Invernáculo (19 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
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—¡Misericordia! Os desollaré vivos si no recogéis esa red al instante. ¡Manos a la obra!

Los pescadores pusieron manos a la obra; el vello que les cubría los flancos flotaba en la brisa.

La red subió cargada de criaturas que les salpicaban y azotaban los tobillos.

—¡Magnífico! —exclamó Yattmur, apretándose a Gren—. Tengo tanta hambre, amor mío. ¡Ahora viviremos! Esta Agua Larga terminará muy pronto, estoy segura.

Pero la embarcación seguía navegando a merced de las corrientes. Durmieron otra vez y luego otra, y el frío continuaba; cuando despertaron descubrieron que la barca estaba totalmente inmóvil.

Gren abrió los ojos y vio una franja de costa cubierta de arena y de matorrales. El y Yattmur estaban solos en la barca.

—¡Morilla! —gritó, levantándose de un salto—. Tú que nunca duermes, ¿por qué no me despertaste y dijiste que ya no había más agua? ¡Y los guatapanzas han escapado!

Miró alrededor el océano, que los había llevado hasta allí. Yattmur se levantó en silencio; se abrazaba los pechos y contemplaba con asombro un enorme pico escarpado que se elevaba entre los matorrales cercanos.

La morilla hizo un ruido que sonó como una risa fantasmal en la mente de Gren.

—Los pescadores no podrán ir muy lejos; dejemos que sean ellos quienes descubran si el paraje es peligroso o no. Os permití dormir, a ti y a Yattmur para que estéis bien descansados. Necesitaréis de todas vuestras fuerzas. ¡Este quizá sea el sitio en que habremos de erigir nuestro nuevo reino, amigo mío!

Gren puso cara de escéptico. No vio ningún travesero en las alturas, y lo consideró un augurio nefasto. Todo cuanto tenía a la vista, fuera de la isla hostil y el piélago del océano, era un avevege, una velosemilla que bajo el dosel de una nube alta se desplazaba por el cielo.

—Supongo que será mejor bajar a tierra —dijo.

—Yo preferiría quedarme en la barca —dijo Yattmur, echando una ojeada aprensiva a la pared de roca.

No obstante, cuando Gren le tendió la mano, la tomó y saltó por la borda sin protestar. Pero Gren notó que le castañeteaban los dientes.

Se detuvieron en la playa inhóspita, atentos a cualquier amenaza.

La velosemilla surcaba aún el aire, pero en seguida cambió un grado o dos de dirección. Se remontó por encima del océano; las alas leñosas trepidaban como las velas de un barco que navegara viento en popa.

Al oír aquel ruido los dos humanos alzaron los ojos. La velosemilla había avistado tierra. Poco a poco, volando en círculo, empezó a perder altura.

—¿Nos está persiguiendo? —preguntó Yattmur.

Tenían que optar entre esconderse debajo de la barca o internarse en la franja de selva que se encrespaba detrás del frontón bajo de la costa. La barca era un refugio frágil, si la enorme velosemilla se decidía a atacar; tomados de la mano, el hombre y la mujer se deslizaron entre el follaje.

Ahora la velosemilla descendía a plomo. No retraía las alas. Desplegadas y rígidas, crepitaban y vibraban en el aire con un ímpetu creciente.

Aunque formidable, la velosemilla era sólo una burda imitación de las verdaderas aves, que en otros tiempos habían poblado los cielos terrestres. Los últimos pájaros habían sucumbido muchos eones atrás, cuando el sol entró en la última etapa de su existencia y comenzó a irradiar más energía. Con una ineptitud soberbia y en consonancia con la supremacía del mundo vegetal, la velosemilla imitaba a una especie ornitológica extinguida, cruzando los cielos con alas fragorosas.

—¿Nos habrá visto, Gren? —preguntó Yattmur, espiando por entre el follaje.

Hacía frío a la sombra de aquel risco alto.

