—Sí puedes. Tienes ayuda, nunca lo dudes —me susurró al oído.
—Te sacaré de ahí.
—No quiero que te arriesgues. Sigue oculta y trabaja duro. Tú puedes, eres fuerte.
Kahul me abrazó y luego nos besamos.
Alberto nos separó de nuevo.
Lila subió al coche.
—Todo esto es un malentendido, pronto se arreglará. Ahora le daré el CD y verás que todo se arregla. Lo siento mucho amiga, lo siento.
Los vi marchar y se me llenó el alma de desesperación. No podía dejar de llorar y maldije no haber salido de la cafetería cuando Kahul me lo pidió por primera vez. Cinco minutos que habían determinado un destino alternativo. Unos minutos que marcaron la diferencia de tenerlo conmigo a estar rodeada de soledad y confusión.
Volví a la casa de Blanes caminando. Había seis quilómetros en ascenso desde la parada del tren de Blanes hasta la urbanización donde se hallaba la casa. Me daba igual, casi sentía que debía mortificarme, un modo de castigo por no haber reaccionado a tiempo. Algo en mi interior me decía que se encontraba bien, pero mi mente me atormentaba con pensamientos negativos en los que mi padre o Joan le denunciaban por mi secuestro, o por el robo y allanamiento en mi casa, o por chantajearme, y que pasaría años en la cárcel.
Tuve que tomar aliento bajo un árbol en el camino para dejar de mortificar mi mente con aquellos pensamientos. Miré hacia el horizonte y dejé que el sol calentara mi rostro. Pensé en una cercana primavera, pensé que todo cambiaría, que el sol brillaría por fin para mí y para él. Recordé sus palabras antes de marcharse y las repetí una y otra vez en mi cabeza: Tú puedes, eres fuerte, tú puedes eres fuerte.
Noté cosquillas en la mano que tenía apoyada sobre la roca; un pequeño escarabajo quería subir por ella. Retiré la mano asustada por el insecto. Luego vi que del impulso había caído boca abajo en el suelo. Sentía repelús de verlo.
Observé como intentaba darse la vuelta sin éxito. Retiré la mirada, pero luego volví a él. Seguía sobre el barro pataleando. Sentí angustia por el pobre bicho, yo era la culpable de que estuviera allí sufriendo. Pensé que era tonto por no utilizar sus patas y darse la vuelta por sí mismo. Pero no lo hacía.
Cogí una ramita y se la acerqué, se agarró a ella con fuerza. Lo miré durante unos segundos como sacaba unas diminutas alas que tenía bajo su coraza de hermosos colores metalizados y las batía a una velocidad que hacía que no pudiera ni verlas.
Luego voló.
Se formó una sonrisa en mis labios.
Un pequeño escarabajo me hizo reflexionar, me dio la señal que necesitaba para continuar. Me hizo saber que aunque me sintiera desesperada bajo el lodo de la oscuridad, tenía mi propia fuerza interior para salir de allí.
Podía darle la vuelta a la situación, tenía mi propia luz, podía batir mis alas y volar. El universo en su infinita sabiduría me estaba poniendo a prueba.
Me vestí con los rayos del sol;
sobre mi cabeza puse nubes de algodón.
Me calcé con botas verdes,
llena de esperanza e ilusión.
Pasé días pegada a mi teléfono móvil. Miraba la pantalla cada media hora, esperando la llamada de Lila. Cada día la llamaba con la esperanza de que tuviera noticias de Kahul, pero lo único que me decía es que estuviera tranquila, que su primo le decía que estaba bien. Me aguantaba las ganas de ir a la comisaría para visitarlo, pero sabía que era un error y que Kahul se sentiría defraudado, si por mi debilidad, conseguía que volvieran a encerrarme en la clínica psiquiátrica.
