—Os lo juro —dijo ella en la lengua común de los Siete Reinos, que eran suyos por derecho.
El tercer nivel de la plataforma era un entramado de ramas del grosor de un dedo, cubiertas con hojas y ramitas secas. Lo dispusieron de norte a sur, del hielo al fuego, y colocaron sobre él cojines blandos y sedas de dormir. Cuando terminaron, el sol descendía ya hacia el oeste. Dany llamó a todos los dothrakis. Apenas quedaban un centenar. Se preguntó con cuántos habría empezado Aegon. Pero no tenía importancia.
—Vosotros seréis mi
khalasar
—les dijo—. Veo los rostros de esclavos. Yo os libero. Quitaos los collares. Marchaos si lo deseáis; nadie os hará daño. Si os quedáis, será como hermanos y hermanas, como esposos y esposas. —Los ojos negros la miraron cansados, inexpresivos—. Veo a los niños, a las mujeres, los rostros arrugados de los ancianos. Yo era una niña ayer. Hoy soy una mujer. Mañana seré anciana. Y a cada uno de vosotros os digo esto: entregadme vuestras manos y vuestros corazones, y siempre tendréis aquí un lugar. —Se volvió hacia los tres jóvenes guerreros de su
khas
—. Jhogo, a ti te entrego el látigo con mango de plata que fue mi regalo de novia, y te nombro
ko
, y te pido tu juramento de que vivirás y morirás como sangre de mi sangre, que cabalgarás a mi lado y me librarás de todo mal.
Jhogo cogió el látigo que le tendía, pero parecía confuso.
—
Khaleesi
—dijo, titubeante—, las cosas no son así. Para mí sería una vergüenza ser el jinete de sangre de una mujer.
—Aggo —siguió Dany sin prestar atención a las palabras de Jhogo. «Si vuelvo la vista atrás estoy perdida»—. A ti te entrego el arco de huesodragón que fue mi regalo de novia. —Era de doble curva, brillante, negro, exquisito, más alto que ella—. Te nombro
ko
, y te pido tu juramento de que vivirás y morirás como sangre de mi sangre, que cabalgarás a mi lado y me librarás de todo mal.
—No puedo pronunciar esas palabras —dijo Aggo, mientras aceptaba el arco con la mirada baja—. Sólo un hombre puede dirigir el
khalasar
, y nombrar a un
ko
.
—Rakharo —dijo Dany, dando la espalda a Aggo—, para ti será el gran
arakh
que fue mi regalo de novia, con su empuñadura y su hoja con incrustaciones de oro. A ti también te nombro
ko
, y te pido que vivas y mueras como sangre de mi sangre, cabalgando a mi lado y librándome de todo mal.
—Eres la
khaleesi
—replicó Rakharo al tiempo que cogía el
arakh
—. Cabalgaré a tu lado hasta Vaes Dothrak, bajo la Madre de las Montañas, y te libraré de todo mal hasta que ocupes tu lugar entre las ancianas del
dosh khaleen
. No puedo prometerte otra cosa.
Dany asintió con tanta tranquilidad como si no hubiera oído la respuesta, y se volvió hacia el último de sus campeones.
—Ser Jorah Mormont —dijo—, el primero y el mejor de mis guerreros. Para vos no tengo regalo, pero os juro que, algún día, os entregaré una espada como el mundo no ha visto, forjada por dragones con acero valyrio. Y también os pido vuestro juramento.
—Lo tenéis, mi reina —dijo Ser Jorah, arrodillándose y poniendo la espada a sus pies—. Juro serviros, obedeceros, morir por vos si fuera necesario.
—¿Suceda lo que suceda?
—Suceda lo que suceda.
—Os atendréis a ese juramento, y rezo por que nunca lamentéis haberlo pronunciado. —Lo ayudó a ponerse en pie, y se puso de puntillas para besar los labios del caballero—. Sois el primero de la Guardia de la Reina.
