y luego se equilibró muy por debajo de un nivel que, según se estima, es la cantidad máxima compatible con la seguridad. Así y todo, en los trece años de pruebas nucleares totalizando la explosión de 150 bombas muy diversas, se ha contaminado la atmósfera con 25 millones de curios de estroncio 90 y cesio 137 (otro producto peligroso de la fisión). Solamente dos de esos artefactos explotaron con intenciones homicidas, pero el resultado de las restantes explosiones fue también bastante funesto.

En 1961, la Unión soviética puso fin a la moratoria sin el menor aviso y reanudó sus ensayos. Como quiera que la URSS hizo explotar bombas termonucleares de un poder sin precedentes, Estados Unidos se creyeron obligados a renovar sus experimentos. La opinión pública mundial, despabilada por el alivio de la moratoria, reaccionó con suma indignación.

Por consiguiente, el 10 de octubre de 1963, las tres potencias nucleares más representativas firmaron un tratado acordando suspender las pruebas nucleares (ya
no
fue un mero acuerdo entre caballeros), es decir, la explosión de bombas nucleares en la atmósfera, el espacio y el fondo marino. Sólo se permitieron las explosiones subterráneas porque no producían lluvia radiactiva.

Ésta ha sido la acción más esperanzadora encaminada a la supervivencia humana que ha tenido lugar desde el principio de la Era nuclear.

Fusión nuclear controlada

Durante más de treinta años, los físicos nucleares han tenido en sus mentes la posibilidad de un sueño más atractivo que convertir la fisión en unos usos constructivos: el sueño de domesticar la energía de fusión. A fin de cuentas, la fusión es el motor que logra que nuestro mundo siga funcionando: las reacciones de fusión en el Sol constituyen la fuente definitiva de todas nuestras formas de energía y de la misma vida. Si pudiésemos de alguna forma reproducir y controlar semejantes reacciones en la Tierra, todos nuestros problemas energéticos quedarían resueltos. Nuestro suministro de combustible podría ser tan grande como el océano, puesto que el combustible sería el hidrógeno.

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