Con los ojos del terror, Yattmur se había visto ya en una vacuidad vertiginosa, imaginando que habían caído tal vez en un cósmico caracol marino arrojado por la marca en las playas míticas del cielo. La realidad era menos prodigiosa y más amenazante. En lo alto, persistía un recuerdo de la luz del sol, que iluminaba el valle. Esa luz estaba dividida en dos por una sombra que crecía y crecía en el cielo, y que era proyectada por el hombro negro del ogro al que todavía estaban trepando.
Unos golpes sordos marcaban el descenso. Yattmur escudriñó el suelo y vio que atravesaban un ondulante lecho de gusanos. Los gusanos azotaban las piernas frágiles de la zancuda, que ahora avanzaba con extremada cautela para que no le hicieran perder el equilibrio. De un amarillo reluciente a la luz pajiza, los gusanos bullían, se erguían y golpeaban con furia. Algunos eran bastante altos como para llegar casi hasta donde se acurrucaban los humanos, de modo que cuando las cabezas asomaron ondulando a la altura de la cápsula, Yattmur pudo observar que tenían unos receptáculos parecidos a cuencos en la punta. Si esos receptáculos eran bocas u ojos u órganos destinados a captar el calor, Yattmur no pudo adivinarlo. Pero gimió de horror, y esto pareció despertar a Gren. Casi con alegría enfrentó terrores que eran para él comprensibles, desmochando una tras otra las viscosas puntas amarillas a medida que asomaban en la obscuridad.
También la zancuda que marchaba a la izquierda se encontraba en apuros. Aunque apenas la distinguían, había entrado en un terreno donde los gusanos eran más altos. Recortada contra una franja de luz en la cara más distante de la loma, había sido inmovilizada, y alrededor de ella hervía ahora una selva de dedos deshuesados. La zancuda se desplomó. Cayó sin ruido, el fin de un largo viaje marcado por los gusanos.
Indiferente a la catástrofe, la zancuda en que iban los humanos siguió avanzando cuesta abajo.
Ya había atravesado el tramo más difícil. Los gusanos tenían raíces que los ataban al suelo y no podían seguirla. Ahora eran más delgados, más cortos y más ralos, hasta que al fin brotaban sólo en matorrales, que la zancuda evitaba con facilidad.
Menos intranquilos, Gren aprovechó la oportunidad para observar los alrededores. Yattmur escondió la cabeza en el hombro de él; una náusea le revolvía el estómago y no quería ver nada más.
Bajo las patas de la zancuda el suelo estaba cubierto por una espesa capa de rocas y piedras. Estos desechos habían sido arrojados allí por un río que ya no existía; el antiguo lecho del río era ahora el fondo de un valle; cuando lo cruzaron, empezaron a trepar otra vez por un terreno yermo y desnudo.
—¡Qué nos dejen morir! —gimió un guatapanza—. Es demasiado horrible estar con vida en el país de la muerte. Iguala todas las Cosas, gran pastor, concédenos el beneficio de tu afilada espada amable y cruel. ¡Permite que estos pobres hombres panza tengan un tajo breve y rápido y que puedan abandonar la larga comarca de la muerte! ¡Oh, oh, oh, el frío nos quema! ¡Ayyy, el largo frío frío!
Lloraban en un coro de aflicción.
Gren los dejó llorar. Al fin, cansado de oír los gritos, que despertaban ecos tan extraños en el valle, los amenazó con el palo. Yattmur lo detuvo.
—¿No tienen motivos para llorar? —preguntó—. Yo, más que castigarlos, también lloraría, porque es posible que pronto nos toque morir junto con ellos. Estamos fuera del mundo, Gren. Sólo la muerte puede vivir aquí.
—Tal vez nosotros no seamos libres, pero las zancudas son libres. Ellas no van hacia la muerte. ¡Te estás convirtiendo en un guatapanza, mujer!
Por un momento ella calló. Luego dijo: —Necesito consuelo, no reproches. Las náuseas me revuelven el estómago como la misma muerte.
Hablaba sin saber que las náuseas que sentía en el estómago no eran muerte sino vida.
Gren no respondió. La zancuda trepaba ahora con paso firme. Arrullada por las endechas de los guatapanzas, Yattmur se durmió. En un momento la despertó el frío. Los cánticos habían cesado; todos los demás dormían. La segunda vez que despertó, oyó que Gren sollozaba; pero el letargo pudo más que ella, y una vez más sucumbió a sueños fatigosos.
Despertó de nuevo, pero esta vez se incorporó sobresaltada. Una masa roja e informe que parecía suspendida en el aire interrumpía el melancólico crepúsculo. Jadeando entre el miedo y la esperanza, sacudió a Gren.
—¡Mira, Gren! —exclamó, señalando hacia adelante—. ¡Algo arde allí! ¿A dónde estamos llegando?
La zancuda apuró el paso, casi como si hubiera olfateado el sitio a donde iba.
