La luz de la luna se derramaba sobre las colinas mientras Jon recorría los recovecos del camino Real. Tenía que alejarse lo máximo posible del Muro antes de que se dieran cuenta de que se había marchado. Al amanecer, se apartaría del camino y cabalgaría a campo traviesa, entre prados, arbustos y arroyos, para evitar a los perseguidores. Pero de momento la velocidad tenía más valor que la discreción. No era como si no pudieran imaginar hacia dónde se dirigía.
El Viejo Oso estaba acostumbrado a levantarse con las primeras luces del alba, de manera que Jon tenía hasta el amanecer para poner tantas leguas como pudiera entre él y el Muro... siempre que Sam Tarly no lo traicionara. El muchacho gordo era obediente, y se amedrentaba con facilidad, pero quería a Jon como a un hermano. Si lo interrogaban, diría la verdad, no le cabía duda, pero no se lo imaginaba enfrentándose a los guardias de la Torre del Rey para despertar a Mormont.
Al ver que Jon no acudía para recoger en la cocina el desayuno del Viejo Oso, irían a buscarlo a su celda, y se encontrarían a
Garra
encima de la cama. Le había costado mucho dejarla allí, pero no había perdido el sentido del honor hasta el punto de llevársela. Ni siquiera Jorah Mormont había hecho semejante cosa cuando huyó deshonrado. Sin duda, Lord Mormont encontraría a alguien más digno de tal espada. Al pensar en el anciano, Jon se sentía muy mal. Sabía que su deserción sería como un puñado de sal sobre la herida aún abierta de la deshonra de su hijo. No podía haber peor manera de pagarle su confianza, pero era inevitable. Hiciera lo que hiciera, Jon sentía que estaba traicionando a alguien.
Ni siquiera en aquel momento estaba seguro de hacer lo más honorable. Para los sureños era más sencillo. Podían hablar con sus septones; alguien les decía cuál era la voluntad de los dioses y los ayudaba a distinguir el bien del mal. Pero los Stark adoraban a los antiguos dioses, los dioses sin nombre, y quizá los árboles corazón escucharan, pero no hablaban.
Cuando las luces del Castillo Negro se perdieron de vista, Jon se permitió aminorar la marcha. Le quedaba un largo camino por delante, y sólo disponía de un caballo. En las aldeas y granjas podría cambiar la yegua por un caballo descansado, pero no si estaba herida o reventada.
También tendría que buscarse ropas nuevas; mejor dicho, robarlas. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza: botas altas de montar, polainas de tejido basto, túnica, chaleco de cuero, capa gruesa de lana... Hasta la espada larga y la daga iban en vainas de piel de topo negro, y la cota de mallas que llevaba colgada de la silla era negra. Si lo apresaban, cualquiera de aquellas prendas supondría su muerte. Los pueblos y aldeas al norte del Cuello recibían con desconfianza a cualquier forastero vestido de negro, y pronto habría hombres persiguiéndolo. Jon sabía que, cuando los cuervos del maestre Aemon emprendieran el vuelo, no habría refugio para él. Ni siquiera en Invernalia. Bran querría dejarlo entrar, pero el maestre Luwin era más sabio. Atrancaría las puertas y le negaría la entrada, como debía ser. Era mejor no pasar por allí.
Pero, en su mente, veía claro y diáfano el castillo, como si hubiera salido de él el día anterior: las altas murallas de granito; el salón principal, con los olores del humo, los perros y la carne asada; las habitaciones de su padre; la habitación de la torre que había sido su dormitorio... Una parte de él deseaba más que nada en el mundo volver a oír la risa de Bran, comer una de las empanadas de carne de Gage, y oír los cuentos de la Vieja Tata sobre los hijos del bosque y Florian el Bufón.
Pero no había huido del Muro para eso. Se había marchado porque era hijo de su padre y hermano de Robb. Una espada regalada, aunque fuera tan bella como
Garra
, no hacía de él un Mormont. Tampoco era Aemon Targaryen. El anciano había tenido que decidir en tres ocasiones, y en tres ocasiones había optado por el honor, pero había sido su decisión. Ni siquiera en aquellos momentos sabía Jon si el maestre se había quedado porque era débil y cobarde, o porque era fuerte y honorable. Pero comprendía lo que le había contado sobre el dolor de elegir. Lo comprendía demasiado bien.
Tyrion Lannister aseguraba que la mayoría de los hombres prefería negar una verdad dolorosa antes que enfrentarse a ella, pero Jon estaba harto de negar cosas. Era quien era: Jon Nieve, bastardo y fugitivo, sin madre, sin amigos, perseguido. Durante el resto de su vida, durase lo que durase, sería un forajido, un hombre silencioso que se ampararía en las sombras sin atreverse a pronunciar su verdadero nombre. En los Siete Reinos, fuera a donde fuese, tendría que vivir en la mentira, o cada hombre sería su enemigo. Pero eso no importaba; nada importaba, siempre que viviera lo suficiente para ocupar el lugar que le correspondía al lado de su hermano, y ayudara a vengar a su padre.