Gren respondió oprimiéndole el brazo con fuerza, mientras miraba arriba entornando los ojos. Atemorizado y furioso como estaba, prefería no hablar. La morilla, a la espera de los acontecimientos, no le daba ningún apoyo.

Ya no cabía duda de que el torpe pajarraco no alcanzaría a rectificar a tiempo la dirección y que al fin se estrellaría contra el suelo. La sombra negra y rápida siguió bajando por encima del matorral, y pasó como una exhalación por detrás de un árbol vecino estremeciendo el follaje… y luego silencio. Ningún sonido llegaba a oídos de los humanos, aunque el avevege no podía haber chocado contra el suelo a más de cincuenta metros de distancia.

—¡Sombras vivientes! —exclamó Gren—. ¿Algo se lo ha tragado?

No se atrevía a imaginar que pudiera haber una criatura bastante grande como para devorar a una velosemilla.

17

Estuvieron un rato inmóviles y expectantes, pero nada interrumpió el silencio.

—¡Se ha desvanecido como un fantasma! —exclamó Gren—. Vayamos a ver qué le ha pasado.

Yattmur se aferró a él tratando de retenerlo.

—Estamos en un paraje desconocido, con peligros que ignoramos —dijo—. No busquemos problemas, que ya ellos nos buscarán a nosotros. No sabemos nada de este lugar. Ante todo hemos de averiguar qué lugar es, y si es habitable.

—Prefiero ir yo al encuentro de los problemas y no que ellos vengan a mí —dijo Gren—. Aunque quizá tengas razón, Yattmur. Los huesos me dicen que este no es un buen sitio. ¿Dónde se habrán metido esos estúpidos guatapanzas?

Salieron a la playa y la recorrieron lentamente, escudriñando en torno, buscando indicios de los desventurados pescadores, yendo y viniendo entre la llanura del mar y la escarpa del risco.

Los indicios que buscaban no estaban lejos.

—Han andado por aquí —dijo Gren, corriendo a lo largo de la orilla.

Huellas de pasos pesados y excrementos indicaban el sitio por donde los guatapanzas habían chapoteado hasta la costa. Muchas de las huellas eran imprecisas y se dirigían hacia uno y otro lado; también aparecían huellas de manos, señalando los lugares en que habían tropezado unos con otros y se habían caído. Las huellas revelaban la marcha torpe e insegura de los guatapanzas. Un poco más adelante, apuntaban hacia un angosto cinturón de árboles de hojas coriáceas y tristes que se alzaba entre la playa y el risco. Mientras seguían las huellas hacia la obscuridad, un ruido apagado hizo que se detuvieran. De un lugar cercano llegaban quejidos.

Sacando el cuchillo, Gren habló. Asomándose al bosquecillo que se alimentaba como podía de aquel suelo arenoso, se puso a gritar.

—Quienquiera que seas, ¡sal de ahí antes que te saque a la rastra!

Los gemidos se redoblaron, una fúnebre melopea de balbuceos apenas inteligibles.

—¡Es un guatapanza! —exclamó Yattmur—. No lo maltrates, si está herido.

Con los ojos ya acostumbrados a la penumbra, corrió hacia adelante y se arrodilló en el terreno arenoso, entre las hierbas ásperas.

Uno de los pescadores gordos yacía en el suelo; otros tres estaban acurrucados contra él. Al ver aparecer a Yattmur se sacudió con violencia e intentó darse vuelta y alejarse.

—No te haré daño —dijo ella—. Os estábamos buscando, queríamos saber a dónde habíais ido.

—Es demasiado tarde. No estuviste antes y ahora tenemos los corazones destrozados —lloró el hombre; las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Tenía un largo rasguño en el hombro y el pelo desgreñado se le había pegoteado a la sangre seca, pero Yattmur pudo observar que la herida no era profunda.

—Es una suerte que hayamos dado con vosotros —dijo—. Lo que tienes no es grave. Ahora que todos se levanten y vuelvan a la barca.

