Piti bajó una vez más la cuchara de la excavadora y, tras una débil resistencia inicial, notó que su extremo se balanceaba en el vacío. Puso en punto muerto la máquina y observó cómo un oscuro agujero había aparecido en el lugar donde acababa de pasar el cucharón, apenas a cuatro metros de donde él estaba.
Seguro que se trata del típico pozo de aguas fecales que tanto se usaba antes en la ciudad
, pensó. Le encantaba encontrarse con aquellas construcciones subterráneas, ejemplos de una cuidada arquitectura, con unas cúpulas de ladrillo casi perfectas. Una herencia del buen hacer de los maestros albañiles de otros tiempos.
Cuando el polvo se asentó, Piti paró el motor y bajó de un salto. Se aproximó con cuidado al borde de la oquedad y miró a la oscuridad. Efectivamente, era un pozo antiguo, pero mucho más grande que cualquiera que hubiera visto antes. Volvió a la pala a recoger la linterna que llevaba debajo del asiento, junto a la petaca de ron, y comprobó con alivio que funcionaba. Por una vez, las pilas no se habían sulfatado. Pulsó el interruptor y se dirigió al agujero. Los cascotes que formaban el techo de la cúpula habían caído sobre una de las paredes, dejando un reguero de escombros que hacían practicable la bajada. El palista miró alrededor, por si había alguien que compartiera el descubrimiento. Pero no, ni siquiera estaba presente el gato que lo miraba distante todas las mañanas encaramado en el muro de una casa contigua.
En fin, echemos un vistazo
, se dijo. Había destrozado muchos pozos en su carrera, y sabía que, como llamara al encargado o al aparejador, ambos querrían verlo con detenimiento y retrasarían su trabajo durante horas. Si era igual que los demás, arramblaría con él y a otra cosa.
A pesar de su evidente sobrepeso, bajó con habilidad por la rampa de derrubios. Estaba entrenado de tanto caminar sobre resbaladizos cantos rodados de la costa norte de la Isla, jugándose el tipo cuando recogía las cada vez más escasas lapas adheridas a las rocas. Por fin llegó al suelo original. Olía a tierra mojada y a algo más, desagradablemente indefinible. A pesar de la limitada luz de la linterna, de un solo vistazo se percató de que aquello no era un pozo negro. La cúpula no era tal, sino una bóveda de paredes de ladrillo que se desplazaba en dirección norte unos diez metros, calculó. Más allá no llegaba el haz de luz artificial. El palista dio unos pasos mirando el techo, temiendo que fuera a derrumbarse. Después de iluminar los vacíos muros, fijó el foco en el suelo. El polvo se asentaba poco a poco, pero dejaba entrever un piso de grandes losas de piedra pulida, de metro y medio por lo menos cada una, que lo cubría hasta donde llegaba la luz. Una de ellas tenía en su base una argolla de hierro oxidado.
¿A qué le recordaba aquello? ¿A la tapa de las arquetas de los aljibes o a otra cosa que prefería olvidar?
De repente, una sombra oscureció la escasa luz que entraba por la abertura.
—¡Piti! ¿Dónde estás? ¿Ya estás escaqueado otra vez?
El grito del encargado resonó de tal manera en aquella cueva que a Piti casi se le cae la linterna.
—¡Estoy aquí abajo! —respondió el palista, temblando—. ¡Coño! ¡Qué susto, joder!
—¿Qué haces solo ahí? ¿No sabes que tienes que avisar? Espera, que bajo.
Lorenzo Báez era varios años más joven que Piti, más bajo, pero todo nervio y músculo. El año anterior había ascendido de oficial de primera a encargado. Llegaba a la obra antes que nadie y se iba el último. El tío se lo curraba y por ello era respetado por sus compañeros. No obstante, de vez en cuando, como todos, alargaba el café tras la comida. En un par de segundos bajó donde estaba el palista.
—¿Qué es esto? —preguntó Báez, mirando alrededor—. Me recuerda a los silos de los polvorines del Ejército.
Los hombres avanzaron varios pasos, y descubrieron que la construcción subterránea se interrumpía unos quince metros más allá.
