Invernáculo (18 page)

Read Invernáculo Online

Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
11.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ya lo veis —comentó la morilla—. La lucha ha terminado.

Al levantarse, Poyly creyó vislumbrar una especie de aleteo. Miró hacia la orilla y un apagado grito de horror le brotó de los labios. Gren y Yattmur se volvieron y miraron en la misma dirección. Quedaron petrificados, blandiendo todavía los cuchillos.

—¡Agachaos! —gritó Poyly.

Unas hojas centelleantes como espadas dentadas giraban por encima de ellos. Los tres árboles panza hervían de cólera. Privados de los esclavos voluntarios, fustigaban el aire con las hojas largas que les brotaban del vértice. La masa entera del cuerpo les temblaba mientras las obscuras hojas verdes relampagueaban sobre la embarcación.

En el momento en que Poyly se tiraba de bruces, la primera hoja azotó la cubierta, abriendo una herida profunda en la madera tosca. Volaron astillas. Siguió un segundo y un tercer latigazo. Poyly comprendió que un bombardeo tan terrible los mataría a todos en pocos instantes.

La furia espantosa de aquellos árboles parecía sobrenatural. Poyly no dejó que la paralizara. En tanto Gren y Yattmur se agazapaban bajo el endeble amparo de la popa, ella saltó, sin esperar a que la morilla la guiara, se inclinó sobre la borda y frotó el filo del cuchillo contra las recias fibras que mantenían la barca en cruz sobre las aguas.

Las hojas acorazadas hacían estragos cerca de ella. Los pescadores habían sido alcanzados una y otra vez. Parábolas de sangre manchaban la cubierta. Las infelices criaturas lloraban, se amontonaban unas sobre otras, y se apartaban del centro de la cubierta, con los miembros ensangrentados, tambaleándose. Pero los árboles seguían castigando sin misericordia.

Dura como era la cuerda de amarre, se rompió al fin bajo el ataque de Poyly. Dio un grito de triunfo cuando la barca en libertad osciló al empuje de las aguas.

Estaba aún trepando para ponerse a salvo cuando otra hoja descendió, restallante. Las espinas del borde carnoso se le hincaron con violencia en el pecho.

—¡Poyly! —gritaron Gren y Yattmur con una sola voz, levantándose de un salto.

Ya no la alcanzaron. El golpe la había sorprendido en una posición inestable. Se dobló en dos cuando la sangre le brotó de la herida. Las rodillas se le arquearon y cayó hacia atrás. Por un instante miró a Gren a los ojos en una tierna súplica, y en seguida desapareció por encima de la borda y golpeó las aguas.

Gren y Yattmur corrieron y se asomaron por la borda. Una nueva turbiedad en el agua señalaba el sitio en que Poyly se había hundido. Una mano afloró en la superficie, con los dedos abiertos, seccionada del brazo. Casi al instante desapareció en medio de un tumulto de peces de cuerpos bruñidos, y ya no hubo más señales de Poyly.

Gren se dejó caer sobre la cubierta; golpeaba la madera loco de dolor e increpaba a la morilla: —¿No podías haberla salvado, hongo miserable, excrecencia inútil? ¿No podías haber hecho algo? ¿Qué le diste sino sinsabores?

Se hizo un largo silencio. Gren la llamó de nuevo, con dolor y con odio. Al fin la morilla habló con voz débil.

—La mitad de mí ha muerto —musitó.

16

Ya la barca había empezado a girar a la deriva río abajo. Ahora estaban a salvo de las copas mortíferas de los árboles panza que seguían batiendo espuma sobre las aguas.

Al ver que se alejaban de la costa, los pescadores entonaron un coro de gemidos. Yattmur se plantó ante ellos cuchillo en mano, sin permitirse mostrar alguna compasión por las heridas que tenían.

—¡A ver, hombres panza! ¡A ver, hijos rabilargos de árboles hinchados! ¡Basta de alboroto! Alguien que era real acaba de morir y guardaréis duelo por ella o arrojaré a todos por la borda con mis propias manos.

