Invernáculo (34 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
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Avanzando en un silencio impresionante, quizá porque les faltaba el aliento, las primeras filas de pieles ásperas aparecieron por detrás de la cresta.

Cuando enfrentaron a los humanos se detuvieron, pero los que venían atrás los empujaron y los obligaron a seguir. Con los mantos rígidos colgando de los hombros y mostrando los dientes, no tenían un aspecto amistoso. Uno o dos llevaban todavía en las cabezas las ridículas calabazas.

Yattmur dijo, con los labios helados: —Algunos de estos prometieron ayudar a los guatapanzas a volver a la tierra natal.

—¿Cómo lo sabes? Son todos tan parecidos.

—Ese viejo de bigotes amarillos, al que le falta un dedo… a ese al menos lo reconozco.

Lily-yo, acercándose con los del grupo, preguntó: —¿Qué vamos a hacer? ¿Crees que estas bestias nos molestarán si los dejamos con el travesero?

Gren no respondió. Avanzó hasta plantarse frente a la criatura de los bigotes amarillos que Yattmur había señalado.

—No tenemos malas intenciones, bambunos pieles ásperas. Bien sabéis que nunca os hostilizamos cuando vivíamos en Ladera Grande. ¿Están con vosotros los tres hombres guatapanzas que eran compañeros nuestros?

Sin responder, Bigotes Amarillos se dio vuelta y arrastrando los pies fue a consultar a los otros. Los pieles ásperas más próximos se enderezaron sobre las patas traseras y conversaron entre ellos. Por fin Bigotes Amarillos se volvió hacia Gren mostrándole los colmillos mientras hablaba. Escondía algo entre los brazos.

—Chi chi cha sí, flaco, los panzas saltonas están cof cof con nosotros. ¡Mira! ¡Agarra!

Con un movimiento rápido le tiró algo a Gren. Gren estaba tan cerca que lo tomó en el aire.

Era la cabeza mutilada de un guatapanza.

Gren reaccionó sin pensarlo dos veces. Dejó caer la cabeza, y con una furia roja, lanzó el cuchillo. La hoja se hundió en el vientre del piel áspera antes que pudiera escabullirse. Mientras aullaba tambaleándose, Gren le alcanzó la pata gris con las dos manos, dio una rápida media vuelta, y arrojó a Bigotes Amarillos por el borde del acantilado.

Se hizo un silencio total, un silencio de sorpresa, cuando se apagaron los gritos de Bigotes Amarillos.

Un momento más, y sabremos qué suerte nos toca, pensó Gren. La sangre le quemaba demasiado para que eso le importara. Sentía detrás de él la presencia de Yattmur, Lily-yo y los demás humanos, pero no los miró.

Yattmur se inclinó hacia el objeto destrozado y sanguinolento que yacía a los pies del grupo. La cabeza mutilada era un mero objeto, un objeto de horror. Observando la gelatina acuosa de los ojos, Yattmur leyó en ella el destino de los tres guatapanzas.

Gritó sin que nadie la oyera: —¡Y siempre fueron tan cariñosos con Laren!

De pronto un ruido estalló detrás.

Un rugido terrible, un bramido de una cadencia y un poder extraños, y tan repentino que la sangre se le cambió en nieve. Los pieles ásperas gritaban despavoridos; en seguida, volviéndose, entre riñas y empujones corrieron a refugiarse otra vez en las sombras bajo la cresta de la montaña.

Ensordecido, Gren miró alrededor. Lily-yo y sus acompañantes se encaminaban hacia el travesero moribundo. Yattmur trataba de apaciguar al niño. Las mujeres arableras, con las manos sobre las cabezas, yacían de bruces en el suelo.

