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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (43 page)

BOOK: Ira Divina
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Avanzaron entre baches y en medio del polvo durante varios kilómetros. Horas después, el guía señaló unos montes áridos a la derecha y anunció:


Afghanistan
!

Ibn Taymiyyah contempló fascinado aquellos montes. Después de la derrota que los muyahidines habían infligido a los
kafirun
rusos, consideraba sagrada aquella tierra. ¡Hacía años que oía hablar de Afganistán, los relatos de grandes batallas victoriosas llenaban su imaginación, y ahora por fin estaba a punto de abrazar aquella bendita tierra!

Minutos después, la carretera desembocó en una explanada con un gran árbol, donde había camionetas estacionadas. La
pickup
se paró al lado de otras y toda la gente se bajó. No entendió muy bien qué pasaba, pero al ver que el guía también se apeaba, Ibn Taymiyyah siguió su ejemplo. Le dolían la espalda y las piernas, por lo que aprovechó para estirar los músculos.

—¿Dónde estamos? —preguntó Ibn Taymiyyah en árabe, mientras ejercitaba el tronco.

El guía hizo señas de que no entendía. Ibn Taymiyyah repitió la pregunta en inglés, pero obtuvo la misma respuesta. El visitante vio que debía intentarlo de otro modo.


Afghanistan
? —preguntó.

El guía señaló unos vehículos aparcados en otra plaza, más allá de los árboles, y dijo algo en pasto. La gente se cruzaba en un camino entre las dos explanadas. Todas ellas pasaban por debajo del gran árbol. Ibn Taymiyyah miró mejor y vio dos hombres a la sombra del árbol. Iban vestidos con
shalwar kameez
negros, el uniforme de la Policía pakistaní.

En ese momento, se dio cuenta de que aquello era la frontera y exclamó:

—Claro, estamos en la frontera.

Siguió al guía y a otros ocupantes de su
pickup
en dirección al árbol. Los policías pakistaníes registraban a las personas que, vestidas con
shalwar kameez
andrajosos, cruzaban en ambas direcciones con bolsas. Entendió entonces por qué Abu Bakr había rechazado la ropa que había comprado en el bazar: si hubiera llegado allí con un
shalwar kameez
recién estrenado, habría llamado la atención.

El guía lo miró. Con los dedos imitó dos piernas que andaban, con lo que le dio a entender que debía caminar sin parar. Ibn Taymiyyah obedeció y se integró en la fila sin mirar a los policías. Vio al guía acercarse a los pakistaníes y darles un puñado de rupias para que no hicieran preguntas. Después reemprendió la marcha aparentemente despreocupado.

En frente, al otro lado, había más
pickups
. Parecían taxis a la espera de clientes. Caminaron en aquella dirección, pero Ibn Taymiyyah vio que había hombres con turbantes blancos y armados con AK-47 que los vigilaban. Se fijó mejor y se dio cuenta de que no eran hombres, sino muchachos. Parecían muy jóvenes, ninguno debía de pasar de los quince años, y llevaban dibujada en el rostro la desconfianza.

También al guía parecía incomodarle la presencia de aquellos muchachos armados. Bajó la cabeza y, dirigiéndose concretamente a Ibn Taymiyyah, pronunció la palabra que aclaró todo de inmediato:

—Talibanes.

Estaban en Afganistán.

43

L
a noche era calurosa y la estatua de Andréi Sájarov que había en medio de la plaza les confirmó que habían llegado. Tomás miró la estatua y consideró que era muy propia para la ocasión. Al fin y al cabo, Sájarov era el padre de la bomba atómica soviética, el hombre que estaba en el origen remoto de los caracteres cirílicos que había en la caja que Zacarias había fotografiado en Pakistán.

—Busque la calle Nalbandian —le pidió Rebecca, mirando hacia todos lados.

Tomás señaló a la derecha.

—Es aquélla, ¿lo ve? Corre paralela a la Abovian.

Caminaron por la calle Nalbandian y bajaron en dirección a la plaza de la República. A pesar de que estaban en pleno centro de Ereván, esta arteria era mucho más tranquila que la Abovian, donde se hospedaban y habían cenado.

—Es aquí —dijo la mujer.

Tomás miró a la derecha y vio cuatro enormes letras que indicaban el local: «CCCP».

Junto al acrónimo ruso de la antigua Unión Soviética había una hoz y un martillo gigantes y, al lado, unas escaleras cavadas en la calle bajaban a lo que parecía ser una cueva. Tomás y Rebecca descendieron hasta llegar a una puerta con la efigie de Lenin. El historiador tocó el timbre que había a la derecha.

Ding-dong
.

Al momento, un hombre corpulento, probablemente un guardia de seguridad, abrió la puerta. Rebecca le mostró una tarjeta del NEST.

—Hemos venido a hablar con el coronel Oleg Alekséiev.

El guardia de seguridad inspeccionó la tarjeta y, con cara de pocos amigos, les indicó con la cabeza que pasaran. Entraron en un pequeño
hall
dominado por un mapa gigantesco de la antigua Unión Soviética que ocupaba la pared de la derecha, y oyeron el ruido fuerte de la música en la sala de al lado.

