Ira Dei (23 page)

Read Ira Dei Online

Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
10.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

No se le ocurrían más preguntas, así que se dispuso a despedirse.

—Muchas gracias —Sandra se volvió hacia la dueña con expresión sincera—, me ha sido de mucha ayuda.

—De nada, mi niña —Doña Manuela le tomó la mano, la miró a los ojos, que parecieron enfocarse en los suyos—. Te voy a pedir un favor. Si encuentras lo que estás buscando, vuelve a contármelo, no dejes que esta pobre vieja se muera sin saberlo.

Sandra se consideraba una buena actriz, pero en aquella ocasión no pudo evitar que su cara se ruborizase.

32

Ariosto comprobó la marca del té verde… al menos era inglés. De lo malo, lo mejor. Se había encontrado con Galán en la calle Herradores y habían acordado tomar algo rápido en la cafetería
Carrera
. Estaban sentados en la mesa redonda más cercana al ventanal que daba a la calle, un sitio privilegiado para palpar el ajetreo matutino de La Laguna. La barra estaba llena de gente, y el local olía intensamente a café.

—Marta sigue con el teléfono desconectado —Galán tuvo que elevar el volumen de su voz, había mucho ruido de fondo—. El informe de la compañía telefónica me llegó poco antes de salir. Su móvil perdió la cobertura a las diez de la noche de ayer. Con las localizaciones horarias he podido reconstruir el itinerario sobre este plano de la ciudad —Galán desplegó un mapa del centro. Era el plano que regalaban en la oficina de turismo—. En la última media hora estuvo de un lado para otro en el comienzo de la Carretera de Las Mercedes, de lo que deduzco que estuvo corriendo por allí. Luego se internó por Tabares de Cala y llegó al solar donde se encontró la cripta. Desde este lugar la señal comienza a volverse un poco loca. Da la impresión de que empieza a moverse en zigzag dentro de la manzana.

—Déjeme ver —Ariosto giró el plano hacia sí y lo estudió detenidamente. Medio minuto después se lo tendió al policía—. Creo que nuestra amiga es más atrevida de lo que suponíamos. Me parece que estuvo escalando muros.

—Los muros medianeros del inmenso patio trasero que existe en esta manzana —Galán miró una vez más el mapa, con cara de preocupación—. Lo sospechaba. Se ha estado colando en los patios de las casas. Necesitamos un plano catastral para saber en cuántas de ellas entró.

—Puede verlo en una foto aérea. En
Google Maps
es fácil encontrarla.

Galán se asombró de que Ariosto estuviera tan al día de las opciones de Internet. No solía ocurrir con otras personas de su edad. Lo siguiente sería una invitación a agregarse como amigo en
Facebook
, por lo menos.

—Buena idea —Galán se levantó—, voy a mi despacho a comprobarlo.

—Manténgame informado, por favor —Ariosto se levantó a su vez—. Ahora debo hacer una visita ineludible. Nos veremos luego.

***

Galán caminó aprisa por la calle de La Carrera, ya empezaba a verse bastante gente por las calles. Los comercios hacía rato que habían abierto. Giró por la plaza de la Catedral hacia los impávidos patos, que miraban desafiantes a los transeúntes exigiéndoles el lanzamiento de pedacitos de pan. Sonó el móvil en su bolsillo. El policía lo sacó. Era Ramos.

—Jefe, le estamos esperando —cuando Ramos tenía prisa, la cadencia de su voz engañaba a todos. Un hombre tranquilo—. La reunión del Cabildo es dentro de veinte minutos. Tenemos el tiempo justo.

Galán juró por lo bajo. Tendría que dejar la búsqueda de Marta para más tarde, al menos un par de horas. Aceleró la marcha mientras sentía que su intranquilidad crecía a cada paso.

***

Ariosto caminaba en sentido contrario, en dirección a la Iglesia de la Concepción, cuando también recibió una llamada en su móvil. Era Pedro Hernández. Dudó en contestar. ¿Se habría descubierto tan pronto la ausencia del legajo? Tendría que ser una coincidencia muy desafortunada que alguien hubiera accedido al documento aquella mañana. A pesar de sus temores, decidió atender a Pedro.

—Buenos días —respondió, dando a su voz toda la naturalidad que pudo—. ¿Qué tal ha pasado la noche?

—Bien gracias, espero que usted también —no se notaba a Hernández alterado—. Le llamo porque estaba investigando sobre la familia del Marqués, y he descubierto que en el siglo XVIII todos los miembros de la familia fueron enterrados en el mismo lugar. Una pequeña cripta reservada para ellos en el subsuelo de la antigua iglesia de los Remedios, la Catedral actual.

