Juego de Tronos (110 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Una larga hilera de lanceros con capas doradas mantenía a raya a la multitud, dirigidos por un hombre recio, con una armadura muy ornamentada, llena de lacados negros y filigranas de oro. La capa tenía el brillo metálico del hilo de oro.

Cuando las campanas dejaron de sonar, en la plaza se hizo el silencio, y su padre alzó la cabeza y empezó a hablar con voz tan débil que apenas se le oía. «¿Qué?» y «¡Más alto!», empezaron a gritar a espaldas de Arya. El hombre de la armadura negra y dorada avanzó hacia su padre y le dio un empujón brusco. Arya habría querido gritar que lo dejaran en paz, pero sabía que nadie la escucharía. Se mordió el labio.

—Soy Eddard Stark, señor de Invernalia y Mano del Rey —dijo su padre empezando de nuevo, en voz más alta, de manera que sus palabras se escucharon en toda la plaza—. Estoy aquí para confesar mi traición ante los dioses y los hombres.

—No —sollozó Arya.

Bajo ella, la multitud empezó a gritar insultos y obscenidades. Sansa se ocultó el rostro entre las manos.

—Traicioné la fe de mi rey y la confianza de mi amigo Robert —gritó su padre, alzando más la voz para hacerse oír—. Juré defender y proteger a sus hijos, pero su sangre estaba todavía caliente cuando conspiré para deponer y asesinar a su hijo, y apoderarme del trono. Que el Septon Supremo, Baelor
el Bienamado
y los Siete sean testigos de que lo que digo es verdad: Joffrey Baratheon es el heredero legítimo del Trono de Hierro, Señor y Protector de los Siete Reinos, por la gracia de todos los dioses.

Alguien, entre la multitud, lanzó una piedra, que acertó a su padre. Arya gritó. Los capas doradas impidieron que cayera, pero la sangre le manaba de una herida profunda en la frente. Llovieron más piedras. Una golpeó al guardia que estaba a la derecha de su padre; otra chocó contra la coraza del caballero de la armadura negra y dorada. Dos hombres de la Guardia Real se situaron ante Joffrey y la Reina para protegerlos con sus escudos.

Deslizó la mano bajo la capa, y palpó la empuñadura de
Aguja
en su vaina. Apretó el puño con los dedos, con todas sus fuerzas.

«Por favor, dioses —rezó—. Protegedlo; que no le hagan daño a mi padre.»

—Tal como pecamos, hemos de pagar —entonó el Septon Supremo con voz profunda, mucho más alta que la de Ned Stark, mientras se arrodillaba ante Joffrey y su madre—. Este hombre ha confesado sus crímenes aquí, en este lugar sagrado, ante los ojos de los dioses y los hombres. —Alzó las manos en gesto suplicante, y un halo de colores pareció rodearle la cabeza—. Los dioses son justos, pero Baelor
el Santo
nos enseñó que también son misericordiosos. ¿Qué se hará con este traidor, Alteza?

Mil voces se alzaban en gritos, pero Arya no las oyó. El príncipe Joffrey... no, el rey Joffrey, salió de detrás de los escudos de sus guardias.

—Mi madre me pide que permita a Lord Eddard vestir el negro, y Lady Sansa me ha suplicado piedad para su padre. —Miró a Sansa, sonrió y por un momento Arya pensó que los dioses la habían escuchado. Pero Joffrey se volvió hacia la multitud y siguió hablando—. Son mujeres, y sus corazones son blandos. Mientras yo sea vuestro rey, la traición no quedará sin castigo. ¡Ser Ilyn, traedme su cabeza!

La multitud rugió, y Arya sintió que la estatua de Baelor se movía, empujada por la muchedumbre. El Septon Supremo agarraba la capa del Rey; Varys se le acercó agitando los brazos; hasta la Reina le decía algo, pero Joffrey hizo un gesto de negación. Señores y caballeros se hicieron a un lado para dejar paso al hombre alto y descarnado, un esqueleto con cota de mallas, la Justicia del Rey. Arya oyó, muy lejos, el grito de su hermana. Sansa había caído de rodillas y sollozaba histérica. Ser Ilyn Payne subió por los peldaños del púlpito.

