Read Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) Online
Authors: John Gribbin
Tags: #Ciencia, Ensayo
¿Qué hay en cuanto al sexo? ¿Por qué es la proporción entre machos y hembras en la especie humana y en otros mamíferos tan cercana al 1:1? Después de todo, un solo macho podría, en principio, fecundar a muchas hembras y producir mucha descendencia. La especie «no necesita» tantos machos como hembras para mantener el número de individuos de una generación a la siguiente. Pero mirémoslo desde el punto de vista de los genes. Imaginemos una especie en la que cada macho reproductor tiene un harén de diez hembras, y ninguno de los otros machos se reproduce (lo cual no es muy diferente de lo que sucede en realidad en especies como la del ciervo rojo). Se podría pensar que la proporción entre nacimientos de machos y hembras en una situación así tendría que ser 1:10, de tal manera que las madres no malgastaran sus esfuerzos criando machos que nunca se reproducirían. Pero ¿la madre obtendría más ventajas criando más hembras, que estarían seguras (siempre y cuando alcanzaran la madurez) de transmitir copias de sus propios genes a generaciones posteriores? Sin embargo, cada macho que procrea produce diez veces el número de descendientes que pueda producir una hembra. Por lo tanto, si alguna vez existió una población en la que cada madre producía diez hijas por cada hijo, una mutación que hiciera que una hembra produjese algunos machos más constituiría una ventaja, porque estos hijos procrearían muy abundantemente, más que cada una de las hijas.
La mutación se propagaría y la selección natural garantizaría la evolución de la pauta que observamos en la realidad en especies tales como el ciervo. El número de descendientes machos y hembras nacidos en cada generación es el mismo, porque, aunque los machos tienen (en nuestro hipotético ejemplo) sólo una posibilidad de cada diez de reproducirse, cada macho que se reproduce genera exactamente diez veces más descendencia (diez veces más copias de sus genes) que cada hembra. Por razones obvias, esto se llama una estrategia evolutivamente estable o EEE; cualquier mutación que hace que las madres produzcan más hembras o más machos constituiría una desventaja, por lo que desaparecería. En la concepción siempre existe una probabilidad del 50 por 100 de que los descendientes sean machos y una probabilidad del 50 por 100 de que sean hembras. Esto no significa que cada madre no pueda tener una sucesión de hijos o una sucesión de hijas, del mismo modo que la probabilidad del 50 por 100 de obtener cara cuando se lanza una moneda no impide que resulte una sucesión ocasional de caras (o cruces) si se realiza el lanzamiento un número suficiente de veces.
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Mediante argumentos similares se explica la lucha generacional que tiene lugar en tantos hogares. Dado que cada progenitor transmite la mitad de sus genes a cada hijo, por término medio una pareja necesita producir dos hijos que sobrevivan hasta la madurez para asegurarse de que se transmiten todos sus genes. Obviamente, por lo que respecta a sus propios genes egoístas, sería beneficioso producir más descendencia, como una especie de precaución para el caso de que les suceda algo a los dos primeros. Sin embargo, esto sólo sería ventajoso si el esfuerzo de criar a los descendientes «suplementarios» no deja a los padres tan exhaustos que vayan a descuidar a su primogénito, con lo que éste podría morir en la infancia. No obstante, cada pareja sólo se «preocupa» realmente (en términos de evolución) por la supervivencia de sus propios genes. Cuando el primogénito se hace mayor, son necesarios menos esfuerzos para criarlo y hay menos riesgo de que muera, aunque una parte de los esfuerzos se dedique a criar más hijos. En cuanto los descendientes son capaces de mantenerse por sí mismos, lo mejor, en términos de éxito evolutivo de los progenitores, es librarse de dichos descendientes y criar otro hijo. Sin embargo, desde el punto de vista de los descendientes lo mejor es seguir dependiendo y consiguiendo ayuda de los progenitores. Esto sucede en los pájaros y sucede en los seres humanos, especialmente en sociedades más «primitivas». En muchas sociedades modernas persiste el conflicto instintivo, incluso aunque, gracias a nuestro moderno entorno cultural, los padres pueden no tener en absoluto la intención de producir realmente más descendencia.
El hecho de que unas pautas evolutivas sencillas se hayan complicado debido al desarrollo de la sociedad moderna es una de las razones por las que la aplicación de la sociobiología a los seres humanos dista mucho de ser fácil, y a veces resulta controvertida. Reflexionamos sobre nuestras acciones (al menos, algunas ocasiones) en vez de actuar siempre instintivamente; sin embargo, debido a que el pensamiento ha evolucionado, y es obviamente ventajoso en términos evolutivos, eso también es, en principio, un tema válido para la investigación sociobiológica. Los seres humanos son, como ya hemos dicho, unas criaturas muy complejas, los sistemas individuales más complejos que se conocen. Después de haber traído al lector desde la sencillez del mundo subatómico hasta este punto máximo de complejidad, es hora de seguir adelante, yendo hacia escalas aún mayores, para observar nuestro planeta en conjunto y su posición en el cosmos. La buena noticia es que a medida que vayamos saliendo al universo en grandes dimensiones, las cuestiones científicas básicas, de ahora en adelante, se irán haciendo de nuevo más fáciles de entender.
