Invernáculo (33 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
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Ahora, casi corriendo de ansiedad, el pequeño grupo trataba de llegar a la cresta de la colina.

—Estaremos a salvo cuando lleguemos a la cima. ¡Arre! —gritó el sodal—. Ya no falta mucho para que veamos la Bahía de la Bonanza. ¡Arre, arre, holgazán, mala bestia!

Sin una palabra ni un gesto de advertencia, el portador se desplomó, y el jinete, despedido hacia adelante, fue a caer en una barranca. Por un momento el sodal estuvo tendido de espaldas, algo atontado; luego, con una sacudida de la poderosa cola, se irguió otra vez, y estalló en una andanada de imaginativas maldiciones contra el rocín.

Las mujeres tatuadas se detuvieron y la que llevaba la calabaza con la morilla la depositó en el suelo con cuidado, pero ninguna de las dos acudió a ayudar al hombre caído. Gren corrió en cambio hasta el manojo de huesos y lo dio vuelta con la mayor delicadeza posible. El portador no emitió ningún sonido. El ojo que parecía un ascua encendida se le había cerrado.

Interrumpiendo la retahíla de maldiciones, Gren dijo al sodal: —¿De qué te quejas? ¿Acaso este pobre desdichado no te acarreó hasta que ya no pudo más y dio el último suspiro? ¡Lo has vapuleado a tu antojo, así que considérate satisfecho! Ahora está muerto, y libre de ti, y ya nunca más volverá a acarrearte.

—Entonces tendrás que acarrearme tú —respondió el sodal sin vacilar—. Si no salimos de aquí rápidamente, moriremos despedazados por esas manadas de pieles ásperas. Escúchalos… ¡se están acercando! De modo que date prisa, hombre, si sabes lo que te conviene, y haz que estas mujeres me carguen sobre tu espalda.

—¡Oh, no! Tú te quedas aquí, en la barranca, sodal. Sin ti avanzaremos con más rapidez. Esta ha sido tu última cabalgata.

—¡No! —La voz del sodal resonó como una bocina de niebla. —Tú no conoces esa cresta montañosa. Del otro lado hay un camino secreto que desciende a la Bahía de la Bonanza, un camino que yo podré encontrar; estas mujeres no. Sin mí, quedaréis atrapados en la cima, te lo aseguro. Y los pieles ásperas os capturarán.

—Oh, Gren, tengo tanto miedo por Laren. Llevemos al sodal, en vez de estar aquí discutiendo, por favor.

Gren la miró a la melancólica luz del amanecer. Yattmur era un borrón, un contorno de tiza sobre la cara de una roca; no obstante, cerró el puño con fuerza como ante un adversario real.

—¿Quieres que sea una bestia de carga?

—¡Sí, sí, cualquier cosa es preferible a que nos despedacen! Sólo falta pasar una montaña ¿no? Tanto tiempo cargaste con la morilla sin quejarte.

Con amargura, Gren hizo una seña muda a las mujeres tatuadas.

—Así está mejor —dijo el sodal, meneándose entre los brazos de Gren—. A ver si puedes bajar un poco la cabeza, para no molestarme la garganta. Ah, todavía mejor. Excelente, sí, ya aprenderás. Adelante, ¡arre!

Con la cabeza gacha y la espalda encorvada, Gren subía trabajosamente la ladera, llevando a cuestas al trapacarráceo; junto a él, Yattmur cargaba al pequeño, y las dos mujeres encabezaban la procesión. Un desolado coro de alaridos llegaba flotando hasta ellos. Vadearon una corriente helada que les llegaba a las rodillas, se ayudaron a trepar por una pendiente escabrosa, y pisaron al fin un terreno más firme.

Yattmur pudo ver que en la elevación siguiente brillaba el sol. Cuando miró en torno, descubrió un mundo nuevo, un mundo más alegre de laderas y cimas. Las pandillas de pieles ásperas habían desaparecido detrás de los peñascos.

