En los retículos del cerebro de la morilla apareció la imagen de todo un campo de siembra humano. Allí podría propagarse en paz, al cuidado de los humanos. Ahora —y lamentaba profundamente esa desventaja —no tenía bastante volumen como para volver a dividirse y apoderarse de algunos otros pastores. Pero en cuanto pudiera… Llegaría el día en que podría vivir y crecer en paz en una plantación bien cuidada, y terminaría por reinar sobre toda la humanidad. Impaciente, obligó a Gren a que hablara:
—Ya no seremos las desdichadas criaturas de la maleza. Mataremos la maleza. Exterminaremos la selva y todos los seres malignos que la habitan. Sólo permitiremos que vivan las cosas buenas. Tendremos jardines y en ellos creceremos… fuertes, más fuertes, hasta que el mundo sea nuestro otra vez, como en tiempos remotos.
Se hizo un silencio. Los pastores se miraban, inquietos pero desafiantes.
Poyly pensó que lo que Gren decía era demasiado pomposo y fatuo. Tampoco Gren estaba satisfecho. Si bien consideraba a la morilla un amigo poderoso, aborrecía que lo obligase a hablar y actuar de un modo que a menudo él mismo no entendía.
Cansado, se echó en un rincón y casi en el acto se quedó dormido. Indiferente también a lo que los otros pensaran, Poyly se acostó a dormir.
Al principio los pastores estuvieron un rato mirándolos desconcertados. Luego Hutweer batió palmas para que se dispersasen.
—Por ahora los dejaremos dormir —dijo.
—¡Son gente tan rara! Me quedaré junto a ellos —dijo Yattmur.
—No es necesario; ya habrá tiempo de preocuparse cuando despierten —dijo Hutweer, empujando a Yattmur delante de ella.
—Ya veremos qué hacen estos espíritus cuando la Boca Negra cante —dijo Iccal, mientras trepaba hacia la entrada de la caverna.
Mientras Poyly y Gren dormían, la morilla no dormía. No conocía el sueño.
Se sentía como un niño que descubre en una caverna un cofre repleto de joyas; había tropezado con un tesoro insospechado hasta para su propio dueño; y aquel tesoro era de una naturaleza tal que la morilla se precipitó a examinarlo. Las primeras y rapaces indagaciones se fundieron en un excitado asombro.
El sueño de Gren y Poyly fue turbado por una multitud de fantasías extrañas. Bloques enteros de experiencia pasada se levantaban como ciudades envueltas en bruma, ardían un instante en el ojo del sueño, y se desvanecían. Trabajando sin pensamientos, que quizá hubieran provocado reacciones antagónicas en aquellos niveles inconscientes, la morilla excavaba los obscuros corredores que almacenaban las respuestas intuitivas de Gren y Poyly.
El viaje era largo. Muchos de los signos, inutilizados durante incontables generaciones, parecían confusos y equívocos. La morilla descendió poco a poco desde las épocas que habían precedido al inusitado incremento de la radiación solar hasta los tiempos en que el hombre era un ser mucho más inteligente agresivo que esa actual contraparte arborícola. Estudió maravillada y perpleja las grandes civilizaciones, y penetró luego mucho más profundamente, hacia atrás, a la época más larga y nebulosa de la prehistoria del hombre, antes de que tuvieran fuego para calentarse de noche, o un cerebro que les guiara la mano durante la caza.
Y allí la morilla, mientras escarbaba los rastros más remotos de la memoria humana, hizo aquel descubrimiento asombroso. Quedó inmovilizada durante varios latidos antes de que empezara a digerir la trascendencia de aquello con que había topado.
Tañendo en los cerebros de Gren y de Poyly, los despertó. Los dos se dieron vuelta, exhaustos, dispuestos a seguir durmiendo; pero no había manera de escapar de aquella voz interior.
—¡Gren! ¡Poyly! ¡Acabo de descubrirlo! ¡Somos parientes más cercanos de lo que pensáis!
Palpitando con una emoción que nunca les había mostrado, la morilla los obligó a ver las imágenes almacenadas en los limbos de la memoria.
Les mostró primero la era de la grandeza del hombre, una era de ciudades y caminos prodigiosos, una era de aventurados viajes a los planetas cercanos. Había sido una época organizada y de grandes aspiraciones, de comunidades, comunas, y comités. No obstante, la gente no parecía más feliz, y vivía soportando presiones y antagonismos. En cualquier momento eran aniquilados a millones por la guerra económica o la guerra total.
Luego, mostró la morilla, cuando el sol cambió, las temperaturas de la Tierra habían empezado a subir. Confiando en el poder de la tecnología, la humanidad se preparaba a enfrentar esa emergencia.
—No nos muestres más —gimió Poyly, pues las escenas eran vívidas y dolorosas. Pero la morilla, sin prestarle atención, continuó informando.
Mientras preparaban aún las defensas, la gente empezó a enfermar. El sol derramaba ahora una nueva banda de radiaciones y toda la humanidad sucumbió poco a poco a una enfermedad extraña. Les afectaba la piel, los ojos… y el cerebro.
