Invernáculo (22 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
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—Ahora esta gran gota de hielo nos chupa a nosotros —dijo Gren; el agua fría que chorreaba de la bóveda le corría por la cara—. ¿Qué hacemos, morilla?

—Esta barca no es sitio seguro —tañó la morilla—; tenemos que buscar algún otro. Si se desliza fuera del banco de hielo, todos se ahogarán menos tú: porque la barca se hundirá y sólo tú sabes nadar. Tenéis que abandonar la barca en seguida y llevar con vosotros a los pescadores.

—¡Bien! Yattmur, querida, súbete al hielo mientras yo me ocupo de que estos cuatro imbéciles vayan contigo.

Los cuatro imbéciles se resistían a abandonar la embarcación, pese a que ya la mitad de la cubierta estaba hundida en el agua. Cuando Gren los llamó, se alejaron de un salto; al ver que iba hacia ellos se dispersaron por la cubierta; lo esquivaban y se escabullían, sin dejar de gemir.

—¡Sálvanos! ¡Perdónanos la vida, oh pastor! ¿Qué hemos hecho nosotros, cuatro miserables montones de estiércol, para que ahora quieras arrojarnos a las fauces de esa bestia helada? ¡Socorro, socorro! Ay, míseros de nosotros, ¿tan repulsivos somos que te alegra tratarnos así?

Gren se lanzó con furia hacia el más cercano y más velludo; el hombre se escabulló, chillando, sacudiéndose los genitales.

—¡A mí no, gran espíritu bestial! Mata a los otros tres que no te aman, no a mí que te…

Con una zancadilla, Gren lo derribó en plena carrera. La frase comenzada se transformó en un alarido; el guatapanza cayó despatarrado, antes de arrojarse de cabeza al mar. Gren se lanzó detrás de él y juntos chapotearon en el agua helada hasta que Gren alcanzó a la llorosa criatura y sujetándola por la piel y el pelo de la nuca, la arrastró de viva fuerza hasta la borda. De un solo impulso, la lanzó hacia arriba; sin dejar de gritar, el guatapanza cayó como un peso muerto en el agua de la barca, a los pies de Yattmur.

Apabullados ante este despliegue de fuerza, los otros tres abandonaron el refugio de la barca y se encaminaron mansamente hacia la boca de la bestia de hielo; los dientes les castañeteaban de miedo y de frío. Gren los siguió. Por un rato, los seis, muy juntos —contemplaron el interior de una gruta que al menos para cuatro de ellos era unas fauces gigantescas. Sonó detrás como un tintineo, y se volvieron a mirar.

Uno de los amenazadores colmillos de hielo se había quebrado y acababa de caer. Se clavó vertical como una daga en la madera de la cubierta antes de deslizarse oblicuamente y estallar en añicos. Casi como si esto fuera una señal, un ruido mucho más alarmante les llegó desde abajo. El banco de hielo en el que descansaba la barca, cedió de pronto. Durante un momento el borde de una delgada lengua de hielo asomó a la vista; antes que volviera a hundirse en el agua, ya la barca se alejaba a merced de la obscura corriente. Vieron como desaparecía, mientras se llenaba rápidamente de agua.

Por algún rato pudieron seguirla con la mirada; la niebla se había disipado un poco, y de nuevo el sol trazaba una pincelada de fuego frío en el dorso del océano.

Pese a todo, Gren y Yattmur sintieron una profunda tristeza al verla desaparecer en las aguas. Con la barca perdida, estaban encerrados en la montaña de hielo. Los cuatro guatapanzas los siguieron en silencio —pues no había alternativa —cuando los humanos se internaron en el hielo escurriéndose a lo largo del túnel cilíndrico.

Chapoteaban a través de charcos glaciales, apretados por las costillas heladas. El sonido más leve despertaba un verdadero frenesí de ecos. A cada paso, los ruidos aumentaban y el túnel era más angosto.