De nuevo llegó el ruido, henchido de una angustiada desesperación. Sodal Ye se había recuperado y gritaba, colérico. De repente, abriendo la boca carnosa con el enorme labio inferior, habló, con palabras que sólo gradualmente fueron cobrando sentido:

—¿A dónde vais, cabezas huecas, criaturas de los llanos obscurecidos? Tenéis sapos en la cabeza sí no comprendéis mis profecías donde crecen los pilares verdes. Crecimiento es simetría, simetría hacia arriba y abajo, y lo que llamamos decadencia es en verdad la segunda etapa del crecimiento. Un mismo proceso, cabezas de chorlos, el proceso de la involución, que os hunde en el verdor original… ¡Estoy perdido en los laberintos, Gren! Gren, como un topo estoy excavando túneles en una tierra de inteligencia… Gren, las pesadillas… Gren, te estoy llamando desde las entrañas del pez. ¿Puedes oírme? Soy yo… tu antiguo aliado, el hongo morilla.

—¿El hongo morilla?

Desconcertado, Gren cayó de hinojos delante del trapacarráceo, y observó inexpresivamente la corona leprosa y pardusca que ahora adornaba la cabeza del pez. Mientras Gren miraba, los ojos se abrieron, velados al principio, y luego se clavaron en él.

—¡Gren! Estuve a punto de morir… Ah, el dolor de la conciencia… Escucha, hombre, soy yo, tu morilla, quien te habla. Ahora he dominado al sodal, y estoy sirviéndome de él, como antes me serví de ti. Hay tanta riqueza en esta mente… y al unirla a mis propios conocimientos… ah, veo con claridad no sólo este pequeño mundo sino toda la galaxia verde, el universo siempre verde…

Frenético, Gren se levantó de un salto.

—Morilla, ¿te has vuelto loca? ¿No ves la situación en que estamos, todos a punto de morir a manos de los pieles ásperas no bien se recobren y decidan atacar? ¿Qué podemos hacer? ¡Si de verdad estás aquí, y en tu sano juicio, ayúdanos!

—No me he vuelto loca, a menos que ser la única criatura sensata en este mundo de cabezas huecas signifique estar loco… Está bien, Gren, la ayuda llegará pronto, ¡te lo aseguro! ¡Mira el cielo!

Desde hacía largo rato una claridad misteriosa inundaba el paisaje. En la distante e ininterrumpida masa de la selva, se alzaba la columna verde, junto a otra un poco más lejos. Parecía que comunicaran este resplandor a la atmósfera y Gren vio sin asombro unas franjas nubosas de un matiz viridiscente que surcaban el espacio. De una de esas nubes descendía un travesero. Bajando con lentitud, parecía venir hacia el promontorio en que se encontraban Gren y su grupo.

—¿Viene hacia aquí, morilla? —preguntó Gren.

Aunque lamentaba la resurrección de la criatura tiránica que hasta poco antes le había sorbido la sangre y la vida, comprendió que ahora, al depender exclusivamente del sodal sin piernas, la morilla podía ayudarlo al fin sin hacerle daño.

—Baja en esta dirección —respondió la morilla—. Echaos aquí, tú, Yattmur y el niño, para que no os aplaste al aterrizar. Es posible que venga a copular, a aparearse con el travesero moribundo. Ni bien se pose, tenemos que subirnos encima. Tú tendrás que acarrearme, Gren, ¿entiendes? Luego te iré indicando otras cosas.

Mientras la morilla hablaba por la boca burbujeante del sodal, el viento encrespó las hierbas. En lo alto, el gran cuerpo velludo se expandió hasta casi ocultar el cielo, y luego se posó suavemente al borde del acantilado, encaramándose sobre el travesero moribundo. Las grandes patas descendieron, afirmándose como puntales en los musgos que cubrían la roca. Arañó el suelo buscando un apoyo y ya no se movió.

Gren y Yattmur, seguidos por las mujeres tatuadas, se acercaron y observaron la altura del travesero. Gren soltó la cola del sodal, que había llevado hasta allí a la rastra.

—¡No podremos trepar tan alto! —dijo—. Estás completamente loca, morilla, si lo crees posible. ¡Es demasiado grande!

—¡Trepa, hombre, trepa! —gritó la morilla.

