Read James Potter y la Encrucijada de los Mayores Online
Authors: George Norman Lippert
El señor Gris dejó de caminar.
—No lo sabes, ¿verdad?
El señor Bermellón escupió.
—No importa lo que sea, pedazo de estúpido. Nos dijeron que era más de lo que nunca podríamos soñar, ¿no es así? Todo lo que tenemos que hacer es robar la caja y darle el veinte por ciento a nuestro informador de dentro. No nos ayudarían a irrumpir en el Ministerio de Magia si no consideraran que su parte vale la pena, ¿no? Además, el señor Rosa sabe lo que es. ¿Por qué no le preguntas a él?
—Yo tampoco lo sé —dijo el señor Rosa pensativamente.
Se hizo un prolongado silencio. El señor Gris oía el constante goteo del agua resonando en la oscuridad.
Finalmente el señor Bermellón habló.
—¿Tú tampoco lo sabes?
El señor Rosa sacudió la cabeza despacio, apenas visible a la luz de su propia varita.
El duende frunció el ceño.
—Cada uno sabe lo que necesita saber, ¿eh?
—Todo lo que necesitamos saber es adonde ir —dijo el señor Rosa— Una vez lleguemos allí, sabremos qué hacer.
El duende asintió, recordándolo.
—Todo bien entonces. En marcha señor Rosa. Usted es el guía.
—Ya estamos —replicó el señor Rosa—. A partir de aquí es cosa del señor Gris —Se giró e hizo brillar su varita por encima de ellos. Un rostro horrible y monstruoso apareció en la oscuridad, iluminado con la débil luz plateada de la varita. Las rodillas del señor Gris temblaron.
—Es solo una estatua, lelo —gruñó el señor Bermellón—. Es la cabeza de dragón de la que nos hablaron. Adelante, ábrela. Gánate tu parte, señor Gris.
—Odio ese nombre —dijo el señor Gris, avanzando hacia la cabeza de dragón. Era más alta que él, formada curiosamente por las estalactitas y estalagmitas de la pared de la caverna—. Yo quería ser el señor Púrpura. Me gusta el púrpura.
Se agachó y deslizó las manos entre los resbaladizos dientes de la mandíbula superior del dragón. El señor Gris poseía una fuerza inusual, pero alzar la mandíbula del dragón requirió de cada gramo de su imponente energía. El sudor resbalaba por su cara y cuello mientras se esforzaba, pero la estatua no cedería. Finalmente, justo cuando el señor Gris estaba seguro de que sus músculos se desgarrarían soltándose de sus huesos, se oyó un sonido como de cristal destrozado y la mandíbula se soltó. Las estalactitas que formaban la bisagra de la mandíbula se habían roto. El señor Gris levantó la mandíbula hasta que estuvo lo bastante alta para que los otros dos la atravesaran.
—¡Daos prisa! —ordenó a través de los dientes apretados.
—Ni se te ocurra soltar esa maldita cosa sobre nosotros —gimoteó el señor Bermellón mientras él y el señor Rosa pasaban agachados al interior de la enorme mandíbula del dragón.
La abertura que había tras la cabeza del dragón era baja y casi perfectamente redonda. Estalactitas y estalagmitas rodeaban el espacio formando pilares que soportaban un techo liso y abovedado. El suelo estaba empedrado y formaba diferentes niveles que bajaban hacia el centro, donde una extraña forma se aposentaba en medio de la oscuridad.
—Eso no es un cofre —afirmó rotundamente el señor Rosa.
—No —estuvo de acuerdo el señor Bermellón—. Pero es lo único que hay aquí, ¿no? ¿Crees que podemos llevarlo entre los dos?
El señor Rosa descendió las diferentes gradas, dejando al duende bajar con dificultad tras él. Estudiaron el objeto durante un momento, y entonces el señor Rosa se puso la varita entre los dientes. Se inclinó, aferrando el objeto, e hizo un ademán con la cabeza para que el duende lo agarrara del otro lado. Era asombrosamente ligero, aunque estaba cubierto de calcio y otros minerales. Torpemente, llevaron el objeto entre ellos, alzándolo mientras subían las gradas. La luz de la varita del señor Rosa se balanceaba y sacudía, haciendo que sus sombras saltaran frenéticamente sobre las paredes de pilares.
Finalmente, llevaron el objeto a través de la mandíbula abierta de la estatua de la cabeza de dragón. El señor Gris sudaba copiosamente y sus rodillas temblaban. Cuando vio que sus compañeros habían pasado, soltó la mandíbula superior que se cerró de golpe y se hizo añicos, produciendo una nube de polvo arenoso y un estrépito ensordecedor. El señor Gris se desplomó hacia atrás sobre el pedregoso suelo de la caverna, desmayado por el esfuerzo.
—¿Y qué es esto? —preguntó el señor Bermellón, ignorando la pesada respiración del señor Gris—. No parece valer una fortuna.
—Yo nunca dije que valiera una fortuna —dijo una voz en la oscuridad detrás de ellos— Simplemente dije que era suficiente para que no tuvieran que preocuparse durante el resto de su vida. Es curioso cuantos significados puede tener una frase, ¿verdad?