Al oír esto el guatapanza rompió en una nueva melopea; los otros tres le hicieron coro, hablando en aquel dialecto peculiar y enredado.

—Oh grandes pastores, aparecen aquí y aumentan nuestras desdichas. Mucho nos alegra que aparezcan otra vez aunque sabemos que ellos quieren matarnos, matar a estas pobres y amables y desamparadas criaturas que somos.

—Sí, que somos, somos, somos, y aunque nuestro amor los ama, ellos no pueden amarnos, porque no somos más que barro miserable, y ellos son asesinos crueles, y crueles con el barro.

—¡Quieren matarnos aunque ya nos estamos muriendo! ¡Oh, cuánto admiramos vuestro valor, inteligentes héroes sin cola!

—Acabad de una vez con ese inmundo farfulleo —ordenó Gren—. No somos asesinos ni nunca hemos querido haceros daño.

—¡Qué inteligente eres, amo! ¡Nos has cortado las preciosas colas y pretendes decirnos que no hubo daño! Creímos que estabas muerto, que las lonjas dobles en la barca habían terminado para siempre, y por eso, cuando el mundo acuoso se volvió sólido, tristes escapamos con todas nuestras patas, pues roncabas mucho. Ahora nos has atrapado otra vez, y como ya no roncas, sabemos que quieres matarnos.

Gren le asestó un revés en la mejilla al pescador más próximo; el hombre gimió y se retorció como si se estuviera muriendo.

—¡Callad, imbéciles llorones! No os haremos daño si confiáis en nosotros. Poneos en pie y decidnos dónde están todos los demás.

La orden sólo provocó nuevas lamentaciones.

—Bien ves que los cuatro, cuatro infelices sufridores, nos estamos muriendo sin remedio de la muerte que mata a todos, los verdes y los rosados, por eso quieres que estemos de pie, porque así moriremos de una muerte mala, y cuando nuestras almas se hayan ido nos patearás, y sólo muertos podremos estar contigo y no llorar con bocas inofensivas. ¡Oh sí, nos caeremos del suelo en que estamos tendidos! ¡Qué idea tan astuta, gran pastor!

Mientras así se lamentaban, trataban desesperados de aferrar los tobillos de Yattmur y Gren y besarles los pies; los humanos saltaban a uno y otro lado esquivando aquellas efusiones.

Durante la orgía de lamentos, Yattmur había tratado de examinarlos. —.

—No tienen heridas graves estos infelices —dijo—. Sólo rasguños y magulladuras.

—Pronto los curaré —dijo Gren.

Uno de los hombres había conseguido asirle el tobillo. Gren lanzó un puntapié a la cara mofletuda. Movido por una repulsión incontenible, agarró a otro y lo levantó del suelo de viva fuerza.

—¡Qué prodigiosamente fuerte eres, amo! —gimió el hombre mientras trataba al mismo tiempo de besarle y morderle las manos—. Tus músculos y tu crueldad son enormes para unas pobres criaturas moribundas como nosotros, de sangre estropeada por cosas malas y otras cosas malas, ¡ay!

—¡Te haré tragar tus propios dientes si no te callas! —lo amenazó Gren.

Con la ayuda de Yattmur, levantó a los otros tres que a pesar de los incesantes lloriqueos no estaban malheridos. Los obligó a callar y les preguntó que había sido de los dieciséis pescadores que faltaban.

—¡Oh, generoso sin cola! Perdonas la vida a este pequeño numero cuatro para gozar matando a un gran número dieciséis. ¡Qué abnegación tan abnegada! Felices te decimos qué felices somos al decirte qué camino tomó el alegre y triste dieciséis, para que nos perdones la vida y sigamos viviendo y gozando de tus bofetones y golpes y patadas crueles en la nariz de la cara tierna. El dieciséis nos dejó aquí tirados muriendo en paz antes de escapar por ese camino para que tú los atrapes y juegues a la muerte.