Gren continuaba indeciso, cuando aparecieron Lily-yo y los de la banda. Se habían escondido detrás del risco, y querían partir cuanto antes.

—Como dice tu criatura-pez, sólo así podremos salvarnos —dijo Lily-yo—. ¡Trepa, Gren! Ven y nosotros te cuidaremos.

—No puedes tenerle miedo a un travesero, Gren —dijo Haris.

Gren no se movió; las palabras de los otros no lo alentaban. No soportaba la idea de ir aferrado a algo que volaba por el espacio; recordó el viaje a lomo del avevege que se había estrellado en la Tierra de Nadie, recordó las largas travesías en la barca y en la cápsula de la zancuda, y que la situación había empeorado luego de cada desembarco. Sólo en el viaje que acababa de concluir, el que había emprendido ya libre del hongo, el punto de destino le había parecido mejor que el punto de partida.

Mientras titubeaba, la morilla volvió a gritar con la voz del sodal, instigando a los otros a que subieran por las patas fibrosas, incluso con la ayuda del grupo de Lily-yo. Pronto todos estuvieron encaramados en la cima del lomo, mirando hacia abajo y llamando. Sólo Yattmur seguía junto a Gren.

—Justo ahora, que nos libramos de los guatapanzas y de la morilla, ¿por qué hemos de depender de esta criatura monstruosa? —murmuró.

—Tenemos que ir, Gren. Nos llevará a las selvas calientes, lejos de los pieles ásperas, donde viviríamos en paz con Laren. Tú sabes que no podemos quedarnos.

Gren la miró, miró al niño de ojos grandes en los brazos de Yattmur. Ella había soportado tantos sinsabores, desde que la Boca Negra cantara aquella canción irresistible.

—Iremos si tú lo deseas, Yattmur. Deja que lleve al niño. —Miró hacia arriba, y con los ojos relampagueantes de cólera, le habló a la morilla: —Y acaba de gritar como una estúpida… ¡ya voy!

Gritó demasiado tarde: la morilla ya había callado. Cuando Gren y Yattmur llegaron por fin jadeando a lo alto de la montaña viviente, descubrieron que la morilla ya estaba atareada, dando instrucciones a Lily-yo y sus acompañantes para la ejecución de una nueva empresa.

El sodal le echó a Gren una de sus miradas porcinas y dijo: —Como tú sabes tan bien como cualquiera, me ha llegado la hora de dividirme, de propagarme. Así que voy a dominar a este travesero, además del sodal.

—Ten cuidado, no vaya a ser que él te domine a ti —dijo Gren débilmente. De pronto cayó sentado sobre el lomo, cuando el travesero se movió. Pero la gran criatura, en el umbral de la fertilización, tenía tan poca sensibilidad que no interrumpió su ciega tarea mientras Lily-yo y los otros, trabajando afanosamente con los cuchillos, le abrían la epidermis.

Cuando al fin apareció un cráter, levantaron a Sodal Ye y lo colgaron de cabeza sobre él; el trapacarráceo se debatió débilmente, pero la morilla lo tenía demasiado dominado. La horrible masa esponjosa de la morilla empezó a deslizarse y la mitad cayó dentro del orificio; en seguida —siempre de acuerdo con las instrucciones —los otros lo cubrieron con una especie de tapón de carne. Gren estaba maravillado de cómo se habían dado prisa en cumplir las órdenes de la morilla; él parecía ser ahora inmune a las órdenes.

Yattmur se sentó y amamantó a su hijo. Cuando Gren se instaló junto a ella, le señaló con el dedo la cara obscura de la montaña. Desde aquel mirador elevado podían ver en las sombras los grupos de los pieles ásperas que se alejaban cariacontecidos a ocultarse en un lugar seguro, en espera de los acontecimientos. Aquí y allá chispeaban las antorchas, punteando la obscuridad como capullos en un bosque melancólico.

—No nos atacarán —dijo Yattmur—. Tal vez podríamos bajar y encontrar el camino secreto a la Bahía de la Bonanza.