Arya se escurrió entre los pies de Baelor y saltó entre la multitud al tiempo que sacaba a
Aguja
. Cayó sobre un hombre que llevaba delantal de carnicero y lo derribó. Alguien chocó contra su espalda y estuvo a punto de tirarla por los suelos. Todo el mundo empujaba y se apretaba para adelantarse, pisoteando al pobre carnicero. Arya trató de abrirse paso con
Aguja
.

En lo más alto del púlpito, Ser Ilyn Payne hizo un gesto, y el caballero vestido de oro y negro dio una orden. Los capas doradas tiraron a Lord Eddard sobre el mármol, con la cabeza y el pecho por encima del borde.

—¡Eh, tú! —gritó a Arya una voz furiosa.

Pero ella siguió corriendo, empujando a unos, esquivando a otros, derribando a todo el que se cruzaba en su camino. Una mano intentó agarrarle la pierna; Arya se defendió lanzando un tajo. Pateó espinillas; una mujer cayó y Arya pasó por encima de ella, tirando de espada a diestro y siniestro, pero no servía de nada, de nada, había demasiadas personas: en cuanto conseguía abrirse un hueco, el camino se volvía a cerrar. Alguien la derribó hacia un lado. Todavía alcanzaba a oír los gritos de Sansa.

Ser Ilyn sacó de la vaina que llevaba a la espalda un enorme mandoble. Cuando alzó la hoja por encima de la cabeza, la luz del sol pareció dibujar ondas en el metal oscuro, y arrancó destellos de un filo más cortante que el de cualquier navaja.

«
Hielo
—pensó—. Tiene a
Hielo
.» Las lágrimas le corrieron por el rostro y la cegaron.

Y en aquel momento, una mano surgió de entre la multitud y se cerró en torno a su brazo como una trampa para lobos, con tanta fuerza que
Aguja
se le escapó de entre los dedos. La mano la levantó casi en vilo; la manejaba como si fuera una muñeca. Un rostro se presionó contra el suyo, una cabeza de pelo largo negro, barba enmarañada y dientes podridos.

—¡No mires! —ladró una voz ronca.

—No... no... no... —sollozó Arya.

El anciano la sacudió con tanta fuerza que los dientes le entrechocaron.

—Cierra la boca y cierra los ojos, chico. —A lo lejos, como envuelto en niebla, oyó un... un sonido... un ruido suave, siseante, como si un millón de personas dejaran de contener el aliento a la vez. Los dedos del anciano, duros como el hierro, se le clavaban en el brazo—. Eso es, mírame a mí. —El aliento le olía a vino agrio—. ¿Me recuerdas, chico?

El olor la ayudó a recordar. Arya vio el pelo grasiento, la capa negra polvorienta y llena de parches que le cubría los hombros caídos, los ojos negros entrecerrados que la miraban. Y reconoció al hermano negro que había ido a visitar a su padre.

—Me recuerdas, ¿eh? Muy bien, eres un chico listo. —Escupió al suelo—. Esto ya ha terminado. Vendrás conmigo, y sin abrir la boca. —Arya fue a decir algo, pero la sacudió con más fuerza todavía—. He dicho que sin abrir la boca.

La multitud empezaba a marcharse de la plaza. Ya no la empujaban; todos volvían a sus vidas cotidianas. En cambio, ella ya no tenía vida. Como entumecida, siguió a...

«Yoren, eso es, se llama Yoren.» No vio cómo recogía a
Aguja
, hasta que se la devolvió.

—Espero que sepas cómo se utiliza esto, chico.

—No soy un... —empezó.

El hombre la empujó hacia el hueco de una puerta, le metió los dedos sucios entre el pelo, y la obligó a levantar la cabeza.

—No eres un chico inteligente. Eso es lo que ibas a decir, ¿verdad?

En la otra mano tenía un cuchillo.

