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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (45 page)

BOOK: Ira Divina
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—En ese caso deben morir —sentenció—. Las leyes de la yihad son muy claras en eso. Un
hadith
cuenta que una vez preguntaron al Profeta si era pecado matar a las mujeres y los niños de los
kafirun
. Él respondió: «Los considero iguales a sus padres». O sea, si los padres son
kafirun
, en ciertas circunstancias se permite matar a los hijos. Por ejemplo, quien apoya de alguna manera al enemigo, aunque sólo sea suministrando agua o incluso apoyo moral, es también un enemigo y se le puede matar.

Todos movieron la cabeza al mismo tiempo, en señal de asentimiento.

—Imagina, hermano, que una mujer
kafir
reza para que el marido mate a un creyente —insistió el checheno—. O imagina que un niño
kafir
reza para que el padre mate a un muyahidín.

—Ambos deben morir —sentenció Abu Omar sin dudar—. Basta que un
kafir
desee la muerte de un creyente para que se le pueda matar, aunque se trate de un niño. En cualquier caso, es importante subrayar que debe evitarse el recurso a la fuerza mientras sea posible. No obstante, cuando la yihad sea necesaria, nadie debe eludir sus responsabilidades. El Profeta dijo: «Aquel que se encuentre con Alá sin haber participado nunca en la yihad, tendrá un defecto a los ojos de Alá». —Levantó el dedo para subrayar el punto crucial—. La yihad ocupa muchas páginas del Santo Corán. Hay más de ciento cincuenta versículos en los que Alá
Al-Hakam
, el Juez, dicta las reglas de la guerra, dejando claro que la verdad debe contar con una fuerza que la proteja y la propague. La mayor parte de las guerras decretadas por Mahoma fueron ofensivas, todo el mundo lo sabe. Por tanto, como Alá nos manda en el Corán seguir el ejemplo de su mensajero, también debemos lanzarnos a guerras ofensivas. Hay hasta un
hadith
que cita al Profeta diciendo: «Fui educado para blandir la espada hasta que llegue la hora en que sólo Alá sea venerado. Él nos ofreció sustento bajo la sombra de la hoja de nuestras espadas y decretó la humillación de todos los que se opongan a mí». Aquí se ve que el apóstol de Alá valoraba la espada y la necesidad de usarla hasta que todos los seres humanos se sometan a Alá. En otro
hadith
, se cita así al Profeta: «Yo ordeno por Alá que se haga la guerra a toda la gente hasta que todos declaren que Alá es el único Dios y que yo soy su Profeta». O sea, el objetivo del islam es gobernar el mundo y someter a toda la humanidad al islam. Hay personas que dicen ser musulmanas, pero que prefieren ignorar estas palabras del Profeta. Pero, hermanos, las órdenes de Mahoma son claras: mientras haya
kafirun
, debe haber yihad para convertirlos o para obligarlos a pagar el
jizyah
.

—Pero ¿quién decreta la yihad ofensiva, hermano? —preguntó un recluta procedente de Gran Bretaña—. Hay quien dice que sólo el califa puede hacerlo…

—Ése es un punto polémico —admitió Omar—. Muchos de nuestros hermanos entienden que el Corán y la sunna del Profeta, que la paz sea con él, ya decretaron la yihad ofensiva. Basta con ver los
ahadith
que acabo de citar o leer la orden de Alá en la sura 2, versículo 212 del Corán: «Se os prescribe el combate, aunque os sea odioso». —Levantó el dedo para subrayar las palabras que consideraba cruciales, y repitió—: «Aunque os sea odioso». Sin embargo, hay otros hermanos que entienden que sólo el califa puede decretar la yihad ofensiva, aunque ésta sea una obligación de los creyentes. Existe, como sabéis, tradición en este sentido. El califa tiene el deber de reunir al ejército y atacar a los
kafirun
una o dos veces al año, como hicieron en el pasado Abu Bakr y Omar ibn Al-Khattab, y tantos otros. El califa que no lo hace viola la voluntad de Alá, expresada en el Corán y en la sunna. La yihad es obligatoria para los creyentes y debe existir hasta que todos los seres humanos sean creyentes o paguen el
jizyah
.