Albert Einstein comentó una vez que «el eterno misterio del mundo es su comprensibilidad… el hecho de que sea comprensible es un milagro». Ahora podemos ver que la razón por la que el universo —que es lo que Einstein quiere decir cuando utiliza el término «mundo»— resulta comprensible es que es sencillo. El porqué de esta sencillez puede ser aún un misterio; sin embargo, porque es en sí mismo sencillo pueden comprenderlo unas criaturas tan sencillas como nosotros mismos (aunque seamos complicados en relación con los estándares del universo). Comenzaremos nuestro viaje al espacio examinando la parte sólida de la Tierra que tenemos bajo nuestros pies, aunque no es siempre tan sólida como podríamos pensar.
un escenario en continua transformación
Para el sistema de referencia de los seres humanos, la Tierra resulta grande. Tiene un diámetro de cerca de 12.800 km y su contorno es una circunferencia de 40.000 km, en números redondos. Sin embargo, la mayoría de los hechos que nos afectan directamente acontecen en una capa muy delgada próxima a la superficie terrestre: la corteza de la parte sólida del planeta y la fina capa de atmósfera que la rodea. Para obtener una perspectiva de esta zona en la que surge la vida, imaginemos que se hace un corte a través de la parte sólida de la Tierra, del mismo modo que un cocinero corta una cebolla por la mitad, y que se observa la estructura estratificada que se encuentra bajo nuestros pies.
Sabemos algo sobre la estructura interna de la Tierra gracias a las vibraciones producidas por los terremotos, es decir, por las ondas sísmicas que se desplazan a través de las rocas y sufren reflexiones y refracciones al atravesar los límites entre las diferentes capas de roca, de forma análoga al modo en que la luz experimenta reflexiones y refracciones al atravesar la superficie de un bloque de vidrio. De la misma manera que un físico podría averiguar cuáles son algunas de las propiedades del vidrio que forma un prisma haciendo pasar la luz a través de él y estudiando de qué modo ésta se refracta, así también pueden los geofísicos descubrir algunas de las propiedades de la Tierra observando las ondas sísmicas. Sin embargo, este reconocimiento mediante «rayos X» resulta muy tosco, pues la producción de ondas sísmicas no admite control alguno por parte del ser humano, sino que depende de los terremotos que se produzcan de forma natural; asimismo, requiere un gran despliegue de observatorios sísmicos distribuidos por todo el globo terráqueo para realizar el seguimiento de las ondas sísmicas cuando éstas se producen. En muchos aspectos, sabemos más sobre las estrellas del cielo que sobre el centro de la Tierra, porque, al fin y al cabo, las estrellas podemos verlas.
La máxima profundidad a la que una persona se puede situar bajo la superficie terrestre es la del fondo de la mina más profunda, es decir, sólo 4 km; y la mayor profundidad a la que se ha podido llegar mediante la perforación para sondeos en el interior de la corteza terrestre no alcanza los 20 km bajo la superficie. Aunque las características del campo de gravedad y del campo magnético terrestre aportan algo de información suplementaria sobre lo que sucede en el interior de la Tierra, todavía dependemos de las ondas sísmicas para la mayor parte de la investigación que se ha de realizar.
Lo que muestran las ondas sísmicas es una estructura en capas construida alrededor de un núcleo sólido interno que tiene un radio de aproximadamente 1.600 km (no se sorprenda si encuentra cifras ligeramente diferentes en distintos libros: los radios exactos que podemos citar son todos ellos un poco imprecisos, lo cual es un reflejo de las dificultades que surgen a la hora de efectuar observaciones sísmicas). Este núcleo interno está rodeado por un núcleo exterior líquido que tiene un espesor de más de 1.800 km. El núcleo en su totalidad es muy denso, probablemente sea rico en hierro y tiene una temperatura de casi 5.000° C. La circulación de este material conductor de la electricidad en el micleo exterior líquido es claramente responsable de la generación del campo magnético terrestre, sin embargo, nadie ha podido nunca desarrollar un modelo que explique de una forma completamente satisfactoria cómo funciona este proceso.