Las horas se alargaban. Recostada en el sofá mirando el fuego de la chimenea, permanecían mis ojos hipnotizados con las llamas. Abrí el juego de cartas que me regaló Lila y tomé una de ellas. Era una pluma. En el libro de respuestas interpreté que debía dejarme llevar.
De pronto me levanté del sofá y miré a mi alrededor. Sentí que estaba replicando la misma actitud de impotencia y falta de poder que había vivido durante años.
Mis sentidos se pusieron alerta.
Me puse el anorak, las botas y salí al jardín de la casa. Fui hasta el cobertizo y saqué una vieja bicicleta de color rojo. El caucho de las ruedas se veía desgastado y quebradizo. Busqué en las estanterías un bombín de aire. Luego vi que lo tenía sujeto en el mismo chasis de la bicicleta. Inflé las ruedas y comprobé con mi peso que retenían el aire.
Abrí la verja de hierro y me subí a la bicicleta. Aunque hacía años que no montaba en una, comprobé que el refrán era cierto: jamás olvidas cómo hacerlo.
Pedaleé sin rumbo, siguiendo un sendero por el bosque que iba descendiendo. Me maravillé de los enormes pinos negros que me saludaban cuando pasaba bajo ellos. Y miré fascinada los rayos de sol que caían al suelo entre sus hojas de finas agujas de verde intenso.
Escuché el rumor del mar a lo lejos pero seguí pedaleando con fuerza. Sentí la velocidad en mi rostro y el aire frío helar mi nariz.
Mi corazón comenzó a palpitar agitado, pero no de miedo, sino de una sensación diferente, casi olvidada. Quizá alguna vez la sentí, pero jamás con aquella intensidad. Mi pecho estaba lleno de amor, de libertad, una sensación hermosa que brotaba inundando todo mi ser.
Sentí que volaba, sentí gratitud. Una energía que se fue amplificando a cada pedaleo que daba, a cada impulso que tomaba, a cada metro que avanzaba, como si tuviera cientos de ángeles a mi alrededor.
Salían lágrimas de felicidad de mis ojos. No entendí por qué había sido bendecida con aquella hermosa energía, que había decidido permanecer conmigo a pesar de las confusas circunstancias que estaba viviendo.
El sendero me llevó hasta una pequeña ermita derruida. Junto a ella, un ciprés centenario la guardaba. Supuse había sido testigo de todas las misas, bodas, comuniones y entierros de los habitantes de aquellas montañas por generaciones.
Me apeé de la bici y la dejé apoyada en uno de los muros que todavía quedaban en pie.
Paseé entre las piedras caídas y trozos de teja árabe roja. Observé lo que quedaba del altar; una piedra arenisca deformada por el agua y unos símbolos desdibujados labrados en las patas. En la pared apenas quedaban restos de un fresco que supuse eran la imagen de un santo o una santa. Solo quedaba una mano y un trozo del cuello. Los daté como románicos por parecerse a las imágenes de la iglesia de Boí-Taüll.
En aquel instante sentí que la energía de amor seguía a mi lado. Pensé que era mi ángel de la guarda, el ángel que me había estado ayudando dentro de la clínica. No lo había vuelto a ver desde entonces.
Me giré y miré a mi alrededor. Entonces vi como descendía una pluma de entre los árboles. Seguí su trayectoria hasta que paró su viaje en el suelo de barro cocido frente al altar.
Me arrodillé y la tomé entre mis dedos. De nuevo el mensaje de la pluma me decía que me dejara llevar y en aquel momento lo único que me apetecía hacer, era estar allí, arrodillada ante el viejo altar de una ermita derruida.