—Pero el último califato ya fue abolido —observó el mismo recluta—. ¿Cómo hemos de obrar ahora que no hay califa?

—En mi opinión, se aplican las órdenes de Alá dadas en el Corán o en el ejemplo del Profeta —respondió el instructor—. Pero parece haber acuerdo en que, pase lo que pase, es necesario reinstaurar el califato para poner fin a ese punto de discordia para poder lanzar, con consenso, guerras anuales contra los
kafirun
. Dice el Profeta en un
hadith
: «Si recibes una orden de marchar contra el enemigo, marcha». Precisamente por haber incumplido la orden divina de atacar a los
kafirun
Alá nos abandonó. Ignoramos sus reglas y Él nos ignoró a nosotros. Por dejar de hacer la yihad ofensiva, conforme ordenó Alá en el Corán o en la sunna del Profeta, nos vemos ahora obligados a llevar a cabo la yihad defensiva. En consecuencia, urge reinstaurar el califato y poner fin a la humillación que padece la
umma
, extendiendo el islam por todo el planeta.

—¿Y cómo se hace eso? ¿Cómo se puede reinstaurar el califato?

Abu Omar cogió el kalashnikov que lo acompañaba siempre y lo levantó en el aire con vehemencia.

—Con la guerra.

45

¡
N
atalia!

La rubia oxigenada que apareció en la puerta era rolliza y de formas abundantes, con tantas curvas que la carne casi le rebosaba del vestido. Llevaba una prenda de una sola pieza de color rojo vivo, ajustada en el pecho y la cintura, y que se ensanchaba en una falda de encaje que le quedaba a la altura del muslo. Era el tipo de cuerpo que las mujeres odian tener, que encuentran gordo. Sin embargo, pocos hombres ven gordura en esas formas generosas.

—¿Me ha llamado, coronel?

—¡Ven aquí,
devushka
!

—Estoy a punto de empezar mi espectáculo…

—Será sólo un minutito, vamos.

Natalia se acercó, muy consciente del efecto animal que su cuerpo lúbrico producía en los hombres.

—¿Qué pasa, mi coronel? —ronroneó, pasando la mano por el pecho del ruso—. ¿Para qué necesita a su Natalya?

Alekséiev señaló a Tomás.

—Quería presentarte a este señor —dijo—. Anda, dale un besito…

La rubia de rojo y ojos verdes sonrió con malicia y se acercó al portugués, que lanzó una mirada alarmada a Rebecca. La norteamericana le hizo señas de que todo iba bien, lo que Tomás entendió como una indicación de que no debía contrariar al ruso.

Natalia se inclinó sobre él y le acercó la cara. Tomás olió su perfume barato y sintió sus labios calientes y carnosos pegarse a los suyos. Quiso resistirse, avergonzando por la presencia de Rebbeca, que observaba la escena, pero aquella boca húmeda y ardiente era deliciosa. Tras los labios de Natalia llegó su lengua mojada, que penetró en la boca entreabierta del historiador y la exploró con gula.

El beso duró casi un minuto y terminó abruptamente. En el momento en que le soltó los labios, Tomás notó que la mujer le palpaba la entrepierna.

—¿Y bien? —preguntó el coronel.

Natalia volvió la cabeza y le guiñó el ojo, dando por cumplida su misión.

—Está duro.

El coronel soltó una de sus carcajadas ruidosas y dio una palmada a Natalia en su exuberante trasero.

—¡Ya lo sabía yo! —exclamó—. ¡Ya lo sabía yo! ¡Nadie se resiste a mi Natalia! ¡Está aún por nacer el hombre que pueda permanecer indiferente a este pedazo de mujer!

Natalia miró hacia la puerta.

—¿Puede irme, mi coronel? Ha llegado la hora de mi espectáculo…

—Ve, ve,
devushka
. ¡Arrasa!