—¡Oh espíritus, aborrezco este sitio! Mejor hubiera sido morir en la barca. ¿Cuánto más tendremos que andar? —dijo Yattmur, al ver que Gren se detenía.

—No mucho más —respondió Gren sombríamente—. Hemos llegado a un callejón sin salida. Estamos atrapados.

Suspendida del techo hasta casi el nivel del suelo, una hilera de magníficas estalactitas les cerraba el paso casi tan eficazmente como un puente levadizo. Del otro lado de las estalactitas había una pared de hielo.

—¡Siempre problemas, siempre dificultades, siempre una nueva adversidad! —dijo Gren—. El hombre fue un accidente en este mundo, de lo contrario hubiera tenido mejores defensas.

—Ya te he dicho que tu especie fue un accidente —tañó la morilla.

—Hasta que tú llegaste éramos felices —dijo Gren con aspereza.

—¡No eras más que un vegetal hasta entonces!

Enfurecido por aquella estocada, Gren se prendió a una de las estalactitas y tiró. El hielo se quebró con un ruido seco encima de él. Empuñándolo como una lanza, lo arrojó contra la pared de enfrente.

Unos carillones dolientes repicaron a lo largo del túnel cuando toda la pared cayó hecha añicos. El hielo se desprendía, se rompía, resbalaba por el suelo rozándoles los tobillos, mientras toda una cortina a medio derretir celebraba su propio derrumbe con una desintegración rápida. Los humanos se agacharon, protegiéndose las cabezas con las manos; les parecía que toda la montaña de hielo se estaba desmoronando alrededor.

Cuando el estrépito cesó, alzaron los ojos, y vieron entonces que más allá de la abertura todo un nuevo mundo los esperaba. El témpano, detenido en un remanso de la corriente hacia el lado de la costa, había ido a recostarse contra una isla, entre los brazos de una ensenada, y ahora se inclinaba hacia el agua otra vez.

Si bien la isla no parecía muy hospitalaria, los humanos respiraron con alivio cuando vieron un poco de verde, algunas flores, y unas cápsulas de semillas que se remontaban por el aire sobre unos tallos elevados. Allí podrían pisar un suelo que no ondulaba perpetuamente bajo los pies.

Hasta los guatapanzas parecían reanimados. Con gruñidos de felicidad siguieron a Yattmur y Gren a lo largo de un arrecife de hielo, deseando estar bajo aquellas flores. Sin muchas protestas saltaron una angosta franja de agua azul para aterrizar en un promontorio de roca, y de allí trepar a salvo hasta la orilla.

Coronada de rocas y piedras resquebrajadas, la isleta no era por cierto un paraíso. Pero tenía al menos la ventaja de ser pequeña: tan pequeña que no había sitio en ella para las amenazadoras especies vegetales que proliferaban en el continente; Gren y Yattmur se sentían capaces de enfrentarse a cualquier peligro menor. Para decepción de los guatapanzas, no crecía allí ningún árbol panza al que pudieran sujetarse. Y para decepción de la morilla, no prosperaba allí ningún hongo como ella; por mucho que deseara dominar a Yattmur y los guatapanzas, además de Gren, era todavía demasiado pequeña para fragmentarse; había tenido la esperanza de encontrar aliados que le prestasen ayuda. Para decepción de Gren y Yattmur, no había allí humanos con quienes pudieran unirse.

Como compensación, un manantial de agua pura brotaba de la roca, canturreando entre las grandes piedras que cubrían casi toda la isleta. El arroyo descendía en cascada por la playa y se volcaba en el mar. De una carrera llegaron hasta él por la arena, y allí mismo bebieron, sin esperar a disfrutar de un sorbo menos salobre un poco más arriba.

Como niños, olvidaron toda preocupación. Luego de beber con exceso y de abundantes eructos, se zambulleron en el agua para lavarse; pero estaba tan fría que no se quedaron allí mucho rato. Luego empezaron a instalarse.