Recordó a Robb tal como lo había visto por última vez, de pie en el patio, con la nieve derritiéndosele sobre el cabello castaño cobrizo. Jon tendría que acercarse a él en secreto, disfrazado. Trató de imaginar la cara que pondría Robb cuando le descubriera su personalidad. Su hermano sacudiría la cabeza, y sonreiría, y le diría... le diría...
No conseguía visualizar la sonrisa. Por mucho que lo intentaba, no la veía. En cambio, recordaba al desertor que su padre había decapitado el día que encontraron los lobos huargos. «Pronunciaste un juramento —le había dicho Lord Eddard—. Hiciste votos ante tus hermanos, ante los antiguos dioses y ante los nuevos.» Desmond y Tom
el Gordo
arrastraron al hombre hasta el tocón. Bran tenía los ojos abiertos como platos, y Jon tuvo que recordarle que controlara su poni. Recordaba la expresión en la cara de su padre cuando Theon Greyjoy le tendió a
Hielo
; la lluvia de sangre sobre la nieve; la manera en que Theon había pateado la cabeza cuando llegó rodando a sus pies.
Se preguntó qué habría hecho Lord Eddard si el desertor hubiera sido su hermano Benjen, en vez de aquel desconocido harapiento. ¿Habrían cambiado las cosas? Seguro que sí, sin duda, sin duda... Y Robb le daría la bienvenida, desde luego. Era necesario. Si no...
No quería ni siquiera pensarlo. El dolor le palpitó en lo más profundo de los dedos cuando agarró las riendas. Picó espuelas y salió al galope camino Real abajo, como para escapar de sus dudas. Jon no temía a la muerte, pero no quería morir de aquella manera, maniatado y decapitado como un vulgar criminal. Si había de perecer, que fuera con una espada en la mano, luchando contra los asesinos de su padre. No era un Stark, nunca lo sería... pero podía morir como un Stark. Que los hombres dijeran que Eddard Stark había engendrado cuatro hijos, no tres.
Fantasma
se mantuvo a su altura durante ochocientos pasos, con la lengua roja colgando entre los dientes. Hombre y caballo bajaron la cabeza cuando Jon pidió al animal más velocidad. Pero el lobo aminoró la marcha y se detuvo: los ojos le brillaban rojos a la luz de la luna. Se quedó atrás y desapareció, pero Jon sabía que lo seguiría a su ritmo.
Entre los árboles, más adelante, a ambos lados del camino, brillaban algunas luces dispersas: Villa Topo. Un perro empezó a ladrar, y oyó a una mula en los establos, pero aparte de eso el pueblo estaba en silencio. Aquí y allá, el brillo de los fuegos en las chimeneas salía por las hendiduras de los postigos de las ventanas, pero sólo en unos pocos puntos.
Villa Topo era más grande de lo que parecía, porque tres cuartas partes del pueblo estaban bajo tierra, en sótanos profundos y cálidos conectados por un laberinto de túneles. Hasta el prostíbulo estaba allí abajo; en la superficie no había más que una choza del tamaño de una letrina, con una lámpara roja colgada de la puerta. En el Muro, los hombres llamaban a aquellas prostitutas «tesoros enterrados». ¿Cuántos de sus hermanos negros estarían allí aquella noche, explotando la mina? Eso también iba contra el juramento, pero por lo visto, a nadie le importaba.
Hasta que no pasó de largo del pueblo, Jon no volvió a aminorar la marcha. Tanto él como la yegua estaban ya empapados de sudor. Desmontó, tiritando; la mano quemada le dolía mucho. Bajo los árboles había una zona con nieve derritiéndose, que brillaba a la luz de la luna, mientras el agua goteaba para formar pequeños charcos. Jon se acuclilló, juntó las manos y cogió un puñado. Estaba fría como el hielo. Bebió y se lavó la cara hasta que sintió como agujas en las mejillas. Los dedos le palpitaban más que desde hacía muchos días, y también notaba un latido sordo en la cabeza.
«Estoy haciendo lo correcto —se dijo—. Entonces, ¿por qué me siento tan mal?»
La yegua parecía cansada, de manera que Jon la cogió por las riendas y avanzó un rato a pie. El camino era tan estrecho que dos hombres a caballo no habrían podido pasar a la vez más que con muchas dificultades, y estaba salpicado de piedras y cortado por diminutos arroyos. Montar al galope había sido una verdadera tontería; había corrido el riesgo de romperse el cuello. Jon se preguntó por qué se habría comportado así. ¿Tanta prisa tenía por morir?
A lo lejos, entre los árboles, el grito distante de algún animal asustado le hizo levantar la vista. La yegua relinchó, nerviosa. ¿Habría cazado ya el lobo? Se puso las manos en torno a la boca.
—
¡Fantasma!
—gritó—. ¡
Fantasma
, conmigo!
No obtuvo más respuesta que un batir de alas tras él, cuando un búho alzó el vuelo.
Jon siguió la marcha con el ceño fruncido. Tiró de la yegua durante media hora, hasta que el sudor del animal se secó.
Fantasma
no apareció. Jon montó y cabalgó de nuevo, pero la desaparición del lobo lo preocupaba.
