Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (25 page)

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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi)
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No hay nada que demuestre que Bacon considerara realmente estas peculiaridades como la consecuencia de que los dos continentes hubieran sido en algún tiempo una única masa de tierra que se rompió, separándose y desplazándose por el planeta, pero si una plantilla con el perfil de Sudamérica se coloca sobre una esfera (o se simula este movimiento en un ordenador), el saliente que forma Brasil encaja claramente por debajo del saliente de África occidental. América del Norte, si se le aplica un ligero giro, encaja casi igual de bien en Europa, rellenando con Groenlandia el hueco que quedaría en el norte.

La primera versión que se publicó de un mapa que mostraba esta coincidencia fue obra de Antonio Snider, un americano que trabajaba en París en 1858. Su idea consistía en lo siguiente: cuando la Tierra se enfrió, los continentes habían constituido una sola masa de tierra situada a un lado del planeta y, debido a que esta posición era inestable, aquel único continente se quebró y sus fragmentos se separaron y fueron arrastrados a sus posiciones actuales durante una catástrofe que Snider relacionaba con la historia bíblica de Noé y el diluvio universal.

En las décadas siguientes, otros científicos
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discutieron, de forma pacífica, algunas variaciones sobre el tema. En todo caso, el que logró un puesto merecido en la historia como «padre» de la idea de la deriva continental fue el alemán Alfred Wegener, quien, a diferencia de otros que se limitaron a especular con las distintas posibilidades, ideó un modelo detallado —que no era del todo correcto, pero eso no viene al caso, porque pocos modelos lo son— y, como hizo todo lo posible para convencer a otros geólogos, organizó un gran escándalo con sus teorías, ya que no se limitó a publicarlas calladamente y abandonarlas a la deriva para que se hundieran o salieran a flote por sí mismas. Wegener vivió desde el año 1880 hasta 1930 y publicó por primera vez sus teorías sobre la deriva continental en una monografía en alemán el año 1915. Esta publicación casi no se conoció fuera de Alemania, a causa de la Primera Guerra Mundial, siendo la tercera edición, que se publicó en 1922 y se tradujo al inglés en 1924, la que realmente dio inicio al debate moderno sobre este tema.

Es la geología la que nos ofrece lo que actualmente parece, en una mirada retrospectiva, la prueba clave de que los continentes que se encuentran ahora en las orillas opuestas de los océanos estuvieron en otro tiempo unidos. Por ejemplo, hay formaciones rocosas en el oeste de África que coinciden con formaciones rocosas de Brasil de un modo tan claro que es como si los perfiles de los dos continentes se aproximaran hasta tocar el uno con el otro sobre una hoja de periódico y luego se rasgara el papel a lo largo de la juntura, separando los dos trozos: sería fácil reconstruir el encaje original sin más que colocar juntos los dos trozos de papel, de tal forma que las correspondientes líneas del texto del periódico se unieran. De un modo similar, los «papeles de periódico» geológicos aparecen de tal manera que se pueden leer las frases desde un lado hacia el otro de la juntura, cuando los continentes «vuelven a colocarse juntos» en una reconstrucción.

A pesar de esta prueba, la idea de la deriva continental siguió siendo un punto de vista minoritario durante unos cuarenta años, en parte debido a que nadie ofrecía una explicación convincente sobre cómo habían podido desplazarse los continentes para separarse. Como mínimo, parecía improbable que hubieran podido abrirse camino por los fondos oceánicos, como grandes transatlánticos surcando el mar; y aunque pudiéramos imaginarnos que la Tierra se partió y los continentes quedaron separados, si todo el planeta se estaba expandiendo, ¿qué es lo que pudo hacer que se expandiera de este modo —unos dos tercios— en cerca de 200 millones de años? Por lo tanto, aunque esta teoría fue objeto de amplios debates en los años veinte y treinta, hasta la década de los sesenta no se obtuvo una prueba irrebatible de que el océano Atlántico se ensancha cada vez más.

En la formulación moderna la deriva continental constituye una parte de un gran bagaje de teorías que se conocen en su conjunto como tectónica de placas. Todo esto surgió durante la década de los cincuenta como resultado de un estudio minucioso de la corteza terrestre que se encuentra debajo de los océanos, utilizando técnicas sismológicas. Para realizar estos estudios locales no es preciso esperar a que los terremotos hagan que la tierra tiemble, sino que basta con improvisar una serie de explosiones para comprobar la corteza mediante las ondas sonoras que generan. Cuando los geólogos fueron capaces de hacer esto a gran escala y saliendo al mar a gran distancia de la costa, fue cuando descubrieron lo delgada que es la corteza oceánica, que en algunos lugares no tiene más que entre cinco y siete kilómetros de espesor. También descubrieron lo accidentado que es el fondo marino, con sus montañas, con cañones submarinos y, lo más importante de todo, con grandes cordilleras oceánicas de miles de kilómetros de longitud y alturas que sobrepasan en varios kilómetros la altura media del fondo oceánico. Como arquetipo tenemos la dorsal Centroatlántica, que, como su nombre indica, se encuentra aproximadamente a medio camino entre Europa y América, extendiéndose de norte a sur por la zona intermedia del océano Atlántico. A lo largo de la parte central de esta cordillera existe un rift
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activo salpicado en toda su extensión por muchos lugares en los que hay actividad volcánica submarina.