—Vengan conmigo.

El hombre tomó la delantera y entró en una sala llena de luces rojas que giraban. La música estaba tan alta que hacía vibrar las paredes. Pero lo que llamó la atención de Tomás no fue la música estridente, ni las luces psicodélicas, sino lo que pasaba en medio de la sala.

Una mujer desnuda bailaba de espaldas a la entrada, enseñando sus pechos enormes a varios hombres que bebían sentados en el bar. La luz roja de los focos bañaba el cuerpo sudado de la mujer que se contoneaba, en una escena que rozaba lo surrealista. Algunos hombres, excitados por el movimiento de los pechos, se relamían lascivamente y se frotaban la barriga mientras observaban a la
stripper
. Otros, en cambio, parecían indiferentes, a la espera quizá de la siguiente actuación.

—Esto es típico del coronel —observó Rebecca a gritos, intentando hacerse oír por encima de la música—. Quedar en un
strip club
. ¡Sólo se le puede ocurrir a él!

El guardia de seguridad les hizo un gesto de que esperaran y desapareció por una puerta en una esquina, dejando a los dos de pie en medio de la sala. Tomás llevó a la mujer a una mesa cerca de la pared y, como la música a todo volumen no les permitía hablar, se entretuvieron mirando a la
stripper
. Era una mujer grande y morena, con el pelo rizado y negro, con un aspecto vulgar. Movía sus largas piernas al ritmo de la música y comenzaba a deshacer el nudo que mantenía las bragas pegadas a su cuerpo.

—Privet
, Rebecca.

Tomás se volvió y vio a un hombre grande, que ya había pasado de los sesenta, de cejas negras y enormes arcos supraciliares. Se daba un aire a Anthony Queen.

Rebecca se levantó y saludó al hombre con tres besos en la cara. Señaló a Tomás y se lo presentó al ruso. El coronel Alekséiev le estrechó la mano con excesivo vigor y entusiasmo y los invitó a pasar a la sala contigua.

—Vengan —dijo—. Aquí hay demasiado ruido.

La sala era más pequeña, pero tenía la enorme ventaja de estar aislada del ruido vibrante que animaba el centro del
strip club
. Las paredes estaban decoradas con pósteres de mujeres desnudas; había cuatro sofás alrededor de una pequeña mesa de cristal; un diván largo de color rojo chillón y un pequeño bar en una esquina, adonde se dirigió el coronel.

—¿Qué quieren tomar? —quiso saber con los vasos ya en la mano—. ¿Whisky, ginebra, vodka?

Rebecca sólo quiso un agua con gas. Tomás dudó. Pasó la vista por todas las botellas.

—¿Qué me recomienda?

—¡Estamos en Armenia! ¡Pruebe la bebida nacional! —Cogió una botella con un líquido brillante color caramelo—.
¡Brandy
! ¡El Ararat es el más famoso!

—Vale, que sea
brandy
entonces.

El coronel sirvió las bebidas y se sentaron los tres en el sofá. El ruso despachó de un trago el vaso de vodka y suspiró largamente.

—¡Ah! ¡Éste es el sabor de la Santa Rusia! —Con los ojos súbitamente congestionados, sin duda por el efecto del ardor del alcohol, se volvió hacia Tomás—. Y ese brandy, ¿qué tal está?

El portugués se vio obligado a probar la bebida. Tenía un sabor fuerte y dulzón.

—No está mal.

El ruso soltó una carcajada.

—¿No está mal? ¿No está mal? —Soltó otra carcajada—. ¡El brandy armenio es de lo mejor que hay! —Se inclinó hacia Tomás y le guiñó el ojo—. ¿Y la
devushka
? ¿Qué tal? ¿Y la
devushka
?

—¿Quién?

—¡La chica,
blin
! ¡La chica de ahí fuera! ¿No la ha visto, hombre? ¿Es marica o qué?

—¡Ah sí! La… bailarina.

Otra carcajada sonora.

—¡Bailarina! ¡Bailarina! —Se volvió a Rebecca con otra carcajada—. ¿De dónde ha sacado a este finolis? —preguntó.

Sin esperar la respuesta se volvió de nuevo hacia Tomás.

—¡Es la primera vez que oigo llamar bailarina a una puta! —Volvió a bajar la voz, adoptando una pose de confidente—. Galina es buena, pero la mejor es Natalia, que viene ahora. ¿Quiere probarla?

Tomás se quedó atónito con la pregunta, sin saber qué responder.

—¿Yo?

—¡Sí, usted! ¿Quiere probar a Natalia o no? —Entornó los ojos con una expresión de desconfianza—. ¿O va a resultar que es maricón?

—¡Coronel! —cortó Rebecca, saliendo al auxilio del historiador—. El profesor Noronha no ha venido para acostarse con… prostitutas. Fue él quien descubrió la fotografía que le enviamos. El profesor tiene un papel muy relevante en esta operación. Es un experto en criptoanálisis y, además de eso…

—Sé muy bien quién es —la interrumpió el coronel ruso con una sobriedad que parecía imposible cinco segundos antes—. He leído la documentación del FSB.