Cuando la hoja bajó como una centella hacia su rostro, Arya se echó hacia atrás, pataleó salvajemente y movió la cabeza de un lado a otro, pero la tenía sujeta por el pelo, tan fuerte que sintió como si le desgarrase el cuero cabelludo, y notó en los labios el sabor salado de las lágrimas.

BRAN (7)

Los mayores eran hombres adultos, de diecisiete o dieciocho años. Uno tenía más de veinte. Pero casi todos eran más jóvenes, de dieciséis años o menos.

Bran los observó desde la balconada en la torre del maestre Luwin; los oyó gruñir, esforzarse y maldecir mientras blandían los cayados y las espadas de madera. El patio resonaba con el chocar de la madera contra la madera, salpicado demasiado a menudo por los gritos de dolor cuando un golpe acertaba en el cuero o en la carne. Ser Rodrik cabalgaba entre los muchachos, con el rostro enrojecido bajo los bigotes blancos, dando instrucciones a todos y cada uno de ellos. Bran no recordaba haber visto nunca al viejo caballero tan indignado.

—No —decía sin parar—. No. No. No.

—No pelean demasiado bien —comentó Bran, dubitativo. Rascó distraídamente a
Verano
detrás de las orejas, mientras el lobo huargo arrancaba un bocado de un trozo de carne. Trituró los huesos entre los dientes.

—Desde luego —asintió el maestre Luwin con un suspiro. El maestre estaba mirando por su gran catalejo myriense; medía las sombras y anotaba la posición del cometa, que se veía muy cercano en el cielo de la mañana—. Pero, en estos tiempos que corren... Ser Rodrik tiene razón: necesitamos hombres que monten guardia en la muralla. Tu señor padre se llevó a Desembarco del Rey la flor y nata de su guardia, y el resto siguieron a tu hermano, al igual que todos los muchachos aptos en leguas a la redonda. Muchos no volverán jamás, y tenemos que buscar hombres que ocupen sus lugares.

Bran miró con resentimiento a los jóvenes sudorosos del patio.

—Si tuviera bien las piernas podría derrotarlos a todos. —Recordó la última ocasión en que había tenido una espada en la mano, cuando el Rey visitó Invernalia. No era más que una espada de madera, pero con ella había derribado al príncipe Tommen media docena de veces—. Ser Rodrik debería enseñarme a usar un hacha de guerra. Si tuviera un hacha de guerra con el mango muy largo, Hodor sería mis piernas. Juntos haríamos un caballero.

—No me parece... buena idea —dijo el maestre Luwin—. Bran, cuando un hombre pelea, los brazos, las piernas y la mente deben ser una sola cosa.

—¡Peleas como un ganso! —volvía a gritar Ser Rodrik abajo, en el patio—. ¡Él te pica y tú lo picas más fuerte! ¡Para los golpes! Bloquéalos; pelear como gansos no sirve de nada. ¡Si esto fueran espadas de verdad, el primer picotazo te había cortado el brazo! —Otro de los muchachos soltó una carcajada, y el anciano caballero se volvió hacia él—. Ríete lo que quieras. Sí, tú. ¡Qué descaro! Tú, que peleas como un puerco espín...

—Hubo una vez un caballero que no veía —insistió Bran, testarudo, mientras en el patio Ser Rodrik seguía con su reprimenda—. La Vieja Tata me habló de él. Tenía un cayado largo, con hojas afiladas en los dos extremos; lo hacía girar con las manos y mataba a dos enemigos a la vez.

—Symeon Ojos de Estrella —dijo Luwin mientras anotaba cifras en un libro—. Cuando perdió los ojos, se puso zafiros estrellados en las cuencas vacías, o al menos eso dicen los bardos. No es más que un cuento, Bran, igual que las historias de Florian
el Bufón
. Fábulas de la Edad de los Héroes. —El maestre chasqueó la lengua—. Tienes que olvidarte de esos sueños, sólo servirán para hacerte daño.

