—Eres un sol, Pedro. Por eso te quiero tanto —Marta le dio un beso en la mejilla al archivero a modo de despedida—. Cuando acabes te invitaré a abrir una de esas botellas que guardaba mi padre en su bodega y que te gustan tanto.
—¡Maravillosa perspectiva!, un Gran Reserva de Rioja del 82. Ruego a los dioses que hayan conservado el corcho de tan preciado elixir. Alcanzar ese trofeo hará que mis cuitas y desvelos sean menores en la ardua tarea que me espera.
—Debo irme, Pedro, mañana tengo que ver a Lugo y enseñarle lo que acabo de fotografiar. Estamos en contacto.
***
Marta se marchó del despacho, dejando a Hernández perplejo. Aquel asunto le intrigaba mucho más de lo que él había pensado en un principio. De hecho, se iba a poner a trabajar en aquel mismo momento.
Aquella noche no llovía. La temperatura había descendido más de cinco grados en apenas treinta minutos desde la puesta del sol, pero las típicas nubes de la tarde no habían hecho acto de presencia en la vega lagunera y las estrellas brillaban encima del boscoso Monte de Las Mercedes. Sin embargo, era una noche negra, sin luna, y la oscuridad del solitario Camino de la Fuente de Cañizares sólo se rompía por alguna farola esporádica y por los faros de los escasos automóviles que transitaban por la calzada después de anochecer.
Una negra silueta permanecía de pie, quieta, en una parte despoblada del camino, detrás de un enorme cañaveral al borde de la carretera. Si alguien hubiera estado observando, se habría percatado de que llevaba allí más de una hora sin hacer el más mínimo movimiento. Sus fríos ojos escrutaban la oscuridad tras una pantalla, formada por cañas silvestres y zarzales, y no perdían detalle de lo que pasaba en el camino. Era la tercera noche que acechaba en el mismo lugar, y ya conocía los ritmos nocturnos del vecindario. Se acercaba la hora en que ella aparecía. Así lo había hecho las dos noches anteriores y así esperaba que ocurriera esta vez. Estaba preparado. Sus dedos se deslizaron con cuidado por el filo del estilete, cuyo brillo quedaba disimulado bajo un amplio chaquetón. Le encantaba sentir el roce del afilado metal sobre la piel de sus dedos, con el peligro siempre presente de cortarse, aunque eso nunca había llegado a ocurrir. El arma era muy antigua, más de quinientos años, pero su conservación era perfecta. La hoja estaba afilada y lustrosa, y el brazo que la empuñaba era fuerte. El designio al que estaba destinada exigía que así fuera.
Y así era.
El hombre que esperaba en la oscuridad se encargaba de su mantenimiento con una mezcla de orgullo y responsabilidad. Era consciente de que no podía servir a un fin más alto. Por eso estaba allí, para cumplir su misión.
Su víctima, una mujer, se estaba retrasando. Los días anteriores había pasado con un intervalo de apenas cuatro minutos. Se asombraba de lo despreocupada que caminaba, tranquilamente, como si diera un paseo.
Los faros de un coche lejano dejaron ver a contraluz la silueta de su presa. Se acercaba caminando por el arcén izquierdo, como mandaban las normas. Era todo tan previsible que por un segundo rondó por su cabeza la idea de que algo imprevisto turbaría sus planes. Era demasiado fácil. Sin embargo, el pensamiento se fue tan rápidamente como vino, sustituido por una creciente excitación que le hizo respirar más rápido, pero sin mover un solo músculo.
Apenas diez segundos después, comenzaron a escucharse los pasos por encima del perenne chirriar de los grillos. La cadencia aquella noche era más rápida, como si tratara de recuperar los minutos de retraso. Los ojos acostumbrados a la oscuridad pudieron reconocer su rostro. Era una mujer, de mediana edad, mediano peso, mediana belleza. Sus características físicas eran irrelevantes. Su elección venía determinada por otras causas. Sin saberlo, se había acercado mucho a cosas que no debía saber, y era mejor que permaneciera en su ignorancia para siempre.
Era el momento. La silueta comenzó a moverse despacio, miró a ambos lados de la carretera, comprobando que no hubiera nadie. Dejó que pasara la mujer y se deslizó por detrás del zarzal, saltando a la carretera detrás de ella. En cuatro zancadas se colocó a su altura. La mujer notó movimiento a su espalda y comenzó a girarse. En ese instante, el hombre la aferró por detrás, tapando con su mano enguantada la boca, mientras empuñaba el estilete con la mano derecha, como siempre hacía. Blandió con seguridad el arma y realizó el entrenado movimiento de abajo hacia arriba en diagonal. Sin embargo, no ocurrió lo que esperaba, el movimiento del brazo se detuvo en seco al chocar con un obstáculo y se oyó el chasquido de metal contra metal. La mujer llevaba a la espalda una mochila con un objeto sólido dentro, que había parado el golpe mortal, y comenzó a manotear rápidamente, intentando zafarse del abrazo, mordiendo inútilmente el guante de cuero. Había que acabar rápido, el estilete se alzó de nuevo y esta vez apuntó más bajo. La mujer se tensó al notar la entrada del acero en su cuerpo a la altura del riñón derecho. No podía gritar, pero logró dar media vuelta sobre sí misma, moviendo con ello al agresor que seguía a su espalda. Ese movimiento hizo que la mochila girara también, y el bulto que contenía en su interior golpeó la cabeza del asesino. Un sonido metálico se oyó en la noche.