—Interesante… —respondió Ariosto aliviado, manteniendo unos segundos de silencio, y dando pie a que Hernández siguiera. No tenía claro a dónde quería llegar el archivero.

—Existe en el Archivo Diocesano un libro de defunciones de la Iglesia de los Remedios que abarca todo el siglo XVIII. Podemos averiguar el día exacto en que murió el hijo del Marqués. Tal vez nos dé algún dato más.

—Me parece bien, Pedro, pero creo que el Archivo sólo abre por las tardes.

—No se preocupe, el personal también está por la mañana. Me daré un salto a la hora del desayuno. La archivera jefe es amiga mía y me dejará echarle un vistazo al libro.

—Una cosa que se me ha ocurrido, amigo mío —Ariosto detuvo su caminar, de forma que el mensaje llegara claro—. ¿Sería posible localizar esa cripta hoy? Y lo que es pedir más, ¿podríamos acceder a ella? Tengo el presentimiento de que puede aportarnos información vital.

—Pues no creo —Hernández no podía disimular que la petición le parecía descabellada—, el suelo actual fue colocado en el siglo XX, y no sabemos los destrozos que se hicieron cuando se construyó la Catedral en el XIX. Además, con la Catedral en obras, haría falta una autorización del mismísimo obispo. La verdad, lo veo difícil.

—De acuerdo —decidió no insistir, aquello quedaba más allá de las posibilidades del archivero—, intente lo del Diocesano y me llama, por favor.

Ariosto reemprendió su camino, ensimismándose en sus pensamientos. Al Obispo le gustaba aquel Reserva francés de
Cabernet Sauvignon
del 95 que atesoraba en su bodega. Todavía le quedaban dos botellas. Buscó en la memoria de su móvil el número de teléfono del Obispado y pulsó la tecla de llamada.

33

—¿Cómo dice?

Un escándalo de voces, entrechocar de instrumentos metálicos y maquinaria funcionando, saturaba la zona de pescado del mercado de La Laguna. Una mujer gruesa, con un pañuelo sobre su cabello teñido de amarillo y un delantal de hule blanco manchado con restos de sangre, intentaba escuchar a la periodista.

—¡Que si es posible hablar con su padre! —Sandra sintió que otro grito como ése y no podría hablar durante el resto del día. Un fuerte olor a mar impregnaba el ambiente. Todo parecía tener una costra de salitre: los mostradores, las paredes, incluso el suelo, húmedo y resbaladizo. Intentó no tocar nada.

—¡Está en el bar, tomándose un carajillo! —La pescadera gritó con voz sonora acostumbrada a la brega diaria. Acto seguido se olvidó de ella, concentrándose en mirar a la clientela que se arremolinaba en torno al expositor del pescado fresco, y pulsando al tiempo el timbre del número de turno—. ¿Quién sigue?

Sandra se alegró de salir de aquel bullicio. Un par de pasillos más allá se topó con la barra del bar, que estaba llena de clientes. Todos eran hombres, la mayoría fumando. Si no había mujeres debía ser por la incomodidad del lugar. El ruido de la pescadería fue sustituido por el rumor de cien conversaciones a la vez. En la cocina estaban haciendo comida y un penetrante aroma a
tollos
invadía el ambiente. Perico Gutiérrez era fácil de localizar. Su prominente barriga estiraba milagrosamente una camiseta blanca con el logotipo de su pescadería, levantando el faldón delantero y dejando entrever un peludo ombligo y un cinturón demasiado apretado por debajo de la cintura. El pelo, canoso con grandes entradas, peinado hacia atrás, y unas cejas grises excesivamente pobladas. La nariz, con hilillos venosos, delataba una antigua afición al alcohol que no se había descuidado.

Estaba contando un chiste y Sandra dudó que pudiera acabarlo, dado que se desternillaba con cada frase, ante la visible impaciencia de sus contertulios. Esperó pacientemente a que terminara haciendo como que esperaba a alguien. La carcajada del desenlace tornó la cara del pescador de un color rojo tirando a morado. Sus compañeros de barra aprovecharon para pagar e irse. En segundos el bar se quedó vacío. Era el momento.

—¿Perico Gutiérrez? —Sandra se acercó sigilosa.

El pescadero se volvió y una amplia sonrisa apareció cuando vio a la chica

—Soy yo, dígame.