—Anoche volví a soñar con el cuervo. —La mención de los sueños se lo había recordado—. El de los tres ojos. Entró volando en mi dormitorio y me dijo que fuera con él, y lo hice. Bajamos a las criptas. Mi padre estaba allí, y hablamos. Parecía triste.

—Y eso ¿por qué? —preguntó Luwin mientras miraba por el catalejo.

—Creo que por algo relacionado con Jon. —El sueño había sido muy inquietante, más que ninguno de los otros sueños del cuervo—. Hodor no quiere bajar a las criptas. —Bran se dio cuenta de que el maestre apenas le había prestado atención, pero en aquel momento apartó los ojos del catalejo y parpadeó.

—¿Que Hodor no quiere qué?

—Bajar a las criptas. Cuando me desperté, le dije que me llevara abajo a ver si mi padre estaba allí de verdad. Al principio no me entendió, pero hice que fuéramos hasta las escaleras y le dije: «Por ahí, por ahí», y no quiso bajar. Se quedó diciendo «Hodor», como si le diera miedo la oscuridad, ¡pero yo llevaba una antorcha! Me enfadé tanto que estuve a punto de darle un capón, como hace siempre la Vieja Tata. —Vio que el maestre fruncía el ceño—. Pero no lo hice —se apresuró a añadir.

—Bien. Hodor es un hombre, no una mula a la que se pueda apalear.

—En el sueño vuelo con el cuervo, pero cuando estoy despierto no puedo —explicó Bran.

—¿Y para qué quieres bajar a las criptas?

—Ya te lo he dicho. Para buscar a mi padre.

—Bran, mi querido muchachito —dijo el maestre mientras se tironeaba de la cadena que llevaba al cuello, como hacía siempre que se encontraba incómodo—, algún día Lord Eddard se sentará en esas piedras, junto a su padre, el padre de su padre, y todos los Stark, que se remontan a los Reyes del Norte... pero, si los dioses son bondadosos, eso será dentro de muchos años. Tu padre es prisionero de la Reina en Desembarco del Rey. No lo vas a encontrar en las criptas.

—Pero anoche estaba allí. Hablé con él.

—Eres testarudo —suspiró el maestre, al tiempo que dejaba el libro a un lado—. ¿Quieres ir a comprobarlo?

—No puedo. Hodor no quiere bajar, y las escaleras son demasiado estrechas para
Bailarina
.

—Me parece que ese problema sí puedo resolverlo.

En vez de llamar a Hodor, hizo que acudiera Osha, la mujer salvaje. Era alta, fuerte, nunca se quejaba y hacía lo que le decían.

—Me he pasado la vida al otro lado del Muro; un agujero en el suelo no me asusta, mis señores —dijo.

—Vamos,
Verano
—ordenó Bran mientras Osha lo cogía entre sus brazos fuertes y nervudos.

El lobo huargo soltó el hueso y siguió a Osha a través del patio y por las escaleras que descendían hasta la fría bóveda subterránea. El maestre Luwin iba por delante con una antorcha. A Bran ni siquiera le importaba que lo llevara en brazos, y no a la espalda. Bueno, no le importaba demasiado. Ser Rodrik había ordenado que le cortaran las cadenas a Osha, ya que desde que estaba en Invernalia los había servido fielmente. Todavía llevaba los pesados grilletes de hierro en torno a los tobillos, en señal de que la confianza en ella no era absoluta, pero las cadenas ya no limitaban sus zancadas seguras.

Bran ya no recordaba la última vez que había estado en las criptas. Había sido antes, eso seguro. Cuando era pequeño jugaba a menudo allí con Robb, con Jon y con sus hermanas.

En aquel momento deseaba con todas sus fuerzas que estuvieran con él; así, la bóveda no le parecería tan oscura y aterradora.
Verano
, que caminaba cauteloso por la penumbra llena de ecos, se detuvo, alzó la cabeza y olisqueó el aire frío y muerto. Enseñó los dientes y retrocedió un paso. A la luz de la antorcha del maestre, sus ojos tenían un brillo dorado. La propia Osha, que era dura como el hierro antiguo, parecía inquieta.

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