Durante un tiempo vivieron contentos en la isleta. En aquel reino del crepúsculo eterno, el aire era frío. Se las ingeniaron para proveerse de mejores prendas de abrigo con las hojas o los líquenes rastreros, que usaban muy ceñidos alrededor del cuerpo. De tanto en tanto los engullían las nieblas y neblinas; luego el sol volvía a brillar, a poca altura sobre el nivel del agua. A veces dormían, a veces se tendían sobre las caras de las rocas que miraban al sol, y comían frutas, escuchando los gemidos de los témpanos de hielo que surcaban el mar.

Los cuatro guatapanzas habían construido una especie de choza primitiva no muy lejos de donde descansaban Gren y Yattmur. En una ocasión, mientras dormían, la choza se derrumbó encima de ellos. A partir de entonces durmieron al aire libre, los cuatro amontonados bajo un manto de hojas, tan cerca de los amos como Gren lo permitía.

Era bueno sentirse felices otra vez. Cuando Gren y Yattmur hacían el amor, los guatapanzas saltaban alrededor y se abrazaban unos a otros excitados, cantando loas a la agilidad del amo inteligente y la dama lonja.

Las enormes cápsulas se sacudían y repiqueteaban, cargadas de semillas, en los tallos altos. Por el suelo correteaban unos vegetales semejantes a lagartijas. En el aire revoloteaban unas mariposas de alas acorazonadas que vivían por fotosíntesis. La vida continuaba sin las transiciones de luz del ocaso y el amanecer. Prevalecía la indolencia; reinaba la paz.

A no ser por la morilla, los humanos se hubieran conformado al fin con esa forma de vida.

—No podemos quedamos aquí, Gren —dijo en cierta ocasión, cuando Gren y Yattmur despertaban de un sueño apacible—. Ya habéis descansado bastante y recuperado fuerzas. Ya es hora de que nos pongamos otra vez en camino, en busca de otros humanos para fundar así nuestro reino.

—Estás diciendo tonterías, morilla. Hemos perdido nuestra barca. Tendremos que quedamos para siempre en la isla. Es fría quizá, pero hemos conocido sitios peores. Deja que nos quedemos aquí, tranquilos y contentos.

El y Yattmur estaban desnudos, chapoteando a lo largo de una serie de charcos entre los grandes bloques cuadrangulares de piedra que coronaban la isla. La vida era apacible y ociosa. Mientras pataleaba con sus bonitas piernas, Yattmur entonaba una pastorela. Gren se resistía a escuchar la voz horrorosa que le resonaba en el cráneo. Cada día la detestaba más.

La conversación silenciosa fue interrumpida de pronto por un grito de Yattmur.

Algo parecido a una mano con seis dedos tumefactos le había aprisionado el tobillo. Gren corrió a auxiliarla, y se la desprendió sin dificultad. La mano se debatía entre los dedos de Gren mientras la examinaba.

—Es tonto que haya armado tanto alboroto —dijo Yattmur—. No es más que otra de esas criaturas que los guatapanzas llaman zarparrastras. Vienen a la tierra desde el mar. Cuando las atrapan, las abren por la mitad y se las comen. Son duras pero sabrosas.

Los dedos eran grises y bulbosos, de textura rugosa y extremadamente fríos. Se abrían y cerraban lentamente en la mano de Gren. Por último Gren la dejó caer en la orilla, y la criatura se escabulló entre las hierbas.

—Las zarparrastras nadan fuera del mar y hacen agujeros en el suelo —dijo Yattmur—. He estado observándolas.

Gren no respondió.

—¿Hay algo que te preocupa? —preguntó ella.

—No —dijo él sin convicción.

No quería decirle lo que pretendía la morilla, que se pusieran de nuevo en marcha. Se dejó caer en el suelo, el cuerpo rígido, casi como un anciano. Aunque asustada, Yattmur trató de tranquilizarse y volvió a las lagunas. Pero desde ese momento notó que Gren se apartaba y se encerraba cada vez más en sí mismo; y supo que la causa era la morilla.