En la penumbra, la visión era deslumbradora. Necesitaron observar con atención un largo rato antes de saber qué era aquello. Una loma se alzó de pronto allí delante; a medida que la zancuda marchaba hacia la cresta, veían cada vez más claramente lo que hasta entonces había estado en la sombra. Por detrás de la loma asomaba una montaña de tres picos. Era la montaña lo que brillaba con una luz de un color rojo tan encendido.
Llegaron a la loma, la zancuda trepó con movimientos rígidos hasta la cresta, y la montaña apareció delante. Ningún espectáculo podía haber sido más espléndido.
Alrededor, reinaba soberana la noche, o una pálida hermana de la noche. Todo estaba en calma; sólo la brisa glaciar se movía sigilosa en valles que ellos no veían, como un extranjero a medianoche en una ciudad devastada. Si no estaban fuera del mundo, como había dicho Yattmur, estaban al menos fuera del mundo de la vegetación. Un vacío total obscurecía una negrura total allá abajo, magnificando el más leve susurro en un alarido balbuceante.
De toda aquella desolación emergía la montaña, alta y sublime; la base se perdía en la obscuridad; los picos se remontaban hasta encarar al sol, y humear un rosa templado, y lanzar un reflejo de esa luz al amplio cuenco de obscuridad que se abría debajo de ella.
Tomando a Yattmur por el brazo, Gren señaló en silencio. Otras zancudas habían cruzado la obscuridad; tres de ellas escalaban con paso firme la ladera. Hasta aquellas figuras extrañas y espectrales mitigaban la soledad.
Yattmur despertó a los guatapanzas, para que vieran el paisaje. Las tres rollizas criaturas se abrazaron mientras contemplaban la montaña.
—¡Oh, hermosa vista dan los ojos! —jadearon.
—Muy hermosa —convino Yattmur.
—¡Oh, muy hermosa dama lonja! Este buen pedazo de día maduro hace que una montaña en forma de montaña crezca en este lugar de noche y muerte para nosotros. Es una preciosa rebanada de sol para que nosotros vivamos dentro como en un hogar feliz.
—Tal vez —admitió Yattmur, aunque ya preveía dificultades, incomprensibles para el corto entendimiento de los guatapanzas.
Seguían trepando. La claridad aumentaba. Por último, salieron de la franja de obscuridad. El bendito sol brillaba de nuevo sobre ellos. Lo bebieron con los ojos hasta quedar deslumbrados, hasta que los valles sombríos bailaron con motas verdes y anaranjadas. Comprimido hasta parecer un limón, y hervido hasta un rojo carmesí. Por la atmósfera, parecía a punto de estallar en el borde mellado del mundo, golpeando con rayos un panorama de sombras. Quebrada en un confuso entrecruzamiento de reflectores por una docena de picos que emergían de la obscuridad, la luz solar tejía en los estratos más bajos unas maravillosas figuras doradas.
Indiferente a este espectáculo, la zancuda trepaba y trepaba, imperturbable, con piernas que le crujían con cada pisada. De cuando en cuando un zarparrastras se escabullía por debajo de los zancos hacia el valle amortajado. Por fin la zancuda pareció llegar a destino, casi en el fondo de la depresión entre dos de las tres cimas. Allí se detuvo.
—¡Por todos los espíritus! —exclamó Gren—. Creo que no tiene intenciones de llevarnos más lejos.
Los guatapanzas alborotaban excitados, Yattmur miraba recelosa alrededor.
—¿Cómo vamos a bajar si la zancuda no se hunde en la tierra, según dijo la morilla? —preguntó.
—Tendremos que saltar —dijo Gren, luego de un momento, al ver que la zancuda continuaba inmóvil.
—Quiero verte saltar a ti primero. Con el frío, y después de pasar tanto tiempo encogidos, me siento agarrotada.
Mirándola con aire desafiante, Gren se levantó y se desperezó. Por un momento estudió la situación. Sin una cuerda, no había modo de bajar. Deslizarse por las patas tampoco era posible, a causa de la corteza lisa y abultada de las cápsulas. Gren volvió a sentarse, hundido en las tinieblas.
—La morilla nos aconseja esperar —dijo, pasando un brazo por los hombros de Yattmur, avergonzado.
Esperaron. Comieron un bocado más de las raciones, que empezaban a echarse a perder. Y por supuesto, tuvieron que dormir; cuando despertaron, la escena no había cambiado, pero otras zancudas estaban ahora inmóviles y en silencio en la parte baja de la ladera, y unas nubes espesas cruzaban por el cielo.
Impotentes, los humanos seguían allí mientras la naturaleza continuaba trabajando, inexorable, como una enorme máquina en la que ellos eran el engranaje más ocioso.
Las nubes llegaban bramando desde más allá de la montaña, grandes, negras y pomposas. Se coagulaban en los pasos, transformándose en leche cuajada donde las iluminaba el sol. De improviso, las nubes devoraron la luz. La montaña desapareció en las tinieblas. Empezó a nevar en copos lánguidos y húmedos como besos enfermos. Los viajeros se acurrucaron juntos, de espaldas a la ventisca. Abajo, la zancuda temblaba.