Al oír esto los pescadores cayeron en un silencio abyecto. Amontonados en un grupo sumiso, se consolaban mutuamente y se lamían unos a otros las heridas. Yattmur corrió hacia Gren, lo abrazó y apoyó la mejilla en la de él. Gren trató de resistirse, sólo por un momento.

—No llores demasiado a Poyly. Era hermosa en vida… pero a todos nos llega la hora de caer en la espesura. Yo estoy aquí, y de ahora en adelante seré tu compañera.

—Querrás volver a tu tribu, con los pastores, —dijo Gren, desconsolado.

—¡Ja! Los hemos dejado lejos. ¿Cómo podré volver? Levántate y ven a ver qué rápido nos lleva el agua. Ya casi no alcanzo a ver la Boca Negra… ya no es más grande que uno de mis pezones. Estamos en peligro, Gren. ¡Despierta! Pregúntale a tu amigo mágico, la morilla, a dónde estamos yendo.

—No me importa lo que ahora pueda pasarnos.

—Mira, Gren…

Un clamor se alzó entre los pescadores. Con una especie de interés apático, señalaban hacia adelante y gritaban; bastó para que Yattmur y Gren se levantaran de prisa.

La barca a la deriva se precipitaba rápidamente hacia otra embarcación. Más de una colonia de pescadores vivía en las orillas del Agua Larga. Ya otra asomaba adelante, señalada por dos árboles panza abultados. La red estaba extendida a través de la corriente, y la barca permanecía aún en la orilla opuesta, cargada de pescadores. Las colas pendían sobre el río por encima de la red.

—¡Vamos a chocar contra esa barca! —exclamó Gren—. ¿Qué podemos hacer?

—No, no chocaremos con la barca. Tal vez la red nos detenga. Entonces podremos ganar la orilla sanos y salvos.

—Mira a esos imbéciles que trepan por los costados de la barca. Van a ser despedidos por encima de la borda. —Llamó a gritos a los pescadores. —¡Eh, vosotros, rabones! ¡Bajad pronto de ahí si no queréis caer al agua!

La voz se ahogó entre los gritos de los pescadores y el rugido de las aguas. La corriente los precipitaba irresistiblemente hacia la otra embarcación. Un momento después chocaban contra la red que les interceptaba el camino.

La barca rechinó y se ladeó. La sacudida lanzó al agua a varios pescadores. Uno de ellos consiguió llegar de un salto a la otra barca, que estaba cada vez más cerca. Las dos embarcaciones chocaron y se separaron oblicuamente como en una carambola de billar y la cuerda que atravesaba el agua restalló y se rompió.

De nuevo empezaron a navegar a la deriva, en una precipitada carrera río abajo. La otra barca, que ya estaba en la ribera opuesta, siguió allí, sacudiéndose peligrosamente. Muchos de los tripulantes habían saltado a la orilla; otros habían sido arrojados al agua; a algunos el accidente les había seccionado la cola. Pero las desventuras de estos pescadores quedaron sin develar, pues la barca de Gren se precipitó en seguida por una amplia curva y la selva se cerró a uno y otro lado.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Yattmur, estremeciéndose.

Gren se encogió de hombros, perplejo. No se le ocurría nada. El mundo parecía decirle que era demasiado grande y terrible para él.

—¡Despierta, morilla! —dijo—. Tú nos metiste en este brete… sácanos ahora.

Como respuesta, la morilla empezó a sacudirle las ideas, a ponérselas patas arriba. Mareado, Gren se sentó pesadamente. Yattmur le estrechaba las manos mientras unos recuerdos y pensamientos fantasmales revoloteaban ante el ojo mental de Gren. La morilla estaba estudiando navegación.

Al cabo dijo: —Necesitamos gobernar esta barca.

Pero no tenemos con qué. Habrá que esperar y ver qué ocurre.