Gren despertó del sueño siguiente y notó que la morilla ya se le revolvía en la cabeza.

—Te dejas llevar por la molicie. Tenemos que hacer algo.

—Estamos contentos aquí —replicó Gren con hosquedad—. Además, como ya te he dicho, no tenemos barcas que nos lleven a las tierras grandes.

—Las barcas no son el único medio de cruzar los océanos —dijo el hongo.

—Oh, morilla, acaba de una vez o terminarás por matarnos con tu inteligencia. Déjanos en paz. Aquí somos felices.

—¡Felices, sí! Echaríais raíces y hojas si pudierais. ¡Gren, tú no sabes lo que es la vida! Te aseguro que te esperan grandes placeres y poderes, si sólo me permites ayudarte a conquistarlos.

—¡Vete al demonio! No entiendo lo que quieres decir.

Se levantó con violencia como si quisiera huir de la morilla. El hongo lo sujetó y lo paralizó. Gren se concentró y envió ondas de odio a la morilla; inútilmente, pues la voz seguía atormentándolo.

—Puesto que es imposible para ti ser mi compañero, tendrás que resignarte a ser mi esclavo. El espíritu de investigación ha muerto en ti; si no quieres escuchar mis críticas, tendrás que acatar mis órdenes.

—¡No sé de qué hablas!

Gren había gritado. Yattmur despertó bruscamente, se incorporó y lo observó en silencio.

—¡Pasas por alto tantas cosas! —dijo la morilla—. Yo sólo puedo percibirlas por medio de tus sentidos; sin embargo me torno el trabajo de analizarlas y ver qué hay detrás. Eres incapaz de sacar conclusiones, yo en cambio las saco en cantidades. ¡El mío es el camino del poder! ¡Mira de nuevo alrededor! ¡Mira esas piedras a las que trepas con tanta indiferencia!

—¡Vete al demonio! —gritó Gren otra vez.

Instantáneamente, se dobló en dos, atormentado por horribles dolores. Yattmur corrió hacia él, le sostuvo la cabeza, trató de calmarlo. Le escudriñó la mirada. Los guatapanzas se acercaron en silencio y se detuvieron detrás de Yattmur.

—Es el hongo mágico ¿no? —preguntó ella.

Gren asintió. Fantasmas de fuego se perseguían en los centros nerviosos, le abrasaban el cuerpo en una melopea de dolor. Mientras el dolor persistió, a duras penas pudo moverse. Por último se fue, y él dijo entonces con voz débil: —Tenemos que ayudar a la morilla. Quiere que exploremos estas rocas con más atención.

Temblando de arriba abajo, se levantó a cumplir lo que le habían ordenado. Yattmur le acarició el brazo.

—Después de explorar, atraparemos peces en la laguna y los comeremos con frutas —dijo, con ese talento natural de las mujeres, siempre capaces de encontrar consuelo en caso de necesidad.

Gren le echó una humilde mirada de gratitud.

Las grandes piedras habían sido desde tiempos remotos parte natural del paisaje. En los sitios en que el arroyo serpeaba, las piedras desaparecían, enterradas bajo el lodo y los guijarros. Sobre ellas crecían hierbas y juncos y a menudo estaban cubiertas por una espesa capa de tierra. Allí en particular abundaban las flores que los humanos habían visto desde el témpano de hielo. Estas flores guardaban sus semillas en unas cápsulas que coronaban los tallos; Yattmur las llamaba las zancudas, sin que advirtiera hasta mucho tiempo después lo acertado del nombre. Las raíces de las zancudas se extendían sobre las piedras como serpientes petrificadas.

—Qué fastidiosas son estas raíces —refunfuñó Yattmur —Crecen por todas partes.

—Es curioso cómo las raíces de una planta crecen de la raíz de otra y también de la tierra —respondió Gren con aire ausente.

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