—Nunca he hablado contigo. Ni siquiera me atrevo a pronunciar tu nombre. Pero siempre hay una primera vez. Dios, si me has guiado hasta aquí, por favor ayúdame. Muéstrame el camino. ¡Dime! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer ahora? Dame fuerzas para terminar lo que he empezado. Dame fuerzas para que el odio que siento no crezca en mi interior, dame fuerzas para perdonar. Libérame de las cadenas que me han mantenido presa en la locura. Hoy te pido ayuda por primera vez en mi vida. Te pido la libertad de Kahul, él es uno de tus ángeles. Desde que lo conozco, no ha hecho más que ayudarme, por favor, ¡sácalo de la cárcel! No permitas que la sombra se haga con él. Gracias porque ahora sé que estás conmigo, ahora me atrevo a hablarte directamente. Gracias por tu ayuda.
Sentí un leve cosquilleo en mi mejilla.
Un ruido entre las ramas de un árbol me puso alerta. Era una ardilla que roía con pasión una piña, luego la tiró al suelo. Sonreí pues sentí que los ángeles tenían formas extrañas de indicarme que habían tomado nota o por lo menos yo lo sentí una respuesta. Y daba igual si eran ellos, o una simple ardilla, yo me sentí escuchada y eso me produjo tranquilidad. Me dio fuerzas para seguir un día más.
Serpientes que reptan por esquinas oscuras,
al acecho de almas puras.
Serpientes negras que sonríen veneno
al ver que tiemblas.
Siempre traicioneras,
que cambian sus pieles,
para no ser descubiertas.
La llamada de Lila por fin se produjo y cuando yo menos lo esperaba. Había decidido no preocuparme, pues la preocupación me generaba mucha ansiedad y me daba por comer dulces.
Estaba en una pequeña cala, que había descubierto en uno de mis paseos en bici por los senderos de la costa de Blanes. Se llamaba Santa Cristina. Para acceder a ella había que bajar un camino de pronunciada pendiente, sombreado de pinos y acacias. Pero el trayecto merecía la pena ya que nada más salir del sendero entrabas en la tranquila playa. Me sentí atraída por la luz que desprendía el lugar, había algo mágico en ella. Daba igual que estuviera nublado o hiciera frío o brillara el sol. La energía que me transmitía me transportaba a otro plano, a un lugar donde las preocupaciones no existían.
Me había propuesto seguir las enseñanzas de Kahul y comencé a meditar sobre una toalla en la arena.
Ya estaba anocheciendo. Aquella tarde había conseguido entrar en un profundo estado de paz interior, un estado que me aportaba mucha fuerza y tranquilidad, cuando el teléfono sonó dentro de mi mochila. Me sobresalté y me lancé rauda hacia ella.
—¿Diga?
—Soy yo.
—Hola Lila, dime, sabes algo ya sobre Kahul o sobre la investigación de Miguel.
—Bueno, de momento está todo igual, lo siento. Alberto me ha dicho que está encontrando muchas resistencias para llevar el caso adelante. Creo que hay más infiltrados, de esos que me dijiste, de lo que pensábamos en un primer momento.
—No me digas eso. Es lo único que tengo para detener a mi padre.
—No te alteres cariño, todo se va a arreglar, las cartas me dan buenos pronósticos.
—No me queda mucho dinero Lila, de seguir así tendré que…
—¿Trabajar? —me interrumpió.
—Noto cierta ironía en tu voz ¿No me ves capaz?
Escuché su risa tras el teléfono.
—¡Pues claro, cariño! De trabajar y de más. Solo estoy bromeando. Me he desviado del propósito de mi llamada.
—Dime.
—Tu hermana ha venido esta tarde a mi consulta.
—¡¿Qué?! —exclamé.
—Estaba muy nerviosa, me ha dicho que tiene que hablar contigo urgentemente.
—¿Mi hermana sabía de tu existencia? No puedo creerlo.
—Ya te dije que los matones los había enviado tu familia. Yo no tengo donde esconderme y por supuesto que ahora están siguiendo todos mis pasos. Hice bien en comprar otro móvil para llamarte, sino ahora los tendrías en la puerta de tu escondite.
—¿No te dijo que quería?