El golpe fue tan inesperado que dejó aturdido al hombre, que no pudo evitar que la mujer se separase de él y comenzase a gritar de manera desaforada. Las cosas se estaban torciendo y no podía arriesgarse más. El golpe del estilete en medio del pecho fue contundente, a pesar de que la mujer intentó protegerse desesperadamente con los brazos. Mantuvo el arma clavada sin soltarla mientras su víctima se derrumbaba sobre el asfalto con una expresión de terror.
En ese instante oyó algo que le alertó, el ruido de un motor se acercaba en la negrura. Debía darse prisa. Recuperó el estilete y agarró la cabeza de la mujer comenzando a hacer un corte transversal en el cuero cabelludo con la mano derecha, mientras que con la izquierda tiraba del pelo para tensar la piel. Los bordes del extremo del arma estaban tan afilados como un bisturí. De pronto, todo su universo quedó cegado por una luz intensa que hizo que mil nervios estallaran en sus ojos. Acostumbrado a la oscuridad, la luz larga de un todo-terreno le hizo girarse, buscando la penumbra de su propia sombra. El vehículo avanzaba a demasiada velocidad y el agresor cayó en la cuenta de que no tendría tiempo de acabar su tarea, pero lo importante ya estaba hecho. Saltó a un lado de la carretera, y se sumergió en la oscuridad del cañaveral del que había salido. El conductor del automóvil detectó movimiento al frente y frenó, pero no pudo evitar que el coche atropellara la figura tendida en la calzada. Consiguió parar diez metros más allá.
El asesino no esperó más, limpió el estilete en la hierba húmeda por el rocío y se adentró en la oscuridad de la noche sin mirar atrás.
—
¿Prêt?… ¡Allez!
Galán desvió el ataque directo por la izquierda con una parada de cuarta interponiendo su antebrazo delante del pecho, dobló la muñeca, girándola y dirigiendo la punta de su espada hacia su adversario, en un rápido contraataque. El contrincante saltó hacia atrás mientras la punta del arma rozaba sin tocar su careta metálica. Se rehízo en una fracción de segundo y contraatacó por la derecha. Galán realizó instintivamente el académico movimiento de parada en sexta, de izquierda a derecha, pero su rival, previéndolo, desvió la hoja de acero por debajo del brazo, amenazando el pecho de Galán. Este se percató de la celada y volvió con gran rapidez a la parada de cuarta, logrando desviar la punta justo cuando estaba a punto de tocarle. En la distancia de cuerpo a cuerpo, los aceros se mantuvieron entrelazados y el adversario de Galán, girando rápidamente la muñeca, convirtió con un movimiento semicircular la parada de sexta en un ataque de octava, tocando con la punta de su espada la rodilla de Galán.
—
¡Touché!
¡Esta vez me lo ha puesto difícil, amigo mío!
Galán se quitó la oscura máscara dejando ver un rostro y cabellos completamente mojados. Había pocos deportes en los que se sudara tanto como en la esgrima, practicado siempre en recintos cubiertos y con los tiradores forrados de la cabeza a los pies con un grueso traje, guante y careta. Buscó la mano que le ofrecía su sonriente rival.
—Siempre me gana con la octava —se lamentó Galán.
—¡Ah! Es que ya tengo que echar mano de mi repertorio más olvidado. Está mejorando o yo me estoy haciendo viejo, o ambas cosas a la vez. Bien,
mon ami
, la clase ha terminado.
—Gracias, maestro —Galán volvió a darle la mano, fiel a la costumbre.
Los esgrimistas desenchufaron las espadas del cable que desde la muñeca subía por dentro de la manga y se conectaba a su vez a otro cable móvil que terminaba en el aparato de señalización de tocados. Se despojaron del guante que recubría su mano derecha y abrieron la pechera del traje. La sesión había durado casi una hora, y tanto el maestro como el alumno habían acabado agotados.
—Veinte minutos para la ducha y le espero en el salón principal para la copa de antes de la cena.
Galán vio como el maestro cruzaba la puerta que daba a sus habitaciones. Era increíble lo bien que se conservaba aquel hombre. Confesaba tener unos cincuenta años, pero su estado de forma era tal, que aparentaba, si no fuera por el cabello canoso, la misma edad que el policía. Luis Ariosto era el dueño de aquel caserón enclavado en el centro del
barrio de los hoteles
de Santa Cruz. Un edificio de tres plantas de estilo modernista, de principios del siglo XX, donde había unido varias habitaciones de la última planta para crear una sala de armas a la antigua usanza, forrada de madera. Ariosto provenía de una familia adinerada de apellidos compuestos que acrecentó su fortuna tanto en el negocio del plátano en los años cincuenta, como comprando propiedades en el sur de la isla a precios irrisorios, en lugares donde decenios después se levantaron grandes complejos turísticos.
A pesar de la desahogada posición, los padres de Ariosto se esmeraron en su educación con clases privadas de violín, inglés, francés y alemán, e insistieron en que estudiara en la Universidad. En La Laguna comenzó los estudios de Derecho y Económicas, que finalizó con un doctorado en la Complutense. En Madrid se aficionó a la esgrima, compitió en multitud de ocasiones con el equipo del INEF y llegó a obtener el título de Maestro. A los veinticinco años, había superado las oposiciones al Cuerpo superior de Inspectores de Hacienda, como decían algunos amigos, para conocer de primera mano los trucos para disminuir al máximo el pago de los impuestos de la fortuna familiar. Tras trabajar durante diez años, solicitó la excedencia y cambió las oficinas de Hacienda por una vida humanista. Viajó durante varias temporadas por Europa y América, y regresó a casa a causa de la muerte de su padre.