El paisaje se inclinó.

—Ya es demasiado tarde —dijo Gren—. ¡Agárrate con fuerza! Estamos volando. ¿Tienes bien sujeto a Laren?

El travesero se había elevado. Abajo centelleaba el acantilado de la costa, y caían desde él, desplazándose rápidamente por encima de la piedra. La Bahía de la Bonanza se volvía hacia ellos, ensanchándose a medida que giraba y se acercaba.

Se deslizaron por una larga sombra, y de allí pasaron a la luz —la sombra del travesero empastada en el mar estriado —y de nuevo a la sombra y luego otra vez a la luz a medida que se elevaban, ya con mayor firmeza, hacia el penacho del sol.

Laren gritó de miedo y volvió a mamar, cerrando los ojos, como si el espectáculo fuese demasiado terrible para él.

—¡Reuníos todos alrededor de mí! —gritó la morilla—, para que os hable por la boca de este pez. Escuchad todos lo que he de deciros.

Aferrándose a los pelos fibrosos, se instalaron alrededor del hongo; sólo Gren y Yattmur se resistían a obedecer.

—Ahora tengo dos cuerpos —declaró la morilla—. Me he hecho cargo de este travesero y estoy gobernando su sistema nervioso. Irá sólo donde yo quiera. No temáis, nada malo ocurrirá por el momento.

Más temible que el vuelo es el conocimiento que he extraído de este trapacarráceo, Sodal Ye. Tenéis que saberlo, porque ha alterado todos mis planes.

Estos sodales son habitantes de los mares. El crecimiento vegetal ha aislado a las criaturas inteligentes, pero no a los sodales, que en la libertad de los océanos han podido mantenerse en contacto unos con otros. Aún pueden recorrer todo el planeta. De modo que no han perdido; han ganado en sabiduría.

Han descubierto que el mundo está a punto de acabar. No inmediatamente, no hasta que pasen muchas generaciones; pero sin duda acabará, y estas verdes columnas de peligro que se elevan desde la selva hacia el cielo son la señal de que el fin ya ha comenzado.

En las regiones de verdadero calor, regiones desconocidas para todos nosotros, donde viven las matas incandescentes y otras plantas que utilizan el fuego, hace ya tiempo que hay columnas verdes. En la mente del sodal descubro que él las conoce. Veo desde un mar humeante los incendios en las costas.

La morilla enmudeció. Gren adivinó que estaba sondeando más profundamente la inteligencia del sodal. Se estremeció, admirando de algún modo aquel apasionado interés por las cosas del mundo, y sintiendo al mismo tiempo que la naturaleza de la morilla le parecía repugnante.

Allá abajo, flotando lentamente, se deslizaban las Tierras del Crepúsculo Perpetuo. Cuando los labios pesados volvieron a moverse para transmitir con la voz del sodal los pensamientos de la morilla, las tierras eran mucho más brillantes.

—Estos sodales no siempre comprenden todo lo que conocen. Ah, la belleza del plan cuando uno alcanza a comprenderlo… Humanos, la mecha encendida de una fuerza llamada involución… ¿Cómo podré decirlo para que vuestros diminutos cerebros lo comprendan?

Hace muchísimo tiempo los hombres, vuestros remotos antepasados, descubrieron que la vida nacía y se desarrollaba, por así decir, de una partícula de fertilidad: de una ameba que sirvió de puerta de entrada a la vida, como el ojo de una aguja; del otro lado estaban los aminoácidos y el mundo de la naturaleza inorgánica. Y descubrieron, además, que ese complejo mundo inorgánico procedía de una sola partícula, un átomo primario.

Los hombres llegaron a conocer y comprender estos extraordinarios procesos de crecimiento. Pero los sodales descubrieron además que el proceso de crecimiento incluye lo que los hombres llamaban decadencia: que la naturaleza no sólo tiene que construir para destruir, también tiene que destruir para construir.

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