Era reconocer la derrota. Gren se sentó en la cubierta y rodeó a Yattmur con un brazo, indiferente a todo cuanto ocurría alrededor. Regresó con el pensamiento a los días en que él y Poyly eran niños despreocupados en la tribu de Lily-yo. La vida había sido tan fácil, tan placentera, y ellos casi ni se habían enterado. Si hasta hacía más calor entonces; en el cielo, casi verticalmente sobre ellos, siempre había brillado el sol.

Abrió un ojo. El sol estaba muy bajo, al borde del horizonte.

—Tengo frío —dijo.

—Acurrúcate contra mí —lo tentó Yattmur.

A un lado había un montón de hojas recién cortadas, destinadas quizá a envolver el pescado que los pescadores esperaban atrapar. Yattmur abrigó con las hojas a Gren y se tendió junto a él, abrazándolo.

Al calor del cuerpo de Yattmur, Gren se tranquilizó. Con un interés recién nacido, empezó a explorar instintivamente el cuerpo de ella. Era cálida y dulce como los sueños de la infancia, y se apretaba a él con ardor. También las manos de ella iniciaron un viaje exploratorio. Entregados a aquel mutuo deleite, se olvidaron del mundo. Cuando él la tomó, ella también estaba tomándolo.

Hasta la morilla se había apaciguado con el placer de lo que ellos hacían al abrigo de las hojas. La barca continuaba precipitándose río abajo; de tanto en tanto golpeaba contra la orilla, pero nunca dejaba de avanzar.

Al cabo de un tiempo se internó en un río mucho más ancho y caudaloso, y luego dio vueltas y vueltas arrastrada por un remolino; todos se marearon. Allí murió uno de los pescadores y tuvieron que arrojarlo por la borda. Esto pudo ser una señal pues en el acto la embarcación se liberó del remolino y navegó otra vez a la deriva sobre el amplio pecho de las aguas. Ahora el río era muy ancho y aumentaba cada vez más; pronto no vieron ninguna orilla.

Aquel era un mundo desconocido para los humanos; a Gren la sola idea de unas enormes extensiones vacías le parecía inconcebible. Contemplaban con asombro aquel espacio inmenso, y en seguida, temblando, apartaban la mirada y se cubrían los ojos con las manos. Todo en torno era movimiento; y no sólo las aguas inquietas del torrente. Se había levantado un viento frío, un viento que se hubiera extraviado en las distancias inconmensurables de la selva, pero que aquí era dueño y señor de todas las cosas. Agitaba las aguas con pasos invisibles, empujaba la barca y la hacía crujir, salpicaba de espuma las caras preocupadas de los pescadores, los despeinaba y les silbaba en los oídos. Arreció hasta helarles la piel, y tendió un velo de nubes en el cielo, obscureciendo los traveseros que se desplazaban allá arriba.

Quedaban en la barca dos docenas de pescadores; seis de ellos estaban muy malheridos a causa del ataque de los árboles panza. Al principio no intentaron acercarse a Gren y Yattmur; yacían allí, amontonados, como un monumento viviente a la desesperación. Primero murió uno y luego otro, y ambos fueron arrojados por la borda en medio de un duelo desordenado.

De este modo la corriente los fue llevando al mar.

La anchura del río impedía que fueran atacados por las algas marinas gigantes que festoneaban las costas. Nada, en verdad, les indicó que habían pasado del río al estuario, del estuario al mar; las anchas ondas parduscas de agua dulce se mezclaban con las olas saladas.

Poco a poco el pardo se diluyó en verde y en azul, el viento arreció, y los llevó en otra dirección, paralela a la orilla. La poderosa selva no parecía más grande que una hoja.

Uno de los pescadores, a instancias de los otros, se acercó a Gren y Yattmur que aún descansaban tendidos entre las hojas, y se inclinó humildemente ante ellos.

—Oh grandes pastores, oídnos hablar cuando hablamos, si me permitís que empiece a hablar —dijo.

—No queremos haceros ningún daño, gordinflón —respondió Gren con aspereza—. Como vosotros, estamos en una situación difícil. ¿No podéis entenderlo? Quisimos ayudaros, y lo haremos si el mundo vuelve a secarse. Pero trata de ordenar tus ideas para poder hablar con sensatez. ¿Qué deseas?