El señor Bermellón giró sobre sus talones, buscando la fuente de la voz, pero el señor Rosa se dio la vuelta lentamente, casi como si lo hubiera estado esperando. Una figura se alzaba en la oscuridad. Estaba vestida con ropas negras. El rostro quedaba oscurecido tras una horrible máscara centelleante. Dos figuras más vestidas de forma similar surgieron de la oscuridad.
—Reconozco tu voz —dijo el señor Rosa— Debería haberlo sabido.
—Sí —estuvo de acuerdo la voz—. Debió haberlo sabido, señor Fletcher, pero no lo hizo. Sus años de experiencia no pueden rivalizar con a su innata codicia. Y ahora ya es demasiado tarde.
—Espere —gritó Bermellón, alzando las manos—. ¡Teníamos un trato! ¡No puede hacer esto! ¡Teníamos un trato!
—Lo teníamos, mi buen amigo duende. Muchas gracias por sus servicios. Aquí está su pago.
Un destello de luz naranja emergió de una de las figuras enmascaradas, golpeando al señor Bermellón en la cara. Este tropezó y se aferró la garganta, dejando escapar sonidos de asfixia. Se desplomó hacia atrás, todavía retorciéndose.
El señor Gris se puso en pie tembloroso.
—Eso no ha estado bien. No debería haber hecho eso a Bistle. Él sólo hizo lo que le pidió.
—Y nosotros sólo estamos haciendo lo que prometimos —dijo amablemente la voz detrás de la máscara. Se produjo otro destello de luz naranja y el señor Gris se derrumbó pesadamente.
Las tres figuras enmascaradas se acercaron rodeando al señor Rosa. Él los miraba impotente.
—Al menos decidme qué es —dijo—. Decidme que es esta cosa que hemos conseguido para vosotros, y por qué nos lo habéis encargado en vez de hacerlo vosotros mismos.
—Su última pregunta, me temo, no es de su incumbencia, señor Fletcher —dijo la voz, girando a su alrededor—. Como dicen: si se lo dijéramos, tendríamos que matarle. De hacerlo así no estaríamos cumpliendo con nuestro trato. Prometimos ocuparnos de usted durante el resto de su vida y tenemos intención de cumplir esa promesa. Puede que no sea una gran vida, concedido, pero los mendigos no pueden escoger.
Una varita apareció, apuntando a la cara del señor Rosa. No había utilizado el nombre de Fletcher en años. Lo había abandonado cuando había abandonado su vida como ladrón. Había intentado duramente ser bueno y honesto. Pero entonces habían contactado con él para realizar este trabajo: un trabajo dentro del Ministerio de Magia, un trabajo tan perfecto, con una paga tan grande, que simplemente no había podido rechazarlo. Claro está, decepcionaría a todos sus viejos amigos de la Orden, pero de todos modos la mayoría de ellos estaban muertos ya. Nadie sabía siquiera su verdadero nombre. O eso pensaba. Al parecer, esta gente había sabido quién era él todo el tiempo. Le habían utilizado, y ahora iban a deshacerse de él. En cierto modo, resultaba apropiado. Suspiró.
La voz siguió.
—En cuanto a su primera pregunta, sin embargo, espero que podamos responderla. Parece justo. Y después de hoy, ¿a quién iba a contárselo? Vino en busca de un cofre de riquezas, porque es usted un hombre pequeño con objetivos pequeños. Nosotros no somos pequeños, señor Fletcher. Nuestros objetivos son grandes. Y gracias a usted y a sus asociados, ahora tenemos todo lo que necesitamos para lograr esos objetivos. Nuestra meta es el poder, y lo que ve aquí significa poder. Lo que ve aquí, señor Fletcher… es simplemente el final de su mundo.
La angustia invadió a Mundungus Fletcher y cayó de rodillas. Cuando el haz de luz naranja le golpeó, ahogándolo y cubriéndolo de oscuridad, le dio la bienvenida. Lo abrazó.
James Potter avanzaba lentamente a lo largo de los estrechos pasillos del tren, asomándose tan indiferentemente como podía a cada compartimiento. Para aquellos que estaban dentro, probablemente pareciera estar buscando a alguien, algún amigo o grupo de confidentes con los que pasar el rato durante el viaje, y esa era su intención.
Lo último que James quería era que alguien notara que, a pesar de las bravatas que recientemente había desplegado ante su hermano menor Albus en el andén, estaba nervioso. Su estómago estaba revuelto y hecho un nudo, como si hubiera mordido una de las Pastillas Vomitivas de sus tíos Ron y George. Abrió la puerta corredera al final del coche de pasajeros y pasó cuidadosamente a través del pasadizo hasta el siguiente.