La mujer lanzó a Tomás una mirada de despedida llena de promesas, le dio la espalda y caminó hacia la puerta contoneándose. Cuando salió, el coronel se volvió hacia Tomás.

—¿Y qué? ¿Qué le ha parecido?

Tomás intercambió una nueva mirada con Rebecca, como si pidiera nuevas instrucciones. La norteamericana se encogió de hombros. Después de lo que había visto, nada parecía importarle.

—Es… guapa —dijo el portugués.

—¿Quiere probarla? ¡Es cara, pero merece la pena!

—Creo…, creo que lo dejaremos para otra ocasión.

—¡Se arrepentirá, se lo aseguro! Esa muchacha le podría hacer un tratamiento que lo dejaría como nuevo. Hace tiempo, tuve una sesión con Natalia: fue como estar varios días a base de suero. Con esa boca que tiene es capaz de…

Rebecca carraspeó, un poco cansada de aquel juego y de aquella conversación.

—Coronel, si me disculpa, tenemos un asunto que tratar con cierta urgencia.

Alekséiev enarcó las cejas espesas y respiró hondo, como si se resignara ante la imposibilidad de evitar la conversación que debían mantener.

—¡Ah, sí! La fotografía, ¿no?

—Eso mismo.

—Dígame, ¿qué quieren saber?

—Nosotros enviamos la fotografía, cuéntenos usted qué es.

El ruso se inclinó en el sofá y cogió el vaso de vodka que había dejado sobre la mesa.

—¡
Blin
, es Rusia en su peor versión! —exclamó y tomó un trago—. Oiga: tiene que entender que, cuando la Unión Soviética se desintegró en 1991, Rusia heredó la mayor industria nuclear del planeta, incluido el mayor arsenal de armas atómicas y la mayor cantidad de uranio enriquecido y plutonio nuclear del mundo. Todo distribuido en decenas de complejos, tan escondidos, que ni constaban en los mapas. Teníamos ciudades secretas que albergaban casi un millón de personas, donde se concentraba toda la industria nuclear soviética. Con el colapso de la economía y la quiebra de la disciplina, toda esta industria quedó a la buena de Dios. La inflación se disparó al dos mil por ciento, las personas comenzaron a recibir un sueldo miserable e incluso a no cobrar durante meses. Los edificios se deterioraron, dejó de atenderse el material nuclear, hasta se impusieron restricciones eléctricas porque no había dinero para pagar la electricidad. ¡Para que se haga una idea, había almacenes con toneladas de uranio enriquecido protegidos sólo con candados! Y los guardias que vigilaban esos almacenes, ¿sabe que hacían? ¡Dejaban su puesto para ir a buscar comida o bebidas…, o para ir a ver a una
devushka
!

—¡No parece que las cosas fueran bien!

—¡Imagine!

—En su opinión, en medio de toda esa anarquía, ¿qué material resultó ser más vulnerable al tráfico?

—El país tenía decenas de miles de ojivas nucleares guardadas en más de cien lugares distintos. El mayor riesgo, a mi modo de ver, eran las armas nucleares tácticas portátiles, las RA-155 del Ejército y las RA-115 - 01 de la Marina. Son pequeñas, pesan unos treinta kilos, basta un único soldado para detonarla en diez minutos y están guardadas en posiciones avanzadas, donde la seguridad es menor. Muchos de los oficiales encargados de su protección ya se han retirado, pero siguen viviendo en los complejos donde se almacenan esas armas nucleares tácticas. Esos hombres saben donde está el material, tienen acceso fácil a él y sus pensiones son bajas. Es una mezcla explosiva. ¿Quién nos garantiza que si alguien les ofrece una cuantía generosa de rublos que los saque de la miseria la rechazarán?

—Es evidente —asintió Rebecca—. ¿Se ha confirmado algún robo?

—¿De armas nucleares tácticas? No le puedo decir.