Ahora había franjas de luz en el cielo. Algunos traveseros se desplazaban por las alturas, hacia la parte anochecida del planeta, o trepaban por el espacio inmenso. Eran como una señal de esperanza.

Todavía tenían que marchar un rato. Pero al fin sintieron la caricia del sol caliente sobre la espalda, y al cabo de una caminata larga pero animosa, se detuvieron jadeando en la cresta. La otra cara de la montaña era un acantilado casi vertical por el que nada ni nadie podría descender.

Al abrigo de un centenar de entrecruzadas cortinas de sombra, se tendía un brazo de mar, ancho y sereno, Un rayo de sol que se desplegaba en abanico envolvía en un halo luminoso la bahía de riscos en que reposaba el océano. En las aguas se agitaba una multitud de criaturas, que dejaban estelas fugaces. En una franja de la costa, había otras figuras en actividad, yendo y viniendo entre unas chozas blancas, diminutas como perlas a lo lejos.

El único que no miraba hacia la bahía era Sodal Ye. Contemplaba absorto el sol y la exigua porción de mundo luminoso que se veía desde aquel mirador privilegiado, las tierras en que el día brillaba eternamente. Allí el resplandor era casi intolerable. El sodal no necesitaba instrumentos para saber que el calor y la luz habían aumentado desde que abandonaran la Ladera Grande.

—Tal como lo he augurado —declaró—, todo ahora se funde para transformarse en luz. Se acerca el advenimiento del Gran Día, en el que todas las criaturas se transformarán en partes del universo verde. Tendré que hablaros de eso en alguna ocasión.

El relámpago que casi se había agotado sobre las Tierras del Crepúsculo Perpetuo revoloteaba aún en el lado luminoso. Un rayo extraordinariamente vívido cayó en la selva poderosa… y permaneció visible. Onduló como una serpiente, apresado entre la tierra y los cielos, y se fue aquietando y engrosando hasta que algo semejante a un dedo índice se extendió en el dosel del espacio y el extremo del rayo se perdió en la atmósfera brumosa.

—¡Aaaah, ahora he visto la señal de las señales! —dijo el sodal—. Ahora veo y ahora sé que el fin de la Tierra se aproxima.

—¿Qué es eso, en nombre del terror? —dijo Gren, mirando de soslayo la columna verde, desde abajo de la carga.

—Las esporas, el polvo, las esperanzas, el crecimiento, la esencia verde de los siglos terrestres, nada menos. Sube, asciende en busca de nuevos ámbitos. ¡Bajo todo ese verdor el suelo ha de estar recocido como ladrillo! Durante media eternidad calientas un mundo, lo colmas de fecundidad, y luego le aplicas una corriente suplementaria: y de la energía refleja emerge el extracto de la vida, apoyado y sostenido en el espacio por corrientes galácticas.

Gren se acordó de pronto de la isla del risco alto. Aunque no sabía lo que quería decir el sodal al hablar de extractos de vida sostenidos por corrientes galácticas, recordó aquella extraña experiencia en la caverna de los ojos. Hubiera querido preguntarle a la morilla qué era eso.

—¡Vienen los pieles ásperas! —gritó Yattmur—. ¡Escuchad! Los oigo gritar.

Miró atrás, y en la obscuridad del camino por el que habían llegado vio unas figuras pequeñas, algunas todavía con antorchas humeantes, que trepaban lentas pero seguras, casi todas a cuatro patas.

—¿A dónde vamos? —preguntó Yattmur—. Si no paras de hablar, pronto nos alcanzarán, Sodal.

Ensimismado, Sodal Ye tardó en contestar. Al fin dijo: —Tenemos que llegar un poco más arriba. Sólo un corto trecho. Detrás de ese espolón hay un camino secreto que desciende a las rocas. Allí encontraremos un pasaje que nos llevará directamente a la Bahía de la Bonanza, atravesando el acantilado. No te preocupes; esos pobres infelices tienen todavía mucho que trepar.