En 1960 Harry Hess, de la Universidad de Princeton, explicó esto y todas las demás características recientemente descubiertas en relación con los fondos marinos, refiriéndose al primer modelo de lo que llegó a conocerse como expansión de los fondos marinos (hablando con mayor exactitud, expansión del fondo oceánico, pero la aliteración, sea-floor spreading, hace que lo anterior suene bien), resucitando la idea de deriva continental dentro de un nuevo contexto. Según este modelo, las dorsales o cordilleras oceánicas se originan por corrientes de convección ascendentes en la materia fluida del manto terrestre.
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Estas lentas corrientes de convección transportan los materiales hasta la boca de la dorsal oceánica, donde se derraman hacia el exterior a cada lado de la misma, empujando y alejando a los continentes, y dando lugar a la formación de nuevas cuencas oceánicas jóvenes constituidas a partir de los materiales infrayacentes expulsados.

La convección, por supuesto, afecta a unos materiales que afloran en un lugar y a otros que deben hundirse en alguna otra parte, ya que, para que el tamaño de la Tierra haya seguido siendo aproximadamente el mismo durante la historia geológica reciente, se tiene que destruir parte de la corteza terrestre en algún lugar, más o menos en la misma proporción en que los materiales salen de las dorsales oceánicas. Hess llamó la atención sobre los sistemas de profundas fosas que marcan el borde de algunos océanos, especialmente al oeste del Pacífico. Sugirió que en estos lugares la delgada corteza oceánica está hundiéndose de nuevo bajo el borde del continente, para fundirse finalmente, integrándose en la astenosfera y cerrando así el ciclo de convección. Este modelo ofrecía también una explicación de toda la actividad geológica que se desarrolla a lo largo del Pacífico occidental, donde, como ya sabe cualquiera que haya visitado el Japón, los volcanes y los terremotos son fenómenos frecuentes. El argumento de esta historia es que el Atlántico se está ensanchando, a una velocidad de aproximadamente dos centímetros al año, mientras que el Pacífico se está encogiendo, lo cual tiene como consecuencia que América del Norte se desplaza lentamente hacia Asia.

Incluso al principio de la década de los sesenta, la teoría de la expansión del fondo marino no hizo que se descartara inmediatamente todo lo anterior; no hubo ninguno de esos momentos en que se grita ¡Eureka! y todo el mundo dice: «¡Claro! ¿Cómo no se me ocurrió?». La prueba convincente llegó unos pocos años más tarde, cuando los geólogos estudiaron el fondo marino utilizando una técnica nueva para demostrar las propiedades magnéticas de las rocas.

El magnetismo de las rocas es un instrumento clave para la geología continental. El campo magnético terrestre no es constante, sino que cambia a lo largo del tiempo geológico, debilitándose en ocasiones para hacerse luego más fuerte en el mismo sentido, o invirtiéndose a veces completamente, de tal modo que lo que ahora es el polo Norte magnético ha sido en algunos períodos del pasado el polo Sur magnético. Este proceso se comprende sólo de una manera precaria, si bien es cierto que tiene alguna relación con el modo en que los materiales conductores de la electricidad situados en el núcleo líquido exterior se hunden profundamente en la Tierra formando remolinos. Por desgracia, la expresión «inversión de los polos» se entiende a menudo de forma equivocada, por lo que algunos alarmistas dicen a veces que la Tierra puede dar un vuelco en el espacio o que la corteza en su totalidad puede empezar a resbalar sobre el globo terráqueo (mientras que el magnetismo permanece invariable), de tal modo que Australia y Europa intercambiarían sus posiciones. Desde luego, no es esto lo que sucede. Lo que estamos diciendo es simplemente que se produce un cambio en la dinamo interna de la Tierra, de tal forma que el campo magnético desaparece progresivamente y vuelve a aparecer en sentido contrario, mientras que los continentes siguen estando donde están durante el breve lapso de tiempo en que esto sucede.

En tierra, cuando las rocas se depositan (por ejemplo, el magma que fluye hacia el exterior de un volcán y después solidifica), los estratos se apilan situándose unos sobre otros. Cuando una capa de rocas fundidas se detiene, adquiere el magnetismo del campo magnético terrestre vigente en ese momento, es decir, su magnetismo natural coincide con la dirección del campo magnético terrestre en el momento de su depósito. Cuando los niveles estratigráficos están bien conservados, los cambios producidos en el magnetismo terrestre se pueden apreciar examinando los estratos del más moderno al más antiguo (es decir, de arriba abajo) y observando las inversiones que presenta la orientación de los minerales magnéticos de las rocas.