—Esto es muy antiguo. Se derrumbó el techo hace mucho tiempo —comentó el capataz con seguridad—. Parece que esta especie de túnel seguía más adelante —se dio la vuelta—. Fíjate, hay una losa con anilla —la inspeccionó unos segundos—. Venga, vamos a levantarla.
—¿Te parece buena idea? —preguntó Piti con voz temblorosa—. Creo que deberíamos llamar al jefe.
—Luego lo llamamos. De aquí a que venga igual se hace de noche. A lo mejor encontramos un tesoro o algo así. Hace cinco años encontramos en otra obra varias monedas de oro.
El hipotético descubrimiento de un saco de monedas no terminaba de convencer a un Piti, que cada vez sentía más aprensión en aquel entorno. Báez se desprendió del cinturón, lo pasó por el aro y tiró de la losa hacia arriba.
—¡Venga, ayúdame! ¡Parece que se mueve!
De mala gana, el palista tiró del cinturón, y la fuerza de ambos logró que la losa se levantara unos centímetros, los suficientes para poder desplazarla lateralmente. Un fuerte olor surgió de debajo de la losa e impregnó la oscuridad.
—¿A qué huele? —preguntó Piti—, ¡es inaguantable!
—Déjame la linterna —Báez orientó el foco al hueco—. ¡Hay unos escalones!
Una vez apartada la losa completamente, Báez comenzó a bajar la escalera, resbaladiza por la humedad. Piti pensó que por nada del mundo seguiría a Báez,
¡vaya agallas que tenía el tipo!
En el séptimo escalón, el encargado se detuvo bruscamente.
—Piti, mejor será que llames al jefe —la voz del encargado era casi un susurro—. Esto no te va a gustar.
—¿Qué hay ahí, Lorenzo?
Báez tardó unos segundos en responder.
—Gente muerta…, mucha gente muerta.
Una violenta arcada ascendió por el estómago del encargado, sin que pudiera reprimirse. Piti le imitó de inmediato.
Marta Herrero luchaba con las gotas de sudor que resbalaban de su frente intentando que no cayeran encima de los huesos que limpiaba con un cepillo. A estas alturas sólo faltaría contaminar las muestras del yacimiento con un descuido por su parte. La jornada había sido fructífera en aquella cueva escondida en un saliente abrupto del barranco de Afur, en el macizo montañoso de Anaga, al noroeste de la Isla. De los cuatro enterramientos guanches encontrados, ya habían podido excavar tres, y éste era el último. Con un poco de suerte, esa semana acabarían el trabajo
in situ
y podría sentarse en el laboratorio de la Facultad a ordenar e interpretar lo que habían encontrado.
El curso había terminado y no recibiría las inoportunas visitas de los alumnos que tanto la desconcentraban. Por culpa de las tutorías iba retrasada en la redacción del catálogo arqueológico de la comarca norte de Tenerife. La entrega era en octubre, pero en el mes de agosto tenía planeado viajar a la Provenza y comprobar si estaba justificada la fama de los Côtes du Rhône. Tendría que aprovechar el tiempo. Pasó del cepillo al pincel para separar la fina tierra que recubría los huecos del cráneo y recuperar lo que parecía ser un collar cuyas cuentas se hallaban desperdigadas a su alrededor.
—Un poco más de luz, Juan, por favor —pidió la arqueóloga a su ayudante.
Juan López, el eterno becario del Departamento de Arqueología, se apresuró a acercar la potente linterna halógena con la que trabajaban. Proporcionaba una luz extraordinaria, pero también producía un calor horroroso. Como a su profesora, también a él se le pegaba a la espalda la camisa estilo
Camel Trophy
.
Juan era consciente que debía mostrar en todo momento el máximo entusiasmo en lo que hacía: el plazo para presentar la tesis expiraba a finales de año y le convenía asegurarse el respaldo de los profesores del Departamento. Trabajar con la doctora Herrero era agradable, y además de tener una profesional de prestigio al lado que le hacía aprender cosas nuevas todos los días, la arqueóloga estaba como un tren. Casi metro setenta de puro músculo, se recogía en la excavación su media melena castaña de una forma que le daba un cierto aire de saltadora de pértiga. La mirada de sus oscuros ojos verdes derretía a cuantos se atrevían a sostenerla unos segundos. Pero lo que más apreciaba era su trato amable con los alumnos. En su caso, a veces deseaba que fuera un poco más cálido.