Al entrar en la tienda, sentía los ojos del
khalasar
clavados en ella. Los dothrakis murmuraban, le lanzaban extrañas miradas de soslayo con sus ojos almendrados. Dany se dio cuenta de que la tomaban por loca. Quizá lo estuviera. No tardaría en averiguarlo.
«Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida.»
El agua del baño estaba casi hirviendo cuando Irri la ayudó a entrar en la bañera, pero Dany ni siquiera parpadeó. Le gustaba el calor. La hacía sentir limpia. Jhiqui había perfumado el agua con los aceites que habían encontrado en el mercado de Vaes Dothrak, y despedía un vapor aromático. Doreah le lavó el cabello y se lo peinó para deshacer todos los nudos. Irri le frotó la espalda. Dany cerró los ojos y se dejó envolver por el olor y el calor del agua. Sentía cómo la calidez le empapaba la laceración entre los muslos. Cuando penetró en ella, se estremeció, y el dolor y la rigidez parecieron disolverse. Flotó.
Una vez estuvo limpia, las doncellas la ayudaron a salir del agua y la abanicaron para secarla, mientras Doreah le cepillaba el pelo hasta que le cayó sobre la espalda como un río de plata líquida. La perfumaron con florespecia y canela, un toque en cada muñeca, tras las orejas, en los pezones de los pechos llenos de leche. La última gota fue para el sexo. El dedo de Irri fue ligero y fresco como un beso de amante al deslizarse entre sus labios.
Dany las despidió a todas para preparar a Khal Drogo para su cabalgada final a las tierras de la noche. Le lavó el cuerpo, y le cepilló y aceitó el pelo, recorriendo por última vez los mechones con los dedos y sintiendo su peso, recordando la primera vez que lo había tocado, la noche de su boda. El pelo de Drogo jamás había sido cortado. ¿Cuántos hombres morían sin que les hubieran cortado el pelo jamás? Hundió la cara en la cabellera y aspiró hondo la fragancia oscura de los aceites. Olía a hierba y a tierra cálida, a humo, a semen, a caballos... Olía a Drogo.
«Perdóname, sol de mi vida —pensó—. Perdóname por todo lo que he hecho y por lo que he de hacer. Pagué el precio, mi estrella, pero era alto, demasiado alto...»
Dany le trenzó el pelo, le puso en los bigotes los anillos de plata y le colgó las campanillas una por una. Muchas campanillas, de oro, de plata y de bronce. Campanillas para que sus enemigos lo oyeran acercarse y el miedo los debilitara. Lo vistió con polainas de crin y botas altas; le puso un cinturón de pesados medallones de oro y plata. Deslizó un chaleco pintado en torno al pecho herido, un chaleco viejo y descolorido, el preferido de Drogo. Para sí, eligió unos pantalones amplios de seda, sandalias atadas hasta media pierna, y un chaleco como el de Drogo.
El sol se ponía ya cuando los llamó para que trasladaran el cuerpo a la pira. Los dothrakis observaron en silencio cómo Jhogo y Aggo lo sacaban de la tienda. Dany iba tras ellos. Lo tendieron sobre sus cojines y sedas, con la cabeza apuntando en dirección a la Madre de las Montañas, muy lejos, al noreste.
—Aceite —ordenó, y le llevaron las jarras y las vertieron sobre la pira, empapando las sedas, las ramas y los hatos de hierba seca, hasta que el aceite goteó entre los troncos de abajo y el aire estuvo impregnado de su fragancia—. Traedme los huevos —ordenó Dany a las doncellas.
En su tono de voz había algo que hizo que se apresurasen en obedecer. Ser Jorah la cogió por el brazo.
—Mi reina, los huevos de dragón no le servirán de nada a Drogo en las tierras de la noche. Es mejor venderlos en Asshai. Vended uno y podréis comprar un barco para volver a las Ciudades Libres. Vended los tres y seréis una mujer rica el resto de vuestra vida.
—No me los entregaron para que los vendiera —replicó Dany.
