Ira Divina (57 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Ira Divina
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Esta vez la policía abrió fuego sobre Rebecca. Al estar tirada en el suelo resultó ser un blanco más difícil. Además, tiró la pistola de inmediato y se protegió la cabeza. Al verla indefensa, los guardias dejaron de disparar, aunque siguieron apuntado a todos, incluso a los que habían recibido algún tiro.

—¡Que no se mueva nadie! —gritó uno de los policías—. ¡Quédense en el suelo! ¡Si alguien se levanta o hace algo, dispararemos!

—¡CIA! —repitió ella—. ¡Soy de la CIA! ¡Hay una bomba en la ambulancia! ¡Tenemos que desactivarla!

La información desconcertó a los policías. Miraron hacia la ambulancia y después al de más graduación del grupo, un barrigón que aún intentaba decidir qué hacer.

—¿Es de la CIA?

—Sí. Déjenme entrar en la ambulancia. ¡Hay una bomba!

—¡Quédese quieta! —ordenó el policía barrigudo—. ¿Tiene algún documento que la identifique?

—Sí.

—Muy lentamente, sáquelo y enséñenoslo. Pero, ojo, con movimientos muy lentos. Si hace algún gesto brusco, dispararemos.

Rebecca se echó la mano ensangrentada al bolsillo de la chaqueta, sacó un carné y se lo enseñó a los policías. Los hombres del NYPD se acercaron con mucho cuidado, agachados y atentos, siempre apuntándole con las armas. Uno de ellos se inclinó lentamente y cogió el carné. El pequeño rectángulo plastificado mostraba una foto de ella, el círculo con el águila norteamericana en el centro y alrededor las palabras «Central Intelligence Agency».

—¡Dios, es de la CIA! —constató el guardia mostrando el carné al de más graduación.

—¿Puedo levantarme? —preguntó Rebecca.

El superior jerárquico ponderó la petición durante un instante. Miró el carné, después a Rebecca, luego de nuevo el carné y una vez más a la mujer. No tenía motivos para dudar de la autenticidad del documento, por lo que acabó asintiendo con la cabeza. El policía que había cogido el carné le dio la mano y la ayudó a levantarse.

La norteamericana se sentía débil y le costó incorporarse. Había recibido dos balazos en el brazo derecho y llevaba la manga llena de sangre. Miró a su alrededor y vio a Tomás y a Ted tirados en el asfalto. Junto a ellos, había charcos de sangre.

—Dios mío.

—¿Los conoce?

—Están conmigo —dijo ella, que se acercó rápidamente al portugués. Se arrodilló junto a él, inclinó la cabeza rubia y le habló al oído—. Tom, ¿está usted bien?

Tomás soltó un gemido y se giró poco a poco.

—Me han herido en el hombro —puso una mueca de dolor—. Pero creo que sobreviviré.

Rebecca se lanzó sobre él y lo abrazó.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! He pasado tanto miedo…

Tomás le devolvió el abrazo, con cuidado de protegerse el hombro izquierdo y la besó en las orejas y en el cuello. Olió el perfume suave en el cabello dorado y se sintió flotar. Todo su cuerpo se relajó, entregado a la mujer.

—Ya ha pasado todo —insistió en un susurro, cerrando los dientes para controlar una punzada inesperada en el hombro—. Ya ha pasado todo.

Los policías los rodearon.

—Señora —dijo uno de ellos, con una expresión de alarma en el rostro—. Hay un reloj dentro de la ambulancia.

Sobresaltados, Rebecca y Tomás se volvieron inmediatamente hacia él.

—¿Qué?

—Está en cuenta atrás.

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U
n policía delgado y alto ayudó a Rebecca y a Tomás a subir al vehículo. Ambos sentían dolores fuertes en las heridas, pero la información que les había dado el hombre del NYPD fue como un latigazo. No importaban los dolores ante una situación como ésa.

El policía les indicó el reloj.

—Es aquí.

Ambos se inclinaron sobre el lugar y abrieron los ojos de estupor al ver los dígitos luminosos moviéndose en la sombra:

—Tres minutos y diez segundos para la explosión —murmuró Tomás, aterrado—. ¿Puede desarmar la bomba?

Rebecca negó maquinalmente con la cabeza.

—¿En tres minutos? ¡Imposible!

Se llevaron las manos a la boca, impotentes ante el problema.

—¿Es una bomba? —preguntó el policía, repentinamente alarmado—. ¡Será mejor evacuar la zona!

—Es una bomba nuclear —observó Rebecca—. No vale la pena evacuar la zona. Es demasiado tarde para eso.

Tomás la miró.

—Oiga, Rebecca. Tiene que haber una forma.

—¡Es imposible, Tom! Tendríamos que abrir la bomba y desactivar el propulsor de la bala de uranio enriquecido. Eso no se hace en…

Miró de nuevo el reloj.