Sin esperar a que Sodal Ye terminase de hablar,. Gren reanudó la marcha hacia el espolón.

Echándose a Laren sobre el hombro, Yattmur corrió hacia adelante. De pronto se detuvo.

—Sodal —dijo—. ¡Mira! Uno de los traveseros se ha estrellado detrás del espolón. ¡Tu camino de escape ha de estar totalmente bloqueado!

El espolón se alzaba en el borde del risco, como una descabellada chimenea construida en la cúpula de un tejado. Detrás de él, maciza y firme, yacía la mole de un travesero. No lo habían visto hasta entonces sólo porque tenían delante el flanco ensombrecido, que se elevaba como una extensión del risco.

Sodal Ye gritó: —¿Cómo vamos a pasar por debajo de ese vegetal inmenso? —y azotó con la cola las piernas de Gren, furioso de frustración.

Gren se tambaleó y cayó contra la mujer que llevaba la calabaza. Los dos rodaron por el suelo mientras el sodal aleteaba junto a ellos, vociferando.

La mujer lanzó un grito de algo que era una mezcla de dolor y rabia, y se cubrió la cara mientras empezaba a sangrarle la nariz. El sodal le graznaba órdenes pero ella no le obedecía. Mientras Yattmur ayudaba a Gren a levantarse, el sodal dijo: —¡Malditos sean tus descendientes comedores de estiércol! Le estoy ordenando que le diga a la otra que se desplace y vea cómo podemos salir de este atolladero. Patéala y oblígala a prestar atención… y luego vuelve a cargarme sobre tus espaldas, y a ver si en adelante eres más cuidadoso.

Otra vez empezó a gritarle a la mujer.

De improviso, la mujer se levantó. Tenía la cara contraída como un fruto exprimido. Tomó la calabaza, la balanceó en el aire y la estrelló contra el cráneo del sodal. El golpe lo dejó inconsciente. La calabaza se partió y la morilla resbaló como una melaza, cubriendo, con una especie de aletargada complacencia, la cabeza del sodal.

Las miradas de Gren y de Yattmur se encontraron, inquietas, interrogantes. La boca de la mujer que desaparecía se abrió en una carcajada silenciosa.

La compañera se sentó a llorar; la duración de ese único momento de rebeldía había empezado y había terminado.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Gren.

—Veamos si podemos encontrar el pasadizo; eso es lo primero —dijo Yattmur.

Gren le acarició el brazo para reconfortarla.

—Si el travesero está vivo, quizá podamos encender un fuego debajo de él y hacer que se vaya —dijo.

Dejaron a las mujeres junto al sodal, esperando no se sabía qué, y echaron a andar hacia el travesero.

26

A medida que la cantidad de radiación solar aumentaba, acercándose al día, ya no tan lejano, en que el sol se convertiría en nova, también el crecimiento de la vegetación había ido aumentando hasta alcanzar una supremacía indiscutible, avasallando a todas las otras formas de vida, obligándolas a extinguirse o a buscar refugio en la zona del crepúsculo. Los traveseros, grandes monstruos aracnoides de origen vegetal, que a veces tenían hasta una milla de longitud, eran la culminación del poder en el reino de las plantas.

La fuerte radiación había llegado a ser una necesidad para ellos. Primeros astronautas vegetales del mundo de invernáculo, viajaban entre la Tierra y la luna mucho después de que los hombres abandonaran sus ruidosas ocupaciones y se retiraran a los árboles de los que habían venido.

Gren y Yattmur avanzaban por debajo de la mole fibrosa, negra y verde de la criatura; Yattmur estrechaba a Laren que miraba todo con ojos atentos. Presintiendo un peligro, Gren se detuvo.

Alzó los ojos. Una cara morena lo miraba desde aquel flanco monstruoso. Luego de un momento de terror, distinguió más de una cara. Escondida en la pelambre que cubría al travesero, había una hilera de seres humanos.

