La voz de Mirri Maz Duur se elevó hasta convertirse en un aullido agudo, ululante, que hizo estremecer a Dany. Algunos de los dothrakis retrocedieron entre murmullos. Los braseros del interior de la tienda hacían que resplandeciera en el ocaso. A través del tejido de las paredes, salpicado de sangre, divisó sombras que se movían.
Mirri Maz Duur había empezado a bailar. Y no estaba sola.
Dany vio el miedo en los rostros de los dothrakis.
—Esto no puede ser —retumbó la voz de Qotho.
No había visto volver al jinete de sangre. Haggo y Cohollo estaban con él. Los acompañaban los hombres sin pelo, los eunucos que curaban con el cuchillo, la aguja y el fuego.
—Esto va a ser —replicó Dany.
—
Maegi
—rugió Haggo.
Y Cohollo, el viejo Cohollo, que había atado su vida a la de Drogo desde el día que nació, Cohollo, que siempre había sido bueno con ella... Cohollo le escupió a la cara.
—Morirás,
maegi
—prometió Qotho—. Pero antes ha de morir la otra. —Desenvainó el
arakh
y avanzó hacia la tienda.
—¡No! —gritó Dany—. ¡No entres! —Lo agarró por el hombro, pero Qotho la empujó a un lado. Dany cayó sobre las rodillas, cruzando los brazos sobre el vientre para proteger a su hijo—. Detenedlo —ordenó a su
khas
—. ¡Matadlo!
Rakharo y Quaro seguían ante el faldón de la tienda. Quaro dio un paso al frente, buscó con la mano el mango de su látigo, pero Qotho giró con la elegancia de un bailarín al tiempo que alzaba el
arakh
. El tajo dio de lleno a Quaro bajo el brazo; el acero afilado atravesó el cuero y la piel, cortó el músculo y las costillas. El joven jinete retrocedió, boqueando, mientras la sangre manaba a chorros. Qotho le arrancó el arma del cuerpo.
—¡Señor de los caballos! —gritó Ser Jorah Mormont—. Prueba conmigo.
Desenvainó la espada larga. Qotho lanzó una maldición y se volvió. El
arakh
se movió tan deprisa que la sangre de Quaro se dispersó al viento ardiente como si fuera una llovizna. La espada paró el golpe a un palmo del rostro de Ser Jorah, y durante un instante, los dos aceros quedaron brillando en el aire, mientras Qotho aullaba de rabia. El caballero iba vestido con cota de mallas; llevaba guanteletes y canilleras de acero articulado, y un pesado gorjal en torno al cuello, pero no se le había ocurrido ponerse el yelmo.
Qotho retrocedió, y cuando Ser Jorah cargó contra él hizo girar el
arakh
centelleante sobre la cabeza. El caballero esquivó el golpe como pudo, pero los tajos eran tan rápidos que Dany pensó que Qotho tenía cuatro
arakhs
y otros tantos brazos. Oyó el crujido de la cota de mallas cuando la golpeó el
arakh
, y vio cómo saltaban chispas cuando la larga hoja curva rebotó contra un guantelete. De pronto era Mormont quien retrocedía, mientras Qotho se lanzaba al ataque. El lado izquierdo del rostro del caballero estaba lleno de sangre, y un golpe que había recibido en la cadera le había atravesado la cota de mallas y lo hacía cojear. Qotho se mofaba de él a gritos: lo llamaba cobarde, hombre de leche, eunuco con traje de hierro.
—¡Vas a morir! —le prometió mientras el
arakh
brillaba trémulo en el ocaso rojo.
El hijo de Dany pataleaba, enloquecido, dentro del vientre. La hoja curva resbaló sobre la recta, y fue a hundirse en la cadera del caballero, en el boquete de la cota de mallas.
Mormont gruñó y se tambaleó. Dany sintió un dolor agudo en el vientre, y humedad en los muslos. Qotho lanzó un grito de triunfo, pero el
arakh
había llegado al hueso, y tardó un instante en poder sacarlo.