Pero no, se comentaba que la doctora Herrero estaba comprometida con un empresario y no iba a complicarse la vida con un alumno.
¡Ni él tampoco iba a fastidiar su carrera por liarse con una profesora…!
O por lo menos así se lo repetía.
Todavía quedaban unas cuantas piezas del collar por recuperar cuando el móvil de Marta comenzó a vibrar insistentemente. La arqueóloga, tras limpiarse el polvo de sus manos en la camisa, sacó el teléfono del bolsillo trasero del pantalón vaquero y miró la pantalla, asombrada de tener cobertura dentro de la cueva. Era el Inspector Antonio Galán, un compañero de facultad con quien mantenía una vieja amistad de muchos años.
Una leve sonrisa se dibujó en su rostro. No quería reconocerlo, pero le gustaba que la llamara. Ese hombre tenía un aura especial. Una seguridad en sí mismo que le hacía sentirse cómoda cuando coincidían. Sin embargo, sabía que aquel tren había pasado de largo hacía muchos años, que aquello era parte de su pasado, una aventura efímera que acabó antes de empezar.
Marta pulsó el botón de recepción de llamada.
—No me digas que te vas a rajar de la cena de mañana —tanteó sin dejar que Galán tuviera tiempo de decir nada. La cena de aniversario de la promoción de Historia llevaba más de dos meses organizada.
—¿Eh?, no, no es eso, no me la perderé por nada —contestó el policía—. Te llamo porque necesito que me hagas un favor.
Marta atendió con interés, era uno de esos hombres a los que las mujeres no les importaba hacerles favores.
—Unos obreros han encontrado una estructura subterránea en un solar en La Laguna y, como parece que tiene bastante antigüedad, he pensado que podrías asesorarme acerca de su fecha de construcción.
—Vaya, la policía haciendo el trabajo de los arqueólogos —dijo Marta en tono burlón—. Como se entere algún periodista de que los polis no están persiguiendo a los malos, sales mañana en primera plana.
—De eso se trata, Marta, de que no salga en primera plana. Lo que hay en esa obra, es… —la voz adquirió un tono confidencial— un tanto especial, y no queremos seguir sin que haya alguien que sepa de cosas antiguas enterradas. Además, como ya sabes, nuestra actuación es exponente del extraordinario celo que las autoridades policiales utilizan para no contaminar la importancia de los hallazgos de posible interés arqueológico.
—Sí, sí, me lo creo —comentó Marta, irónica. Notaba que tanto secretismo comenzaba a intrigarla—. ¿Cuándo quieres que vaya?
—Si vienes ahora, te lo agradeceré eternamente.
—De acuerdo —respondió la arqueóloga, afable—, si es eternamente, iré. Estoy cerca de Taganana y calculo que tardaré unos veinte minutos, depende del tráfico.
—Muy bien, te espero. Gracias amiga.
«Gracias, amiga», se repitió mentalmente. Hubo un tiempo en que esa frase nunca hubiera salido de su boca. ¿Cómo la llamaba en la intimidad? Marta no quiso recordarlo. Era mejor así.
Se volvió hacia su ayudante y le entregó el pincel.
—Juan, hemos terminado. Recupera las cuentas del collar, las guardas como siempre y te vas. Nos vemos mañana.
La arqueóloga sonrió a Juan y salió de la cueva con cuidado, fijándose donde pisaba. El becario siguió con la mirada la atractiva silueta que se recortaba contra la cegadora luz del exterior. Menos mal que en la entrada de la cueva había dos alumnos más. Se dispuso a acabar rápido la tarea. No le gustaba demasiado la idea de quedarse solo en aquella compañía. La mirada vacía de la calavera parecía no perder detalle de cada uno de sus movimientos.