—El general Lebed, asesor del ex presidente Yéltsin declaró en público que algunas de esas armas habían desaparecido…

—No puedo hablar de eso.

Rebecca sacó de su maletín la fotografía de Zacarias.

—Bueno, a todos los efectos, aquí no hablamos de armas nucleares tácticas, ¿verdad? —dijo ella, mostrando la imagen de la caja con caracteres cirílicos y el símbolo nuclear—. Es uranio enriquecido. ¿De dónde salió este material? ¿Qué puede decirnos de esto?

El coronel sacó unas gafas del bolsillo, se las puso, se inclinó hacia la imagen y la examinó con atención.

—¿Ésta es la famosa fotografía?

—¿Aún no la había visto?

—Querida, la enviaron ustedes a Moscú. —Apartó la vista de la foto y miró fijamente a Rebecca—. Yo estoy en Ereván, ¿no?

La norteamericana lo miró con un gesto inquisitivo y una expresión de alarma en la mirada.

—¿Qué quiere decir con eso? No me diga que no tiene aún respuesta…

Alekséiev guardó las gafas, sonrió y se movió en el sofá volviéndose de nuevo hacia la puerta.

—¡Sasha!

La puerta se abrió de nuevo y el guardia de seguridad volvió a asomarse.

—¿Sí, mi coronel?

—¿Ha llegado Vladímir?

—Está de camino, mi coronel.

—En cuanto llegue, hágalo pasar.

—Sí, mi coronel.

Se cerró la puerta. Alekséiev se acomodó en el sofá y volvió a mirar a los dos visitantes.

—El hombre del FSB que está investigando este caso es de mi entera confianza —dijo—. Le he pedido que venga a explicarnos qué ha descubierto.

Rebecca respiró aliviada.

—¡Uff! —exclamó, mucho más relajada—. Me temía lo peor.

El coronel cogió el vaso que había dejado sobre la mesa y apuró el vodka que quedaba.

—Tienen que entender algo —dijo el oficial ruso, ya recuperado del ardor del alcohol—: con la inflación al dos mil por ciento, el lema en Rusia era «todo está en venta». ¡En aquel momento, se vendía todo! ¡Kalashnikovs, minas, tanques, aviones…, todo! ¡Hubo hasta un almirante que vendió sesenta y cuatro navíos, incluidos dos portaaviones, de la flota del Pacífico! —Soltó una carcajada—. Ya ven hasta dónde llegaron las cosas: ¡el tipo vendió una escuadra rusa!

—Háblenos del uranio enriquecido.

El ruso se recostó en el sofá y resopló, como si fuera reacio a tratar ese tema.

—Veamos. ¡El uranio enriquecido! —Volvió a inclinarse hacia delante y a llenar el vaso de vodka—. ¿Sabe cuánto uranio enriquecido tiene Rusia? Novecientas toneladas.

—Y bastan cincuenta kilos para construir una bomba atómica —observó Rebecca.

—Así es —suspiró Alekséiev—. Lo peor es que la mayor parte de ese uranio está almacenado en lugares poco seguros. En uno de nuestros informes identificamos más de doscientos almacenes con graves problemas de seguridad, desde vallas reventadas a ventanas por las que unos ladrones podrían entrar sin dificultad.

—Lo sé —intervino ella—. Nuestro gobierno gastó millones de dólares en ayudarles a rehabilitar esas instalaciones, pero, en cuanto nuestro dinero dejó de llegar, volvieron a deteriorarse y a ser inseguras. Por lo visto, robar en un complejo nuclear ruso es más fácil que robar un banco.

—Es todo muy complicado —reconoció el coronel, limpiándose las gotas de sudor que le corrían por la frente—. El problema se agrava si se tiene en cuenta que el uranio enriquecido puede usarse, no sólo en instalaciones militares, sino en otros lugares. Empleamos el uranio enriquecido en cuarenta reactores de investigación científica, en reactores de navíos y submarinos, y en instalaciones de fabricación de combustibles. Mucho de este material físil se guarda en depósitos a los que es muy fácil acceder.

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