—Me llamo Sandra Clavijo y trabajo en el
Diario de Tenerife
—ante la mirada escéptica del pescadero, sacó del bolso un arrugado carnet de periodista que el hombre no miró—, vengo de parte de don Claudio García.

—¿Cómo está el viejo Claudio? —Gutiérrez se relajó, palpándose la barriga—. Hace mucho tiempo que no lo veo. Éramos vecinos, ¿sabe? —no esperó la respuesta—. Y bien, ¿qué puedo hacer por usted?

—Estoy investigando unos asesinatos ocurridos en los años cuarenta, y don Claudio me comentó que usted podría saber algo sobre ellos —Sandra puso cara de estar molesta—. ¿Le parece bien si hablamos fuera? Es que hay demasiado ruido.

—Por mí no hay inconveniente, vamos.

Un sol radiante les hizo parpadear cuando salieron de la penumbra del mercado. El murmullo quedó atrás y buscaron un banco a la sombra en la plaza para tomar asiento. Comenzaba a hacer calor.

—En aquella ocasión mataron a un tío mío —Gutiérrez iba a continuar, pero se detuvo, quizá recordando algo importante. Se palpó el bolsillo del pantalón—. ¿Le importa que fume?

A Sandra le importaba, pero prefería ser amable con su posible fuente de información. Perico encendió hábilmente un cigarrillo negro sin filtro con un mechero
Zippo
. La periodista esperó a la segunda calada.

—¿Un tío suyo?

—Sí. Francisco Gutiérrez, Pancho para los amigos. Un gran tipo. El mayor de diez hermanos. Regentaba una venta de ultramarinos en la calle Herradores, heredada de mi abuelo, que murió en los años de la República. Mi tío era demasiado viejo para la guerra y con muchas bocas a su cargo. Por eso no fue al frente. Sin embargo, de poco le valió, ya que no volvió a casa un día del verano de 1940. Yo era un niño por aquel entonces y no me acuerdo de nada, pero mis hermanos me lo contaron infinidad de veces. La policía pensaba que era un sindicalista que se había echado al monte. ¡Sindicalista! —a Gutiérrez le dio un ataque de risa similar al del chiste del bar—, ¡valiente sindicalista!, era más franquista que Franco y José Antonio juntos —el hombre se tranquilizó poco a poco. Por un momento su cara se había puesto de un color cerúleo y Sandra temió por él—. Nunca supimos nada de las circunstancias de su desaparición. Algunas malas lenguas decían que se había largado a Venezuela. Pero no, sabíamos que si no volvió aquel día fue porque alguien se lo impidió. La policía no hizo nada, que nosotros supiéramos. Pasó el tiempo y el asunto fue olvidado por todos, pero no por la familia. Casi veinte años después, cuando yo estaba haciendo el servicio militar, había en el batallón un brigada borrachín de esos que se reenganchaban para toda la vida. Un día me tomé un par de copas con él en la cantina de suboficiales. Me habían nombrado cabo porque sabía leer y escribir, todo un mérito por aquel entonces —Gutiérrez se pasó la lengua por los labios, como si aquel recuerdo le hubiera dado una sed repentina—. No sabría decir si aquel hombre estaba borracho o sobrio, ya que siempre actuaba de la misma manera, recto como una escoba al andar, pero arrastrando las palabras cuando hablaba. Me acuerdo perfectamente que me dijo: «Gutiérrez, usted no sabe algo que yo sí sé. Al que mató a su tío le dieron garrote en la Península. Yo lo custodié en la travesía a Cádiz. El muy hijoputa no abrió la boca en todo el viaje. Pensaba que los abogaduchos de Madrid le iban a sacar las castañas del fuego y se equivocó de medio a medio. Acabó con la lengua fuera, como todos los demás cabrones que subieron al cadalso con él. Su tío ya puede descansar en paz». En aquellos tiempos las autoridades eran opacas en lo referido a dar información de los sentenciados a muerte y poco más hemos sabido del asunto. Lo comenté a la familia cuando volví a Tenerife y todos decidimos correr un tupido velo. Pancho descansa en paz en nuestras mentes y la vida sigue.

Other books

The Friendship by Mildred D. Taylor
The Spawning by Kaitlyn O'Connor
Ties of Blood by D.W. Jackson
Old Bones by J.J. Campbell
Watcher in the Pine by Pawel, Rebecca
The_Demons_Wife_ARC by Rick Hautala
Quintspinner by Dianne Greenlay
Cutting Loose by Dash, Jayson