Pronto aquel temblor se convirtió en un balanceo rítmico. Las piernas de la zancuda se hundieron un poco en el suelo húmedo; luego, a medida que la humedad las ablandaba, empezaron también a combarse. La zancuda iba poniéndose más patizamba. En las brumas de la ladera, otras zancudas, sin la ayuda del peso suplementario en las cápsulas, la imitaron más lentamente. Ahora las piernas le temblaban y se separaban cada vez más; el cuerpo descendía.
De pronto, debilitadas por las innumerables leguas de la travesía y carcomidas por la humedad, las articulaciones se quebraron. Las seis patas de la zancuda cayeron hacia afuera y el cuerpo se desplomó sobre el terreno fangoso. Al tocar el suelo, los seis receptáculos estallaron, esparciendo alrededor unas semillas dentadas.
Aquel despojo empapado en medio de la nieve era a la vez el término y el comienzo del viaje de la zancuda. Enfrentada como todas las demás especies vegetales al terrible problema de un mundo de invernáculo superpoblado, lo resolvía viajando a las regiones heladas, más allá de la línea de sombra, donde la selva no podía crecer. En esa ladera, y en algunas otras semejantes de la región crepuscular, las zancudas cumplían una fase del interminable ciclo de vida. Muchas de las semillas que acababa de esparcir germinarían ahora, allí donde tenían mucho espacio y un poco de calor, y crecerían hasta transformarse en pequeñas y duras zarparrastras; y algunas de esas zarparrastras, venciendo innumerables obstáculos, tomarían al fin el camino de regreso a las tierras del calor y la luz verdaderos, para allí echar raíces y florecer y perpetuar el ciclo.
Cuando los receptáculos de las semillas se abrieron, los humanos fueron lanzados de costado hacia el fango. Se levantaron trabajosamente; las piernas agarrotadas les crujían con cada movimiento. La nieve y la niebla se arremolinaban tan espesas que ellos apenas alcanzaban a verse; los cuerpos se les convirtieron poco a poco en pilares blancos, ilusorios.
Yattmur tenía prisa en reunir a los guatapanzas, temiendo que pudieran extraviarse. Al ver una figura que relucía en el aire caliginoso, corrió hacia ella y la tomó del brazo. Una cara se volvió con una mueca, y unos dientes amarillos y un par de ojos ardientes brillaron frente a Yattmur. Retrocedió, temiendo un ataque, pero la criatura ya se había alejado de un salto.
Aquel fue el primer indicio de que no estaban solos en la montaña.
—¡Yattmur! —llamó Gren—. Los guatapanzas están aquí. ¿Dónde estás tú?
—Hay alguien más aquí —dijo ella corriendo hacia Gren, olvidando con el miedo las piernas entumecidas—. ¡Una criatura blanca, salvaje, de dientes y orejas grandes! —.
Mientras los guatapanzas les gritaban a los espíritus de la muerte y la obscuridad, Gren y Yattmur escudriñaban los alrededores.
—En esta suciedad inmunda, es imposible distinguir algo —dijo Gren, quitándose la nieve de la cara.
Se agazaparon, con los cuchillos prontos. De repente, la nieve amainó, se convirtió en lluvia, cesó. A través de las últimas gotas vieron una fila de una docena de criaturas blancas que saltaban por encima de una cresta hacia el lado obscuro. Llevaban a la rastra una especie de trineo cargado de sacos, y de uno de ellos saltaba un reguero de semillas de zancuda.
Un rayo de sol atravesó las laderas melancólicas. Como si temieran la luz, las criaturas blancas se metieron en un paso y desaparecieron.
Gren y Yattmur se miraron.
—¿Eran humanos? —preguntó Gren.
Ella se encogió de hombros. No lo sabía. Ni siquiera sabía lo que significaba la palabra humano. Los guatapanzas, que ahora yacían gimiendo en el lodo, ¿eran humanos? Y Gren, ahora tan impenetrable que parecía invadido por la morilla, ¿se podía decir que era humano?
¡Tantos enigmas! Algunos que ni siquiera podía formular con palabras, y menos aún pensar en resolverlos… Pero el sol tibio le acariciaba el cuerpo una vez más. Unas líneas de plomo y oro atravesaban el cielo. Allá arriba, en la montaña, había cavernas. Podrían subir y encender un fuego. Podrían sobrevivir y dormir al calor…
Apartándose el pelo de la cara, Yattmur se encaminó lentamente montaña arriba. Aunque se sentía pesada e inquieta, tenía la certeza de que los otros la seguirían.
La vida en la gran ladera era soportable y a veces más que soportable, pues la mente humana tiene la virtud de hacer de un granito de arena una montaña de felicidad.
En medio del paisaje vasto y terrible que los rodeaba, los humanos se sentían insignificantes.
Allí, indiferentes a la presencia de todos ellos, se perpetuaban la pastoral de la tierra y el drama del clima. Entre laderas y nubes, entre lodos y nieves, la vida era humilde.
Si bien ya no había ni día ni noche que señalaran el transcurso del tiempo, otros incidentes lo revelaban. Las tormentas aumentaban en tanto que descendía la temperatura; a veces caían lluvias glaciales; a veces eran tan calientes que los abrasaban, y dando gritos corrían a resguardarse en las cavernas.