Ella misma trepó a la pira para colocar los huevos en torno a su sol y estrellas. El negro, junto al corazón, bajo el brazo. El verde, junto a la cabeza, rodeado por su trenza. El de color crema y oro, abajo, entre las piernas. Dany lo besó por última vez, y sintió el dulzor del aceite en los labios.
Al bajarse de la pira, advirtió que Mirri Maz Duur la miraba.
—Estás loca —le dijo con voz ronca la esposa de dios.
—¿Tan lejos anda la locura de la sabiduría? —preguntó Dany—. Ser Jorah, traed a la
maegi
, atadla a la pira.
—¿A la...? Mi reina, no, escuchadme...
—Haced lo que digo. —El caballero siguió titubeando, hasta que la rabia de Dany estalló—. Jurasteis obedecerme, pasara lo que pasara. Rakharo, ayúdalo.
La esposa de dios no gritó cuando la arrastraron hasta la pira de Khal Drogo y la ataron entre sus tesoros. La propia Dany le vertió el aceite sobre la cabeza.
—Tengo que darte las gracias, Mirri Maz Duur —dijo—, por las lecciones que me has enseñado.
—No me oirás gritar —replicó la mujer, mientras el aceite le goteaba del pelo y le empapaba la ropa.
—Sí te oiré —dijo Dany—. Pero no me interesan tus gritos; sólo tu vida. Recuerdo qué me dijiste. Sólo la muerte puede pagar el precio de la vida.
Mirri Maz Duur abrió la boca, pero no dijo nada. Al alejarse, Dany vio que en los ojos negros de la
maegi
ya no había desprecio, sino algo muy parecido al miedo. Ya no quedaba nada que hacer, excepto presenciar la puesta del sol y esperar a que brillara la primera estrella.
Cuando muere un señor de los caballos, se mata también a su caballo para que cabalgue orgulloso hacia las tierras de la noche. Los cadáveres se queman bajo el cielo, y el
khal
se eleva en su corcel llameante para ocupar su lugar entre las estrellas. Cuanto más haya ardido el hombre en su vida, más brillante será su estrella en la oscuridad.
Jhogo fue el primero en verla.
—Allí —dijo en un susurro.
Dany alzó la vista y la vio, muy baja en el cielo del este. La primera estrella de la noche era un cometa, un cometa rojo. Rojo sangre, rojo fuego, con cola de dragón. Era la señal más poderosa que podía imaginar.
Cogió la antorcha de la mano de Aggo y la lanzó entre los troncos. El aceite se prendió al instante y un segundo después empezaron a arder las ramitas y las hojas secas. Las diminutas llamas treparon por la madera como veloces ratones rojos, se deslizaron por el aceite y saltaron de la corteza a las ramas y a la hojarasca. Una bocanada de calor le sopló contra el rostro, suave y repentina como el aliento de un amante, pero enseguida se hizo insoportable. Dany retrocedió un paso. La madera crujió y crujió. Mirri Maz Duur empezó a entonar un cántico con voz aguda, ululante. Las llamas giraban y bailaban, se extendían por la plataforma. El ocaso se estremeció; el aire mismo pareció licuarse ante el calor. Dany oyó el chisporroteo de la leña. El fuego reptó sobre Mirri Maz Duur. Su canción se hizo más alta, más aguda... y de pronto la mujer jadeó una vez, dos, y el cántico se convirtió en un aullido estremecedor, cargado de sufrimiento.
Y las llamas llegaron a su Drogo, y lo envolvieron. Las ropas se prendieron, y durante un instante el
khal
quedó envuelto en jirones de seda anaranjada y tentáculos de humo, grises y aceitosos. Dany entreabrió los labios; descubrió que estaba conteniendo el aliento. Una parte de ella quería ir con Drogo, tal como había temido Ser Jorah, precipitarse entre las llamas, suplicarle su perdón y acogerlo en su interior por última vez mientras el fuego fundía la carne sobre los huesos y los unía para siempre.