—¡… en menos de tres minutos! ¡Es absolutamente imposible!

Negándose a darse por vencido, Tomás concentró su atención en la caja negra que mostraba el reloj en ámbar.

—Esto es un teclado.

—Sí, forma parte del sistema de seguridad —dijo Rebecca—. El teclado sirve para introducir el código que activa la bomba.

La información fue como un rayo de esperanza.

—Eso significa que tiene que haber un código que la desactiva…

—Es probable —admitió ella—. El problema es que no lo sabemos.

Tomás volvió la cabeza hacia el cuerpo del hombre de la bata blanca, que seguía tirado en la calle.

—Pero ellos lo saben —dijo.

Levantó la vista hacia el policía que los acompañaba.

—Ha sobrevivido alguno de los tipos de la ambulancia.

—El paciente —indicó el hombre del NYPD, que se apartó para que pudieran ver a Ahmed—. Está herido en los pulmones, pero aguanta.

Tomás se arrastró hasta llegar junto a su antiguo alumno.

—¡Ahmed! ¡Ahmed!

Tenía los ojos cerrados, pero los abrió al oír que alguien lo llamaba por su nombre, algo que no esperaba. Se sorprendió al ver a Tomás, como si no pudiera creer lo que veía.

—¡Profesor! —exclamó en portugués—. ¿Qué hace usted aquí?

—Es una larga historia —dijo Tomás esforzándose por sonreír—. ¿Estás bien?

Ahmed respiró con dificultad.

—Estoy preparado para entrar en el Paraíso —murmuró—. Dios es grande y misericordioso y me acogerá en su bello jardín.

Al oírlo hablar de esa manera, Tomás vio que no iba a ser fácil convencerlo de que le revelara el código para desactivar la bomba.

—Oye, Ahmed —dijo con suavidad—. Eres libre de ir al jardín de Alá cuando quieras. Pero ya sabes que yo no tengo mucha prisa y me gustaría vivir un poco más.

—Lo entiendo —asintió el hombre de Al-Qaeda, al que le costaba hablar por la herida en el pulmón—. Si muere ahora, irá al Infierno, pues es usted un infiel. —Tosió—. Pero hay una solución.

—¿Cuál?

—Conviértase al islam ahora —le sugirió—. Recite la
shahada
aceptando a Alá como el único Dios y a Mahoma como su profeta. Se convertirá inmediatamente en un musulmán y morirá como un
shahid
. Dios, en su infinita misericordia, lo acogerá en el Paraíso de las vírgenes.

Estas palabras le sonaron a Tomás como un sentencia de muerte. Era evidente que Ahmed no hablaría. A pesar de eso, no se rindió. Señaló el reloj que brillaba en la sombra, a dos metros de distancia, avanzando en la cuenta atrás.

—¿Lo ves?

Ahmed volvió la cabeza hacia el reloj.

—Falta un minuto y medio para que Alá me reciba en el Paraíso —murmuró en árabe—. ¡Dios es grande!

—Cuando explote la bomba morirá mucha gente, Ahmed. Mujeres, niños, ancianos. No puedes dejar que eso ocurra. Por favor, dime el código para desactivar la bomba.

—Si son musulmanes, todos serán
shahid
e irán al Paraíso de las vírgenes y de los ríos de vino sin alcohol. Si son infieles, conocerán las llamas del Infierno. Usted, profesor, aún está a tiempo de convertirse.

Tomás respiró hondo.

—Óyeme, Ahmed, ¿cómo sabemos que ésa es la voluntad de Dios? ¿Por qué no le damos a Dios la posibilidad de elegir? Dame una pista sobre el código —sugirió el historiador—. Si consigo descifrar la clave que pare la cuenta atrás, es porque Dios quiere que la bomba no explote. En cambio, si no lo consigo, será porque Dios quiere que estalle. ¿Qué te parece la idea? No me digas que tienes miedo a dejar la decisión en manos de Dios…

Ahmed volvió a mirar el reloj.

Un minuto para la explosión. ¿Qué tenía que perder?

—Está bien —asintió—. Dios, en su infinita sabiduría, decidirá. La pista es: «
Thy mania by I
».

Tomás hizo una mueca.

—¿Qué?


«Thy mania by I
». Ésa es la pista sobre el código.

—¿Es Shakespeare o qué?

El hombre de Al-Qaeda lanzó una última mirada al reloj y sonrió.

—Tiene un minuto, señor profesor —dijo cerrando los ojos—. ¡Que se cumpla la voluntad de Alá y se desate la ira de Dios!

Viendo que no conseguiría sacar nada más de su antiguo alumno, Tomás se arrastró hasta el reloj y tecleó «
Thy mania by I
». Después miró la pantalla ámbar.

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