El hombre se inclinó de nuevo haciendo una reverencia. Detrás de él, sus compañeros se inclinaron también en una penosa imitación.

—Gran pastor, te vemos desde que llegaste. Nosotros, los hijos de los árboles panza, no somos tontos y hemos visto tu tamaño. Sabemos que pronto, cuando acabes de jugar a la lonja doble con tu dama entre las hojas, te gustará matarnos. No somos tontos, somos listos, y como somos listos no nos parece tonto morir por vosotros. Pero como estamos tristes, nos parece tonto morir sin comer. Todos nosotros, pobres hombres panza tristes y listos, no hemos comido y suplicamos comida pues ya no tenemos una mamá que nos llene la panza.

Gren gesticuló, impaciente.

—Tampoco nosotros tenemos comida —dijo—. Somos humanos como vosotros. También nosotros tenemos que mirar por nosotros mismos.

—Ay, no nos atrevíamos a esperar que quisieras compartir tu alimento, porque tu alimento es sagrado y lo que quieres es vernos morir de hambre. Eres muy listo al ocultarnos la comida de saltavilos que siempre llevas. Porque nos sentimos realmente felices, oh gran pastor, aunque nos dejes morir de hambre, si nuestra muerte te procura una buena carcajada y una canción alegre y otra partida de lonjas con la dama lonja. Pues como somos humildes, y no necesitamos comida para morir…

—En verdad, me gustaría matar a estas criaturas —dijo Gren con furia, soltando a Yattmur e incorporándose—. Morilla, ¿qué hacemos con ellos? Tú nos metiste en esto. Ayúdanos a salir.

—Que echen la red por encima de la borda y que atrapen unos peces —tañó la morilla.

—¡Bien! —dijo Gren.

Se levantó de un salto arrastrando con él a Yattmur, y se puso a vociferar órdenes a los pescadores.

Desolados, incompetentes pero serviles, los pescadores prepararon la red y la echaron por la borda. Aquí el mar pululaba de vida. Tan pronto como la red se hundió, algo grande empezó a tironear, a tironear y a trepar inexorablemente.

La barca se ladeó. Dando un grito, los pescadores se echaron atrás: un gran par de pinzas se encaramaba, matraqueando, sobre la borda. Gren estaba debajo. Sin pensarlo más, sacó el cuchillo y atacó.

Una cabeza de langosta más grande que la cabeza de Gren se levantó ante él. Uno de los globos oculares voló por el aire arrancado de raíz… y en seguida el otro, cuando Gren volvió a clavar el cuchillo.

Sin hacer ningún ruido el monstruo marino se soltó de la borda y cayó de nuevo en las profundidades, dejando a los pescadores aterrorizados y llorosos. Casi tan asustado como ellos —pues sentía en la mente el terror de la morilla —Gren dio vueltas alrededor del grupo asestándoles puntapiés y vociferando.

—¡Arriba, guatapanzas cobardones! ¿Vais a dejaros morir? Y bien, yo no os dejaré. Levantaos y recoged esa red antes de que caigan sobre nosotros otros monstruos marinos. ¡A ver, moveos! ¡Recoged esa red! ¡A ella, pronto, bestias balbuceantes!

—Oh gran pastor, puedes arrojarnos a los misterios del mundo mojado que no nos quejaremos. ¡No podemos quejarnos! Ya ves que te alabamos hasta cuando sacas las bestias del mundo mojado y las arrojas sobre nosotros y somos demasiado miserables para quejarnos, así que pedimos misericordia…

Other books

Ways of Going Home: A Novel by Alejandro Zambra, Megan McDowell
Do Unto Others by Jeff Abbott
Come on All You Ghosts by Matthew Zapruder
Sentinel by Joshua Winning
Fall Apart by SE Culpepper
The Ballad and the Source by Rosamond Lehmann
All Over You by Sarah Mayberry
What Abi Taught Us by Lucy Hone
Drop by Katie Everson
Bitten Surrender by Rebecca Royce