Fue suficiente. Ser Jorah asestó un golpe de arriba abajo con todas las fuerzas que le quedaban; atravesó la carne, el músculo y el hueso, y de pronto, el antebrazo de Qotho colgaba de su brazo sujeto únicamente por un fino jirón de piel y tendón. El siguiente golpe del caballero fue hacia la oreja del dothraki, y resultó tan salvaje que el rostro de Qotho pareció estallar.
Los dothrakis gritaban, Mirri Maz Duur lanzaba aullidos inhumanos en la tienda; el moribundo Quaro suplicaba agua. Dany pidió ayuda, pero nadie la oyó. Rakharo luchaba contra Haggo,
arakh
enfrentado a
arakh
, hasta que el látigo de Jhogo restalló como un trueno, y la punta se enroscó al cuello de Haggo. Dio un tirón, y el jinete de sangre cayó hacia atrás, perdiendo a la vez el equilibrio y la espada. Rakharo se precipitó hacia él con un aullido, blandiendo el
arakh
con ambas manos en un golpe descendente que acertó a Haggo entre los ojos. Alguien lanzó una piedra, y cuando Dany se volvió vio que tenía el hombro herido y lleno de sangre.
—No —sollozó—. No, por favor, para, es demasiado alto, el precio es demasiado alto.
Le llovieron más pedradas. Trató de arrastrarse hacia la tienda, pero Cohollo la agarró por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás. Dany sintió el roce de su cuchillo en la garganta.
—¡Mi bebé! —gritó.
Tal vez los dioses la oyeron, porque en aquel momento Cohollo cayó muerto. La flecha de Aggo le entró por debajo del brazo, y le atravesó los pulmones y el corazón.
Cuando Daenerys reunió por fin fuerzas suficientes para levantar la cabeza, vio que la multitud se dispersaba. Los dothrakis regresaban en silencio a sus tiendas y a sus esterillas. Algunos ensillaron caballos y se alejaron. El sol se había puesto. En todo el
khalasar
ardían hogueras, brillantes fuegos anaranjados que chisporroteaban con furia y escupían al aire brasas encendidas. Trató de incorporarse, pero el dolor se apoderó de ella y la estrujó como el puño de un gigante. Se quedó sin respiración. Apenas si pudo boquear. La voz de Mirri Maz Duur era como un canto fúnebre. En el interior de la tienda, las sombras giraban.
Le pasaron un brazo bajo la cintura. Ser Jorah la ayudó a ponerse en pie. El caballero tenía el rostro lleno de sangre, y Dany vio que había perdido media oreja. Una nueva oleada de dolor hizo que se estremeciera en sus brazos, y oyó cómo el hombre llamaba a gritos a sus doncellas para que acudieran a ayudarla.
«¿Tanto miedo tienen?» Sabía demasiado bien la respuesta. La dominó otro espasmo de dolor, y tuvo que contener un grito. Sentía como si su hijo tuviera un cuchillo en cada mano, y se estuviera abriendo camino a tajos hacia el exterior.
—¡Maldita seas, Doreah! —rugió Ser Jorah—. Ven aquí. Trae a las parteras.
—No quieren venir. Dicen que está maldita.
—¡Si no vienen, les cortaré la cabeza!
—Se han marchado todas, mi señor. —Doreah se echó a llorar.
—La
maegi
—dijo otra voz. ¿La de Aggo?—. Llevadla con la
maegi
.
«No —quiso gritar Dany—. No, eso no, no lo hagáis.» Pero cuando abrió la boca se le escapó un largo aullido de dolor, y la piel se le cubrió de sudor. «¿Qué les pasa a todos, acaso no lo ven?» En el interior de la tienda, las formas danzaban en círculos en torno al brasero y la bañera llena de sangre; eran sombras oscuras en las paredes de tela, y algunas no parecían humanas. Divisó la forma de un lobo grande, y otra que parecía un hombre envuelto en llamas.