—La noté muy nerviosa. Ella estaba segura de que yo te daría el mensaje. Aunque yo le negaba que supiera de tu paradero. Quiere que la llames, dice que es por lo que le contaste.
Me quedé unos segundos en silencio.
—Ten cuidado, Sandra, no me fío.
—Gracias, lo tendré.
Comenzó a nacer una inquietud en mi pecho y no me abandonó en todo el camino de vuelta a mi refugio.
Mientras rompía los huevos para la tortilla que me estaba preparando para la cena, sentí un tibio pinchazo en mi corazón. No había dejado de pensar en Aurora y ese dolor en el corazón me indicaba que algo no iba bien.
Miré el teléfono por un instante.
Luego me acerqué y decidí marcar el número de Aurora.
—¿Sí? —escuché al otro lado de la línea.
—Soy yo.
—¿Sandra? ¿Dónde estás? Tengo que verte.
La noté nerviosa.
—No Aurora, no puedo hacerlo. No quiero que me llevéis de vuelta al manicomio. ¡No me busques más!
Escuché algo parecido a un gimoteo tras el auricular.
—Iba a coger un avión para Venecia. Mi marido me espera allí, tenía que cerrar unos negocios y me ha dicho que pasemos el fin de semana en la ciudad. He llevado a los niños con los papás.
—¿Por qué me explicas ese rollo? Voy a colgar, ¿Me estás intentando seguir la señal?
—¡No, espera Sandra! Cuando hacía la maleta he encontrado que me faltaban unos zapatos del armario. He supuesto que Aina se los había llevado a su cuarto. Le gusta probarse mi ropa. Buscándolos en su habitación, he encontrado un dibujo roto debajo de la cama.
—Voy a colgar, Aurora —amenacé.
—¿Has sido tú verdad? Tú le has metido esas cosas en la cabeza.
—¿De qué me hablas?
—Ha pintado una mesa con una niña tumbada y gente alrededor de ella con túnicas negras. ¡Y serpientes y cocodrilos a su alrededor! ¿Quieres enloquecer a mi hija verdad? Estás envidiosa de mí, siempre lo has estado y por eso quieres amargarme la vida.
—¡Yo nunca le diría eso! Es mentira, ella lo habrá…
De repente se me erizaron todos los vellos del cuerpo. Me llevé la mano al corazón.
—Lo ha tenido que ver. ¡Dios mío! Ahora va a por ella. Papá le está haciendo lo mismo que a nosotras.
—¡Eso es mentira! ¡Has sido tú! Tú le has contado eso. ¡Eres perversa y enfermiza!
—¿Dónde está Aina ahora? —le pregunté ansiosa.
—Ya te lo he dicho, con papá y mamá en la casa de Boí.
—¡No, allí no! Aurora por favor, escúchame, llama a mamá y dile que no deje sola a la niña en ningún momento.
—¡Me estás asustando!
—¡Hazme caso, por favor! Y si no me crees a mí, por favor, ¡cree en ella! Aina te necesita, ella ha pintado eso, no yo. Ha sido ella, te lo juro. ¡Corre, ve a la casa y saca a tus hijos de ahí!
—Estás intentando confundirme. ¡Estás loca!
Aurora me colgó el teléfono.
—¡Maldita sea! —grité.
Comencé a dar vueltas por el salón de la casa. Me sentaba, pero luego volvía a ponerme en pie. Miraba el reloj de pared que había al lado izquierdo de la chimenea. Pasaban unos minutos de las ocho de la noche.
Me sentía impotente. Por un lado pensaba que había exagerado, que le había inculcado un miedo innecesario a Aurora y que si ella estaba tranquila es porque confiaba en nuestros padres. Pero mi intuición, mi alma, me gritaba al oído que Aina debía saber algo. Al igual que yo, había pintado algo horrible para liberar su pequeña mente, algo que parecía haberla asustado mucho, algo que no comprendía.