El primer compartimiento estaba lleno de chicas. Estaban charlando animadamente unas con otras, ya aparentemente las mejores amigas a pesar del hecho de que, muy probablemente, solo acababan de conocerse. Una de ellas levantó la vista y le descubrió observando. Él rápidamente apartó la mirada, fingiendo asomarse a la ventana que había tras ellas, hacia la estación que todavía bullía de actividad. Sintiendo las mejillas enrojecer, continuó pasillo abajo. Si al menos Rose tuviera un año más estaría aquí con él. Era una chica, pero era su prima y habían crecido juntos. Habría sido agradable tener al menos una cara familiar a su lado.
Por supuesto Ted y Victoire también estaban en el tren.
Ted, un chico de diecisiete años, había sido tan rápidamente absorbido por la multitud de amigos reencontrados y compañeros de clase que apenas había tenido tiempo de saludar y hacer un guiño a James antes de desaparecer en un atestado compartimiento del cual emanaba el sonido amortiguado de la música de un flamante aparato.
Victoire, cinco años mayor que él, le había invitado a sentarse con ella durante el viaje, pero James no se sentía tan cómodo con ella como con Rose, y no le complacía la idea de escucharla cotorrear con las otras cuatro chicas de su compartimiento sobre coloretes de polvo pixie y encantamientos para el cuidado del cabello. Siendo en parte Veela, Victoire nunca había tenido problemas para hacer amigos de cualquier género, rápidamente y sin esfuerzo. Además, algo en James hacía que sintiera la necesidad de reafirmarse como individuo, incluso si la idea le hacía sentirse nervioso y solitario.
No es que le preocupara ir a Hogwarts exactamente. Había ansiado este día durante la mayor parte de su vida, incluso cuando era demasiado joven para entender lo que significaba ser un mago, desde que su madre le había hablado de la escuela a la que un día asistiría, la escuela secreta a la que asistían magos y brujas para aprender magia. Estaba positivamente excitado ante la idea de asistir a sus primeras clases, de aprender a utilizar la nueva varita que llevaba orgullosamente en su mochila. Más que nada, ansiaba el Quidditch en el campo de Hogwarts, conseguir su primera escoba auténtica, intentar entrar en el equipo, quizás, solo quizás....
Pero ahí era donde la excitación había comenzado a convertirse en fría ansiedad. Su padre había sido buscador de Gryffindor, el más joven en la historia de Hogwarts. Lo mejor que él, James, podía esperar era igualar ese record. Eso era lo que todos esperaban de él, el primogénito del famoso héroe. Recordaba la historia, contada docenas de veces (aunque nunca por su propio padre) de como el joven Harry Potter había ganado su primera snitch saltando virtualmente de su escoba, atrapando la bola dorada con la boca y casi tragándosela. Los narradores de la historia siempre reían bulliciosamente, deleitados, y si papá estaba allí, sonreía tímidamente mientras le palmeaban la espalda.
Cuando James tenía cuatro años, encontró la famosa snitch en una caja de zapatos, en el fondo de la alacena del comedor. Su madre le contó que había sido un regalo para papá del antiguo director de la escuela. Las diminutas alas ya no funcionaban, y la bola dorada estaba cubierta por una fina capa de polvo y descolorida, pero James se había sentido hipnotizado por ella. Era la primera snitch que había visto de cerca. Parecía a la vez más pequeña y más grande de lo que había imaginado, y su peso en la pequeña mano había sido sorprendente.
Esta es la famosa snitch
, había pensado James reverentemente,
la de la historia, la que cogió mi papá
. Le preguntó a papá si podía quedársela en su habitación, guardada en la caja de zapatos cuando no jugara con ella. Su padre accedió fácilmente, alegremente, y James llevó la caja de zapatos desde el fondo de la alacena a un lugar bajo la cabecera de su cama, cerca de su escoba de juguete. Fingía que la oscura esquina bajo la cabecera era su taquilla de Quidditch. Pasaba muchas horas fingiendo zumbar y esquivar sobre el campo de Quidditch, persiguiendo a la legendaria snitch, a la que al final siempre cazaba con un fantástico picado, saltando, atrapando la descolorida snitch de su padre ante la aprobación de imaginarias multitudes rugientes.
¿Pero y si James no podía atrapar la snitch como había hecho su padre? ¿Y si no era bueno con la escoba? Tío Ron decía que montar una escoba estaba en la sangre de los Potter tan seguro como era para los dragones respirar fuego, ¿pero y si James probaba que estaba equivocado? ¿Y si era lento, o torpe, o se caía? ¿Y si ni siquiera conseguía entrar en el equipo? Para el resto de los de primer año, eso solo sería un ligero disgusto. Aunque las reglas habían cambiado para admitirlos, muy pocos de primero entraban en los equipos de las Casas. Para James, sin embargo, significaría que ya estaría decepcionando las expectativas. Ya habría fallado en ser tan grande como el gran Harry Potter. Y si no podía siquiera igualar a su padre en términos de algo tan elemental como el Quidditch, ¿cómo podía esperar igualar a la leyenda del chico que derrotó al Basilisco, ganó la Copa de los Tres Magos, reunió las Reliquias de la Muerte y, oh, sí, acabó con el viejo Moldy Voldy, el mago más oscuro y peligroso que haya existido nunca?