A menudo, sin embargo, los estratos aparecen plegados y desordenados debido a procesos geológicos, como por ejemplo el levantamiento de una montaña. En estos casos, una vez que se han calibrado las inversiones magnéticas en los estratos bien conservados, se puede invertir la técnica. Hasta cierto punto, la ordenación y la datación correctas de los estratos desordenados se pueden reconstruir examinando sus propiedades magnéticas y comparándolas con las propiedades magnéticas de los estratos bien ordenados.

Cuando, por primera vez, mediante buques geofísicos, se remolcaron unos magnetómetros por el mar con el fin de medir el magnetismo de las rocas de los fondos oceánicos, estos aparatos revelaron, sin embargo, unas pautas muy diferentes y, desde luego, sorprendentes. Las rocas del fondo marino del Atlántico eran portadoras de un magnetismo fósil que se manifestaba en franjas de norte a sur, de tal forma que una franja tenía la misma orientación que el campo magnético terrestre actual, mientras que la siguiente presentaba la orientación

opuesta, y así sucesivamente. Y, lo que es más, la pauta de estas franjas a un lado de la dorsal Centroatlántica es como la imagen en un espejo de la pauta que siguen en el otro lado de dicha dorsal.

La conclusión es inmediata: las bandas magnéticas siguen la orientación que tenía el campo magnético terrestre durante el tiempo que tardaron las rocas en solidificarse después de salir a presión, como la pasta de dientes cuando sale del tubo, repartiéndose por ambos lados de la dorsal. Durante millones de años las rocas estuvieron saliendo a presión y adoptando un tipo de magnetismo. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos geológico (unos cuantos miles de años), el campo se invirtió y, durante el siguiente intervalo de millones de años, las rocas expulsadas adoptaron la orientación magnética opuesta. Esta pauta repetitiva ha dejado en las rocas del fondo marino una grabación del cambiante magnetismo terrestre, literalmente casi como una grabación en cinta magnetofónica, apareciendo las rocas más jóvenes junto al eje de la dorsal y las más antiguas a cada lado del océano. De hecho, el descubrimiento de esta pauta diversificadora del magnetismo del fondo marino fue lo primero que reveló el modo en que el campo magnético terrestre se había invertido repetidamente durante la historia reciente de nuestro planeta. Por otra parte, desde aquellos días pioneros de la década de los sesenta, las franjas magnéticas del fondo oceánico se han comparado con la pauta magnética que se observa en las series estratigráficas afloradas en el continente. Todo encaja a la perfección.

Al aparecer estas nuevas pruebas, llegaba la hora en que todo estaba a punto para aceptar la teoría de la deriva continental, en su nueva formulación en términos de tectónica de placas. Uno de los momentos clave, cuando ya un grupo mayoritario de expertos empezaba a moverse a favor de la idea, tuvo lugar en un congreso organizado por la Royal Society en 1964, en el cual Edward Bullard, de la Universidad de Cambridge, presentó una de las primeras reconstrucciones mediante ordenador electrónico del encaje de los continentes situados a ambos lados del Atlántico. En un sentido estricto, esta reconstrucción no era ni más (ni menos) persuasiva que lo que fue en 1858 la reconstrucción dibujada a mano por Snider, excepto por el hecho de que utilizaba el borde de la plataforma continental para definir el borde de cada masa terrestre, en vez de utilizar como guía la línea costera actual; pero se ve que ya existía una cierta mística de los ordenadores en 1964 y, además, ya se había preparado el terreno mediante todo el trabajo realizado acerca de la expansión del fondo marino. Bullard aprovechó la marea y cautivó la imaginación de sus colegas, por lo que el año 1964 se considera en general el año en que se le abrieron las puertas a la teoría según la cual los continentes se mueven. Las últimas dudas crónicas se disiparon en la década de los setenta, cuando los satélites que utilizaban telémetros de láser llegaron a ser lo suficientemente precisos como para medir el movimiento de los continentes y confirmaron que, entre otras cosas, el Atlántico Norte efectivamente se está ensanchando a una velocidad de un par de centímetros por año.

La expresión «tectónica de placas» se utilizó por primera vez tres años después de que Bullard presentara su mapa en el congreso de la Royal Society, en un trabajo publicado en la revista científica Nature, en la cual Dan McKenzie y R. L. Parker reunieron en una coherente recopilación todas las nuevas teorías geofísicas. A finales de la década de los sesenta, ya estaba completo el modelo en lo esencial. Dicho modelo explica que el volumen de la corteza terrestre (oceánica y continental) está formado por unas pocas placas, observándose una actividad geológica relativamente pequeña en la parte central de las mismas. Las placas encajan entre sí como las piezas de un puzzle y cubren de esta manera toda la superficie de la Tierra; sin embargo, a diferencia de un puzzle, la actividad que tiene lugar en las zonas limítrofes entre unas placas y otras cambia su pauta a medida que transcurre el tiempo. Existen solamente seis placas principales y doce menores, cubriendo por entero todas juntas el globo terrestre.

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