Instintivamente sacó el cuchillo.

Al advertir que los vigilaban, los observadores abandonaron el escondite y se amontonaron contra el travesero. Habían aparecido diez de ellos.

—¡Regresa! —dijo Gren, volviéndose a Yattmur.

—Pero los pieles ásperas…

Los atacantes los tomaron por sorpresa. Desplegando mantos —o alas, saltaron desde muy arriba de la cabeza de Gren y se dispusieron a rodearlos. Todos blandían palos o espadas.

—¡Atrás o mi espada os traspasará! —gritó Gren con furia salvaje, plantándose de un salto delante de Yattmur y el pequeño.

—¡Gren! ¡Tú eres Gren del grupo de Lily-yo!

Las figuras se habían detenido. Una de ellas, la que había hablado, se adelantó con los brazos abiertos, dejando caer la espada.

¡Gren conocía aquel rostro moreno!

—¡Sombras vivientes! ¡Lily-yo! ¡Lily-yo! ¿Eres tú?

—¡Soy yo, Gren, y ninguna otra!

Y ahora otros dos se acercaban a Gren con gritos de júbilo. Los reconoció, rostros olvidados pero siempre familiares, los rostros de dos miembros adultos del grupo tribal. Haris, el hombre, y Flor, le estrechaban la mano. Estaban muy cambiados, pero Gren, en la sorpresa del reencuentro, ni siquiera lo notó. Les miraba los ojos más que las alas.

Viendo que Gren les miraba las caras con curiosidad, Haris dijo: —Ahora eres un hombre, Gren. También nosotros hemos cambiado. Estos que nos acompañan son gente amiga. Hemos regresado del Mundo Verdadero, volando por el espacio en el vientre del travesero. Ha enfermado en el camino y se ha estrellado en esta miserable tierra de sombras. No sabemos cómo volver a las selvas cálidas, y hace mucho tiempo que estamos aquí, soportando los ataques de toda clase de criaturas inimaginables.

—Y aún tendréis que soportar a la peor —dijo Gren. No le gustaba ver a gente a quien admiraba, como Haris y Lily-yo, entendiéndose con los hombres volantes—. Nuestros enemigos se preparan a atacarnos. Ya llegará el momento de contar historias (y sospecho que la mía es más extraña que la vuestra), pues una gran manada, dos grandes manadas de pieles ásperas nos vienen siguiendo.

—¿Pieles ásperas los llamas? —dijo Lily-yo—. Pudimos observarlos desde lo alto del travesero. ¿Qué te hace suponer que somos nosotros la presa que buscan? En estas desdichadas tierras de hambre, es más probable que sea el travesero lo que les interesa como alimento.

Esta idea sorprendió a Gren; no obstante, reconoció que era probable. Sólo esa enorme cantidad de alimento podía haber impulsado a los pieles ásperas a una persecución tan larga y perseverante. Se volvió para ver qué pensaba Yattmur. No estaba allí.

Sacó inmediatamente el cuchillo que acababa de envainar y saltó en derredor, buscándola y llamándola. Los miembros de la banda de Lily-yo que no lo conocían manoteaban nerviosos las espadas, pero Gren no les prestó atención.

Yattmur estaba allí cerca, estrechando al niño y mirando a Gren con expresión de enfado. Había vuelto a donde estaba tendido el sodal; las mujeres arableras seguían junto a él, impávidas, mirando hacia adelante. Mascullando con furia, Gren apartó a Haris y fue hacia Yattmur.

—¿Qué estás haciendo? —gritó—. Trae aquí a Laren.

—Ven a buscarlo —replicó ella—. Yo no quiero tener ninguna relación con esos salvajes extraños. Tú me perteneces… ¿por qué me dejas por ellos? ¿Por qué hablas con ellos? ¿Quiénes son?

—¡Oh sombras, protegedme de las mujeres estúpidas! No comprendes.

Calló de golpe.

Era demasiado tarde para escapar del acantilado.

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