Al cabo de muchos años de sufrimiento, se hicieron inmunes a las radiaciones. Pudieron dejar las camas, arrastrándose. Pero algo había cambiado. Ya no eran capaces de mandar, de pensar, de luchar.
¡Eran criaturas diferentes!
Siempre arrastrándose, abandonaron las grandes y hermosas ciudades, abandonaron las casas, como si ya no reconocieran lo que fuera un tiempo el hogar del hombre. La estructura social se derrumbó, y toda aquella organización se extinguió de un día para otro. A partir de entonces las malezas medraron en las calles, el polen voló sobre las cajas registradoras; el avance de la selva había comenzado.
La decadencia del hombre no fue un proceso paulatino sino una carrera atroz y precipitada, como el desmoronamiento de una torre gigantesca.
—Ya basta —le dijo Gren a la morilla, luchando contra ella—. El pasado ya no nos concierne. ¿Por qué pensar en algo tan remoto? ¡Ya nos has preocupado bastante! ¡Déjanos dormir!
Gren tenía una sensación curiosa, como si todo le cascabeleara por dentro, mientras que por fuera nada se movía. La morilla estaba sacudiéndolo metafóricamente por los hombros.
—Eres tan diferente —tañó la morilla, siempre excitada—. Tenéis que poner atención. ¡Mirad! Retrocederemos a días muy distantes, cuando el hombre no tenía ni historia ni tradiciones, cuando ni siquiera era el Hombre. En ese entonces era una criatura miserable parecida a lo que sois vosotros ahora…
Y Poyly y Gren no tuvieron más remedio que ver las imágenes. Aunque eran obscuras y borrosas, vieron gente de aspecto simiesco que bajaba resbalando de los árboles y corría descalza entre los helechos. Era gente pequeña, nerviosa, y sin lenguaje. Se sentaban en cuclillas, correteaban, y se escondían en los matorrales. Los detalles no eran claros, porque en ese entonces no había percepciones claras. Los olores y los ruidos eran penetrantes, y a la vez excitantes como un enigma. Los humanos sólo veían imágenes fugaces a una media luz: pequeñas criaturas de un mundo primigenio que corrían de un lado a otro, disfrutaban, y morían.
Por algún motivo inexplicable para ellos, los humanos sintieron nostalgia y Poyly lloró.
Apareció una imagen más clara. Un grupo de la gente pequeña chapoteaba en una ciénaga al pie de unos helechos gigantes. Desde los helechos caían cosas, les caían en las cabezas. Las cosas que caían eran reconocibles: hongos morilla.
—En el primitivo mundo oligocénico, mi especie fue la primera que desarrolló la inteligencia —tañó la morilla—. ¡Aquí tenéis la prueba! En condiciones ideales de humedad y tinieblas alcanzamos por primera vez la capacidad de pensar. Pero el pensamiento necesita piernas y brazos, miembros que él pueda mover. ¡Entonces nos hicimos parásitos de esas criaturas pequeñas, vuestros remotos antepasados!
Y de nuevo empujó a Poyly y Gren hacia adelante en el tiempo, mostrándoles la verdadera historia del desarrollo del hombre, que era también la historia de las morillas. Porque las morillas, que comenzaron como parásitas, se hicieron simbióticas.
Al principio se adherían al cráneo de los primates arbóreos. Más tarde, a medida que la conexión hacía prosperar a esa gente, a medida que aprendieron a organizarse y a cazar, fueron inducidas, generación tras generación, a que aumentaran la capacidad de los cráneos. Al fin las vulnerables morillas pudieron instalarse dentro, convertirse en un verdadero órgano, perfeccionar sus propias facultades bajo un techo curvo de huesos…
—Así se desarrolló la verdadera raza de los hombres —canturreó la morilla, lanzando una tormenta de imágenes—. Crecieron y conquistaron el mundo, olvidando el origen de estos triunfos, los cerebros de morillas que vivían y morían con ellos… Sin nosotras, estarían aún en los árboles, como vosotros vivís ahora, sin nuestra ayuda.
Los hombres eran físicamente más fuertes que las morillas. De algún modo se adaptaban a la creciente radiación solar, pero los cerebros simbióticos no sobrevivían. Morían en silencio, hervidos vivos en los pequeños refugios óseos que se habían modelado. El hombre se vio precisado… a valerse por sí mismo, equipado tan solo con una inteligencia natural que no era superior a la de los animales más evolucionados… ¡No es raro que perdiera aquellas espléndidas ciudades y se adaptara otra vez a la vida arbórea!
—Todo eso no significa nada para nosotros… absolutamente nada —gimió Gren—. ¿Por qué nos atormentas ahora con ese desastre remoto, de hace innumerables millones de años?
La morilla emitió en la cabeza de Gren un ruido silencioso parecido a una carcajada.