Le llegó el olor de la carne quemada; no era tan diferente del de la carne de caballo al asarse en la hoguera. La pira rugió en el ocaso cada vez más cerrado, como una bestia inmensa que ahogara los gritos débiles de Mirri Maz Duur y lanzara al aire lenguas de llamas que lamían el vientre de la noche. El humo se hizo más espeso, y los dothrakis retrocedieron entre toses. Las llamaradas desplegaban sus estandartes anaranjados en aquel viento infernal, los leños siseaban y crujían, y las brasas se alzaban en el humo y flotaban hacia la oscuridad como luciérnagas recién nacidas. El calor batió el aire con grandes alas rojas y los dothrakis retrocedieron aún más, incluso Mormont dio un paso atrás, pero Dany no se movió. Era de la sangre del dragón, el fuego estaba en su interior.
Dany dio un paso hacia el fuego, y se dio cuenta de que había presentido la verdad desde hacía mucho tiempo, pero el brasero no había sido suficiente. Las llamas bailaban ante ella como las mujeres que habían danzado el día de su boda: giraban, cantaban, movían sus velos amarillos, naranjas y rojos, temibles pero hermosas, muy hermosas, con la vida del calor. Dany les abrió los brazos; su piel se sonrojó, brilló.
«Esto también es una boda», pensó. Mirri Maz Duur ya no gritaba. La esposa del dios la consideraba una niña, pero los niños crecen, y los niños aprenden.
Un paso más, y Dany sintió el calor de la arena en las plantas de los pies, incluso a pesar de las sandalias. El sudor le corría por los muslos, entre los pechos, y se deslizaba por sus mejillas, donde antes había habido lágrimas. Ser Jorah gritaba a su espalda, pero ya no le importaba; lo único que importaba era el fuego. Las llamas eran hermosas; eran lo más bello que había visto jamás; cada una de ellas parecía una hechicera con túnica amarilla, naranja y roja, cada una con su capa de humo. Vio leones de fuego rojo, y grandes serpientes amarillas, y unicornios de color azul pálido; vio peces, zorros, monstruos, lobos y pájaros brillantes, y árboles en flor, cada uno más bello que el anterior. Y vio un caballo, un gran semental gris de humo; sus crines eran un halo de llama azulada.
«Sí, mi amor, mi sol y estrellas, sí, monta, cabalga ya.»
El chaleco empezaba a humear, de manera que Dany se lo quitó y lo dejó caer al suelo. El cuero pintado ardió, mientras ella seguía avanzando hacia el fuego, con los pechos desnudos iluminados por las llamas e hilillos de leche fluyendo de los pezones rojos e hinchados.
«Ahora —se dijo—. Ahora.» Por un momento vio a Khal Drogo ante ella, a lomos de su semental de humo, con un látigo de fuego en la mano. Él sonrió, y lo hizo restallar siseante contra la pira.
Oyó un crujido, el sonido de la piedra al quebrarse. La plataforma de madera, hierbas y hojas se estremeció y empezó a derrumbarse. Le cayeron encima brasas y cenizas, como una lluvia. Y también algo más, algo que rodó hasta ella y fue a detenerse a sus pies: un trozo de roca redondeada, color crema con vetas de oro, humeante. El rugido llenó el mundo, pero, entre la lluvia de fuego, Dany alcanzó a oír los gritos maravillados de mujeres y niños.
«Sólo la muerte puede pagar el precio de la vida.»
Se oyó un segundo crujido, seco y retumbante como un trueno, y el humo giró a su alrededor mientras la pira se hundía. Los leños estallaron a medida que el fuego tocaba sus corazones secretos. Oyó los relinchos de los caballos asustados, las voces de los dothrakis llenas de terror, y a Ser Jorah gritando su nombre y maldiciendo.
«No —hubiera querido decirle—, no, mi buen caballero, no temáis por mí. El fuego es mío. Soy Daenerys de la Tormenta, nacida de dragones, esposa de dragones, madre de dragones, ¿no lo veis? ¿No lo veis?» Con una erupción de humo y llamas que se elevaron treinta codos hacia el cielo, la pira se derrumbó y cayó sobre ella. Dany, sin el menor temor, avanzó por la tormenta de fuego, llamando a sus hijos.