La elevada temperatura del núcleo es en parte una consecuencia del modo en que se formó la Tierra, que surgió como una bola caliente de materia fundida constituida por muchos objetos menores que colisionaron y quedaron adheridos unos a otros cuando se formó el sistema solar (verán más de esto en el capítulo 9). Una vez que se generó una corteza fría alrededor de la bola de roca fundida, dicha corteza empezó a actuar como una capa aislante que retenía el calor interior, de tal forma que éste sólo podía escapar muy lentamente hacia el espacio. A pesar de esto, si no se produjera algún tipo de inyección continua de calor, el interior de la Tierra no podría estar tan caliente como se encuentra aún actualmente, más de cuatro mil millones de años después. El calor suplementario proviene de isótopos radiactivos (fabricados originariamente durante la agonía de algunas estrellas), que se desintegran convirtiéndose en elementos estables y emiten energía durante este proceso. También esta fuente de calor se agotará en un período de aproximadamente diez mil millones de años y la Tierra se irá enfriando gradualmente hasta quedarse helada y convertida en una masa sólida; pero, para entonces, habrá muerto también el propio Sol, con lo cual el enfriamiento del interior de la Tierra será lo que menos preocupe a los seres inteligentes que puedan ser testigos del acontecimiento.
El volumen de la Tierra está constituido en su mayor parte por la capa que cubre al núcleo. Esta capa se llama manto. La totalidad del manto tiene un espesor de menos de 3.000 km, pero generalmente se considera que está formado por dos componentes (que se distinguen por tener propiedades sísmicas ligeramente diferentes): el manto inferior (con un espesor de alrededor de 2.300 km) y el manto superior (de unos 630 km de espesor). Entre los dos suman el 82 por 100 del volumen de la Tierra y dos tercios de su masa. Por encima del manto, como una piel que envolviera la parte sólida de la Tierra, se encuentra la corteza. Ésta tiene un espesor de alrededor de 40 km bajo los continentes de nuestro planeta, pero de sólo 10 km bajo los océanos. Si tomamos un valor medio de 20 km, en números redondos el espesor de la corteza representa menos de un tercio del 1 por 100 (0'33 por 100) de la distancia existente entre la superficie y el centro de la Tierra.
Los geofísicos saben mucho más sobre la estructura de la Tierra en las proximidades de la superficie, que sobre el núcleo (aunque «mucho más» tampoco es mucho). A una profundidad de entre 75 km y 250 km, aproximadamente, existe una zona del manto en la que las ondas sísmicas viajan ligeramente más despacio que en las zonas que se encuentran justo encima y debajo de dicha zona. Se trata de una zona de debilidad causada por una fusión parcial de las rocas en la zona de baja velocidad, que se llama astenosfera (la parte del manto situada bajo la astenosfera recibe el nombre de mesosfera). Es posible que las rocas se fusionen parcialmente en esta zona debido a una relación entre presión y temperatura (el mismo tipo de relación explica por qué el núcleo exterior está fundido mientras que el núcleo interior es sólido). Aunque las rocas están más calientes a más profundidad dentro del manto, la presión es también mayor y las rocas se encuentran en estado sólido; por otra parte, aunque la presión es menor encima de la astenosfera, también lo es la temperatura, por lo que resulta que aquí también son sólidas las rocas. En la astenosfera la combinación de la presión con una temperatura de unos 1.100° C, que es la temperatura de un alto horno, es justo la adecuada para hacer que las rocas estén semi-fundidas.
Todo la zona situada encima de la astenosfera se denomina litosfera y el hecho más significativo es que, por la debilidad de la astenosfera, algunos trozos de la litosfera pueden cambiar de lugar, en cierto modo, flotando sobre la astenosfera. Esta libertad de algunos trozos de la litosfera para desplazarse sobre la astenosfera es lo que hace que los continentes se desplacen (muy lentamente) sobre la superficie de la Tierra, produciendo así impresionantes cambios en la geografía de nuestro planeta en el transcurso del tiempo geológico. Sin embargo, el modo en que se produce este movimiento de los continentes no se había comprendido hasta hace relativamente poco; en realidad, es relativamente reciente el hecho de que la mayoría de los geólogos y geofísicos hayan aceptado plenamente la evidencia de la deriva continental, aunque hacía tiempo que unos pocos estaban convencidos de que los continentes se mueven sobre la superficie de nuestro planeta.
Desde los primeros tiempos de la cartografía fiable a escala global, han sido abundantes las especulaciones acerca de las causas de la disposición actual de los continentes. En 1620, poco más de un siglo después de que Cristóbal Colón hiciera su famoso viaje como descubridor, Francis Bacon llamó la atención sobre la similitud existente entre el perfil de la costa oriental de Sudamérica y la costa occidental de África, diciendo lo siguiente:
Cada región tiene istmos y cabos similares, lo cual no es una mera casualidad. Asimismo, el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo concuerdan en lo siguiente: ambos mundos son amplios y anchos si nos acercamos hacia el norte y, sin embargo, se van haciendo estrechos y puntiagudos hacia la parte sur.