—La mujer cordero conoce los secretos del parto —señaló Irri—. Yo se lo oí decir.
—Sí —corroboró Doreah—. Yo también.
«No», gritó Dany, o tal vez sólo lo pensó, porque de sus labios no salió sonido alguno. La llevaban en brazos. Abrió los ojos para contemplar un cielo negro, muerto, sin estrellas. «No, por favor.» El sonido de la voz de Mirri Maz Duur se hizo cada vez más alto, hasta llenar el mundo. «Las formas —gritó en su interior—. ¡Los bailarines!»
Ser Jorah la llevó al interior de la tienda.
El aroma del pan caliente que salía de las tiendas en la calle de la Harina era más dulce que ningún perfume que Arya hubiera olido jamás. Respiró hondo y se acercó un paso más a la paloma. Era un ave rechoncha, con manchas marrones, que parecía muy ocupada picoteando un trozo de corteza incrustado entre dos piedras de la calle, pero alzó el vuelo en cuanto la sombra de Arya la rozó.
La espada de madera silbó, y acertó al animal a una vara del suelo. Cayó en un revoloteo de plumas marrones. La niña saltó sobre ella en un abrir y cerrar de ojos; la agarró por un ala mientras se debatía y le lanzaba picotazos a los dedos. La cogió por el cuello y se lo retorció hasta que sintió cómo se rompía el hueso.
Comparadas con los gatos, las palomas eran muy fáciles.
Un septon que pasaba por allí la miró con recelo.
—Es el mejor lugar para cazar palomas —le dijo Arya al tiempo que se estiraba las ropas y recogía la espada de madera—. Vienen a por las migas.
Él se alejó a toda prisa. Arya se ató la paloma al cinturón y echó a andar calle abajo. Un hombre empujaba un carrito de dos ruedas lleno de tartas. El aire se impregnó del olor de los arándanos, los limones y los albaricoques. El estómago le rugió con un sonido hueco.
—¿Me dais una? —se oyó decir—. De limón, o... de lo que sea.
—Son tres monedas de cobre —dijo el hombre del carrito después de mirarla de arriba abajo. Obviamente, lo que veía no le gustaba.
—Os la cambio por una paloma bien gorda —dijo Arya dándose unos golpecitos en la bota con la espada de madera.
—Los Otros se lleven tu paloma —replicó el hombre del carrito.
Las tartas estaban recién salidas del horno. El olor le hacía la boca agua, pero no tenía tres monedas de cobre. Ni siquiera una. Miró al hombre, recordando lo que le había dicho Syrio acerca de ver de verdad. Era bajo, tenía una barriga redonda, y parecía apoyarse más en la pierna izquierda al caminar. Pensó que, si cogía una tarta y echaba a correr, no podría atraparla, pero él pareció leerle el pensamiento.
—Ni se te ocurra acercar esas manos sucias. Los capas doradas saben qué hacer con las ratas ladronas como tú; no lo dudes.
Arya miró hacia atrás con cautela. En la entrada de un callejón había dos guardias de la ciudad. Las capas les llegaban casi hasta el suelo; eran gruesas, de lana teñida de color dorado, mientras que las cotas de mallas, las botas y los guantes eran negros. Uno llevaba una espada larga colgada del cinturón; el otro, una porra de hierro. Arya lanzó una última mirada anhelante a las tartas, y se alejó del carrito a buen paso. Los capas doradas no se habían fijado en ella, pero con sólo verlos se le ponía un nudo en el estómago. Se había mantenido lo más lejos posible del castillo, pero pese a la distancia, las cabezas que se pudrían en la cima de los muros rojos se veían demasiado bien. Los cuervos revoloteaban ruidosos sobre ellas. En el Lecho de Pulgas se comentaba que los capas doradas se habían aliado con los Lannister, y que su comandante tenía ahora rango de lord, además de tierras en el Tridente y un asiento en el Consejo Privado del Rey.