Y señalaron, abatidos, la línea de la costa.

—Quedaos aquí, y en silencio —ordenó Gren—. Volveremos a buscaros cuando hayamos encontrado a los demás. No os mováis de aquí, pues algo podría comeros.

—Con temor esperaremos, aun si antes morimos.

—Quietos aquí entonces.

Gren y Yattmur echaron a andar a lo largo de la playa. Allí todo era silencio; hasta el océano susurraba apenas al rozar las orillas; y otra vez sintieron la terrible desazón, como si millones de ojos invisibles estuviesen acechando.

Mientras avanzaban, observaban el mundo en torno. Hijos de la selva como eran, nada podía parecerles más extraño que el mar; sin embargo, allí la tierra misma era extraña. No sólo porque los árboles —de hojas coriáceas, quizá adecuadas para un clima más frío —fuesen de una variedad desconocida; ni a causa del risco que asomaba por detrás de los árboles, tan escarpado y gris; un risco que se elevaba por encima de ellos empequeñeciéndolo todo alrededor, y que proyectaba una sombra tétrica sobre el paisaje.

Además de todas aquellas rarezas tangibles, había otra, que no hubieran podido nombrar, pero que luego del absurdo altercado con los guatapanzas parecía aún más inquietante. El silencio rumoroso del mar contribuía a que se sintieran inquietos.

Echando una mirada nerviosa por encima del hombro, Yattmur observó otra vez el risco encumbrado. Bajo las nubes obscuras que se movían por el cielo, el gran muro parecía derrumbarse.

Yattmur se dejó caer de bruces y se tapó los ojos.

—¡Los riscos se nos vienen todos encima! —gritó, tironeando de Gren para que se echara junto a ella.

Gren alzó los ojos una sola vez y tuvo la misma ilusión: aquella torre alta y majestuosa se inclinaba hacia ellos. Se escurrieron entre las rocas, apretujando los cuerpos tiernos, hundiendo las caras en la arena húmeda y escamosa. Eran hijos del invernáculo de las selvas; aquí había tantas cosas desconocidas que la reacción inmediata era siempre el miedo.

Instintivamente, Gren llamó al hongo que le cubría el cuello y la cabeza.

—¡Morilla, sálvanos! Confiamos en ti y tú nos trajiste a este lugar horrendo. Ahora tienes que sacarnos de aquí, pronto, antes que el risco se nos venga encima.

—Si tú mueres, yo muero —dijo la morilla, tañendo unos sones armoniosos en la cabeza de Gren. Y añadió algo más tranquilizador—. Podéis levantaros. Las nubes se mueven; el risco no.

Pasó un momento —un intervalo de silenciosa espera sólo interrumpida por la endecha del mar —antes que Gren se atreviera a comprobar la verdad de lo que decía la morilla. Por ultimo, viendo que ningún aluvión de rocas le caía sobre el cuerpo desnudo, se decidió a mirar. Al notar que él se movía, Yattmur gimoteó.

Gren creyó ver que el risco seguía cayendo. Se armó de coraje y observó más atentamente.

Parecía que el risco viniera navegando por el cielo hacia él; sin embargo, al fin tuvo la certeza de que no se movía. Se atrevió a apartar los ojos de aquella superficie agujereada y codeó a Yattmur.

—El risco no nos hará daño por ahora —dijo—. Podemos seguir.

Yattmur alzó un rostro atribulado, con manchas rojas en las mejillas que había apoyado contra las piedrecitas de la playa; aún tenía algunas adheridas a la piel.

—Es un risco mágico. Siempre se está cayendo y no cae nunca —dijo luego de mirar detenidamente la roca.

—No me gusta. Tiene ojos que nos vigilan.

Reanudaron la penosa marcha. De tanto en tanto Yattmur miraba con inquietud hacia arriba. El cielo se estaba cerrando todavía más y las sombras de las nubes venían por el océano.

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