El acrónimo dejó intrigado a Tomás.

—¿FSB? —preguntó sorprendido—. ¿Qué es eso?

—Federalnaia Sluzhba Bezopasnosti —dijo el coronel, como si sus palabras lo aclararan todo.

El historiador mantuvo la expresión inquisitiva.

—Vale, ¿y qué significa eso?

—El FSB es el sucesor del KGB —explicó Rebecca—. El coronel Alekséiev es nuestro contacto informal en el FSB. —Se volvió hacia el ruso—. Oiga: me imagino que han analizado en detalle la fotografía que les enviamos desde Pakistán. ¿Ya tienen una respuesta al respecto?

El coronel dejó el vaso vacío sobre la mesa de cristal, cogió la botella y se sirvió más vodka.

—Tengo todo lo que necesitan —prometió—. Pero primero han de hacerme un favor.

—Lo que desee.

—Quiero que contemplen una de las maravillas de la naturaleza.

—Ah, ¿sí? —dijo Rebecca sorprendida—. ¿Qué?

El coronel dio un grito. La puerta de la salita se abrió y el guardia de seguridad se asomó para ver qué quería.

—Sasha —dijo Alekséiev—. Ve a buscar a Natalia.

44


B
ismillah Irrahman Irrahim! —recitó una voz a lo lejos.

Al oír las primeras palabras del Corán, Ibn Taymiyyah dio un salto en el saco de dormir. Estaba oscuro y no reconoció el lugar al despertarse. Su primer impulso fue preguntarse dónde estaba para, acto seguido, susurrar entusiasmado:

—¡Estoy en un
mukhayyam
! ¡Estoy en Afganistán!
Allah u akbar
!

Su segundo pensamiento fue casi de pavor. ¡El
salat
de la madrugada ya había comenzado y él no estaba rezando con sus nuevos compañeros! Por Alá, ¿qué pensarían de él los muyahidines? ¿Que no era pío? ¿Que le faltaba celo? ¿Que no cumplía con sus deberes como creyente?

Aún medio dormido, salió del saco de dormir extendido sobre el suelo, hizo rápidamente las abluciones y fue corriendo a la mezquita. Aún no había salido el sol y hacía un frío increíble, pero el malestar físico no era nada frente a las recriminaciones con que se martirizaba por haber fallado al primer
salat
. ¿Cómo era posible que no se hubiera levantado a la hora?

Lo cierto era, como comprendió de inmediato, que no se había adaptado aún al horario solar de Asia central. Además, tras toda la excitación de ir a los campos de entrenamiento ahora estaba pagando haber dormido muy poco durante cuatro días consecutivos: su última noche en Lisboa; la noche en el avión a Islamabad; la noche que pasó en Peshawar; y la última noche allí en Jaldan.

¡Jaldan, qué nombre tan hermoso y misterioso! Entonces, ¡era allí donde los muyahidines se preparaban para la yihad! ¡Aquél era uno de los varios
mukhayyam
que los hermanos habían diseminado por Afganistán! Le parecía increíble estar allí, pero lo cierto es que allí estaba. Había llegado la víspera y ese día comenzaba el entrenamiento para convertirse en un muyahidín.
Allah u akbar
! ¡Sin duda, Dios era grande!

Después de la oración, el jefe del campo, Abu Omar, los mandó a todos a la gran plaza que había delante de los edificios. Omar era un jordano bajo y musculoso. Sólo con mirarlo, podía adivinarse que debía de ser un guerrero temible, quizá tanto como la figura histórica que había inspirado su nombre, el califa Omar ibn Al-Khattab, el sucesor de Abu Bakr, quien conquistó El Cairo, Damasco y Al-Quds.

Omar les mandó correr alrededor de la plaza y luego hacer ejercicios para estirar los músculos. Mientras se ejercitaba junto a sus compañeros, Ibn Taymiyyah contempló el campo casi con adoración. La mezquita, un edificio de ladrillo y tejado de zinc, ocupaba el centro del complejo. A la entrada del perímetro estaba la cantina, construida en piedra y con un tejado de hojas secas. Al otro lado, cerca de una pendiente que daba a un riachuelo, había un grupo de edificios rústicos construidos de una forma tan rudimentaria que el suelo era la propia tierra. Era la zona residencial, donde estaba el barracón en el que había dormido aquella noche.

Después de los ejercicios de calentamiento, Abu Omar condujo al grupo en fila india fuera del campo de entrenamiento y los llevó por las montañas de alrededor. Durante los primeros cientos de metros, Ibn Taymiyyah reaccionó bien, pero después del entusiasmo de las primeras vueltas, los músculos comenzaron a dolerle y las piernas a pesarle como el plomo.

Jadeando, levantó la cabeza para localizar al resto del grupo. Iban todos delante y parecían estar haciendo tiempo, esperando que el novato los alcanzara. Casi desfalleció, pero en un arranque de orgullo siguió subiendo la montaña hasta alcanzarlos. Para entonces tenía el corazón acelerado, los pulmones agotados y le flaqueaban las piernas.

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