—¡Porque quizá el drama no haya concluido todavía! Yo soy de una cepa más robusta que mis antepasados remotos; yo puedo tolerar la elevada radiación. También vuestra especie puede tolerarla. ¡Este es el momento histórico para comenzar otra simbiosis, tan vasta y provechosa como la de antaño, la que enriqueció las mentes de aquellos micos que llegaron a viajar a las estrellas! Los relojes de la inteligencia empiezan a dar nuevas campanadas. Los relojes vuelven a tener manecillas…
—¡Gren, está loca y yo no entiendo! —gritó Poyly, aterrada por el torbellino de ruidos detrás de los ojos cerrados.
—¡Escuchad las campanadas de los relojes! —tañó la morilla—. ¡Tocan por nosotros, hijos!
—¡Oh, oh! ¡Puedo oírlas! —se lamentó Gren, revolviéndose inquieto en el camastro.
Y el ruido ahogó todo los demás: un repique de campanas que sonaba como una música diabólica.
—¡Gren, nos estamos volviendo locos! —gritó Poyly. ¡Esos ruidos terribles!
—¡Las campanas, las campanas! —tañía la morilla.
Y así se despertaron Poyly y Gren, y se incorporaron bañados en sudor, la morilla como un fuego en las cabezas y los cuellos… y ese ruido terrible que no cesaba, ¡ahora todavía más terrible!
En medio de aquella enloquecida carrera de pensamientos advirtieron de pronto que estaban solos en la caverna bajo el lecho de lava. Todos los pastores habían desaparecido.
Los ruidos aterradores que oían venían de afuera, Por qué les parecían tan aterradores, no era fácil decirlo. El sonido predominante era casi una melodía, aunque nunca parecía resolverse. Cantaba no para el oído sino para la sangre, y la sangre respondía a aquella llamada de pronto helándose, de pronto acelerándose en las venas.
—¡Tenemos que ir! —dijo Poyly tratando de ponerse de pie—. ¡Nos llama!
—¿Qué he hecho? —gimió la morilla.
—¿Qué pasa? —preguntó Gren—. ¿Por qué tenemos que ir?
Se apretaron uno contra otro, asustados; pero con una urgencia en la sangre que no les permitía estarse quietos. Las piernas se les movían como si tuvieran voluntad propia. Fuera lo que fuese aquella terrible melodía, tenían que ir hacia ella.
Sin prestar atención a los golpes y caídas, treparon por la cascada de rocas que servía de escalera, salieron al aire libre, y se encontraron en medio de una pesadilla.
La terrible melodía soplaba ahora alrededor como un vendaval, aunque no se movía ni una sola hoja. Se les prendía a las piernas, y tironeaba, frenética. Pero no eran los únicos que acudían a la llamada de aquel canto de sirena. Criaturas aladas y corredoras y saltonas y rastreras se abrían paso impetuosamente a través del claro, todas en una dirección, hacia la Boca Negra.
—¡La Boca Negra! —gritaba la morilla—. ¡La Boca Negra canta para nosotros y tenemos que acudir!
Aquella melodía no sólo les tironeaba de los oídos; también les tironeaba de los ojos. Las retinas mismas, en parte insensibles, veían el mundo entero en blanco, negro y gris. Blanco era el cielo que espiaba allá arriba, y gris el follaje que moteaba el cielo; negras y grises las rocas deformadas bajo los pies que corrían sin detenerse. Tendiendo las manos hacia adelante, Gren y Poyly echaron a correr junto con todos los otros.
Entonces, en un remolino de pavor y compulsión, vieron a los pastores.
Como sombras, los pastores estaban apoyados en los últimos troncos del baniano. Se habían atado allí con cuerdas. En medio del grupo, también atado, estaba Iccall el cantor. ¡Ahora cantaba! Cantaba en una posición singularmente incómoda, como desfigurado, como si tuviera el cuello roto, la cabeza colgante, la mirada salvaje clavada en el suelo.
Cantaba con toda la voz y toda la sangre. El canto se alzaba con valentía, desafiando el canto retumbante de la Boca Negra, y tenía poder, el poder de contrarrestar aquel maleficio que hubiera podido arrastrar a todos los pastores hacia la boca que entonaba la otra melodía.
Los pastores escuchaban con sombría atención lo que Iccall cantaba. Mas no estaban ociosos. Atados a los troncos de los árboles, lanzaban sus redes para atrapar en ellas a las otras criaturas que acudían ciegamente a la irresistible llamada.
Poyly y Gren no entendían las palabras del canto de Iccall. Nadie les había enseñado a entenderlas. El posible mensaje era eclipsado por las emanaciones de la Boca poderosa.
Luchaban con denuedo contra esa emanación, pero de nada les servía. A pesar de ellos mismos, seguían adelante, a los tropezones, pero avanzando. Los seres voladores les golpeaban las mejillas al pasar. ¡Todo aquel mundo blanco y negro se precipitaba como una marea en una única dirección! Sólo los pastores que escuchaban el canto de Iccal parecían inmunes.
Cada vez que Gren trastabillaba, criaturas vegetales saltaban galopando por encima de él.
De improviso, en tropel, desde la selva, empezaron a llegar los saltavilos. Sin dejar de escuchar desesperadamente el canto de Iccall, los pastores los apresaban en las redes, los retenían, y los sacrificaban allí mismo, en medio de la confusión.