También había oído otros comentarios, cosas que daban miedo, cosas que no comprendía. Unos decían que su padre había asesinado al rey Robert, y que Lord Renly lo había matado a él. En cambio, otros aseguraban que Renly había matado al Rey en una pelea, cuando los dos hermanos estaban borrachos. Si no, ¿por qué había huido en medio de la noche, como un vulgar ladrón? Según una versión, al Rey lo había matado un jabalí durante la cacería, y según otra, había muerto comiendo jabalí con tanta gula que había estallado en la mesa. Otros decían que no, que el Rey había muerto sentado a la mesa, pero porque Varys
la Araña
lo había envenenado. No, lo había envenenado la Reina. No, había muerto de viruelas. No, se había ahogado con una espina de pescado.
Lo único que tenían en común todos los rumores era la certeza de que el rey Robert había muerto. Las campanas de las siete torres del Gran Sept de Baelor habían repicado todo un día y toda una noche, el retumbar de su dolor recorrió la ciudad como una marea de bronce. Las campanas sólo repicaban así por la muerte de un rey, según le contó a Arya el hijo de un curtidor.
Ella lo único que quería era volver a casa, pero no era tan sencillo salir de Desembarco del Rey. Los rumores de guerra estaban en todas las bocas, y los capas doradas estaban sobre los muros de la ciudad como pulgas sobre... Bueno, sobre ella, por ejemplo. Había estado durmiendo en el Lecho de Pulgas, en tejados y en establos, en cualquier lugar donde encontraba un rincón para tenderse, y no había tardado en comprender por qué aquel barrio tenía semejante nombre.
Tras escapar de la Fortaleza Roja, no había pasado un día sin que Arya visitara las siete puertas de la ciudad. La Puerta del Dragón, la Puerta del León y la Puerta Antigua estaban cerradas y con barrotes. La Puerta del Lodazal y la Puerta de los Dioses estaban abiertas, pero sólo para los que querían entrar en la ciudad: los guardias no permitían que nadie saliera por ellas. Los que querían marcharse tenían que atravesar la Puerta del Rey o la Puerta de Hierro, que estaban vigiladas por guerreros Lannister con sus capas rojas y sus yelmos adornados con leones. Arya los había espiado desde el tejado de una posada cercana a la Puerta del Rey, y había visto que registraban los carros y carromatos, que obligaban a los jinetes a abrir sus alforjas, y que interrogaban a todo el que quería salir a pie.
A veces consideraba la posibilidad de salir a nado, pero el río Aguasnegras era ancho y profundo, y todo el mundo decía que las corrientes eran traicioneras. Y no tenía dinero para pagar a un barquero, ni sacar pasaje en una nave.
Su señor padre le había enseñado que no debía robar jamás, pero cada vez le resultaba más difícil recordar por qué. Si no conseguía salir, y pronto, tendría que arriesgarse con los capas doradas. Desde que aprendió a cazar palomas con la espada de madera no había vuelto a pasar hambre, pero tenía miedo de ponerse enferma si seguía comiendo aquella carne. Antes de encontrar el Lecho de Pulgas, se había comido las primeras crudas.
En el Lecho había tenderetes con calderos en cada callejón, en los que hervían guisos que llevaban años al fuego; allí se podía cambiar media paloma por un pedazo de pan del día anterior y un «cuenco de estofado», y hasta te ponían la otra mitad al fuego y te la asaban, siempre que uno mismo le quitara las plumas. Arya habría dado cualquier cosa por un tazón de leche y un pastelillo de limón, pero el estofado tampoco estaba tan mal. Por lo general llevaba cebada, trozos de zanahoria, nabo y cebolla, y en ocasiones hasta manzana, y siempre había una capa de grasa en la superficie. Ella procuraba no pensar en la carne. Una vez le había tocado un trozo de pescado.