—
¡Fantasma!
—llamó de nuevo—. ¿Dónde estás? ¡Conmigo!
¡Fantasma!
En los bosques no había animal que pudiera asustar a un lobo huargo, ni siquiera a uno que no había alcanzado el tamaño de la madurez, a excepción de... No,
Fantasma
era demasiado listo para atacar a un oso. Y si hubiera por allí alguna manada de lobos, Jon ya habría oído los aullidos.
Decidió hacer una parada para comer; así se le asentaría el estómago, y
Fantasma
tendría tiempo para alcanzarlo. Aún no corría peligro; el Castillo Negro seguía durmiendo. Sacó de las alforjas una galleta, un trozo de queso y una manzanita arrugada. También llevaba algo de carne salada, y un trozo de panceta ahumada que había hurtado de la cocina, pero prefería reservar la carne para el día siguiente. Cuando se le acabara, tendría que cazar, y eso lo obligaría a ir más despacio.
Jon se sentó bajo los árboles y se comió la galleta y el queso, mientras la yegua pastaba por los bordes del camino Real. Dejó la manzana para el final. Se había puesto un poco blanda, pero la pulpa era ácida y jugosa. Ya sólo le quedaba el corazón cuando oyó los sonidos: caballos, y procedentes del norte. Jon se puso en pie con rapidez y caminó hasta la yegua. ¿Podría escapar al galope? No, estaban demasiado cerca; sin duda lo oirían, y si procedían del Castillo Negro...
Tiró de las riendas de la yegua y la guió hasta situarla detrás de unos cuantos centinelas color gris verdoso.
—Tranquila —susurró, al tiempo que se acuclillaba para mirar por entre las ramas más bajas.
Si los dioses eran generosos, los jinetes pasarían de largo. Probablemente no fueran más que aldeanos de Villa Topo, o granjeros de camino hacia sus campos, aunque, ¿qué hacían allí a medianoche...?
Prestó atención al sonido de los cascos, que se acercaban cada vez más por el camino Real. A juzgar por el ruido eran al menos cinco o seis. Las voces empezaron a llegar entre los árboles.
—... ¿Seguro que ha venido por aquí?
—No podemos estar seguros.
—Por lo que sabemos, igual se ha ido hacia el este. O ha salido del camino para atajar por el bosque. Es lo que haría yo.
—¿En la oscuridad? Idiota. Te romperías el cuello al caerte del caballo, o acabarías de vuelta en el Muro cuando amaneciera.
—No es verdad. —Grenn parecía enfurruñado—. Yo cabalgaría hacia el sur. Se sabe dónde está el sur por las estrellas.
—¿Y si hubiera nubes? —preguntó Pyp.
—Entonces no cabalgaría.
—¿Sabéis dónde estaría yo en su lugar? —intervino otra voz—. En Villa Topo, buscando tesoros enterrados.
La risa chillona de Sapo retumbó entre los árboles. La yegua de Jon resopló.
—Callaos todos —dijo Halder—. Me parece que he oído algo.
—¿Por dónde? Yo no he oído nada.
Los caballos se detuvieron.
—Es que tú no oyes ni los pedos que te tiras.
—Sí que los oigo —insistió Grenn.
—¡Callaos!
Todos se quedaron en silencio, escuchando. Jon descubrió que estaba conteniendo el aliento. «Sam», pensó. No había despertado al Viejo Oso, pero tampoco se había ido a la cama, sino que había despertado a los demás chicos. Malditos fueran todos. Si llegaba el amanecer y no estaban en sus lechos, a todos los condenarían por desertores. ¿Qué se creían que hacían?
El silencio pareció prolongarse una eternidad. Desde el lugar donde estaba acuclillado, Jon alcanzaba a ver las patas de los caballos entre las ramas.
—¿Qué has oído? —preguntó Pyp al final.
—No lo sé —reconoció Halder—. Me pareció un ruido. Puede que fuera un caballo, pero...
—Aquí no hay nada.
Jon vio por el rabillo del ojo una forma blanca que se movía entre los árboles. Las hojas crujieron, y
Fantasma
salió como una centella de entre las sombras. Fue tan repentino que la yegua se sobresaltó y relinchó.
—¡Ahí! —exclamó Halder.
—¡Yo también lo he oído!
—Traidor —dijo Jon al lobo, al tiempo que montaba a caballo. Hizo girar a la yegua para escabullirse entre los árboles, pero antes de que avanzara ni cinco pasos, ya los tenía encima.
—¡Jon! —le gritó Pyp.
—¡Para! ¡No puedes escapar de todos!
—Marchaos —dijo Jon dando media vuelta mientras desenvainaba la espada—. Volved. No quiero haceros daños, pero si me obligáis...
—¿Uno contra siete? —Halder hizo una señal. Los chicos rodearon a Jon.
—¿Qué queréis de mí? —rugió el muchacho.
—Queremos llevarte de vuelta al lugar donde debes estar —replicó Pyp.
—Debo estar al lado de mi hermano.
—Ahora, nosotros somos tus hermanos —dijo Grenn.
—Si te cogen te cortarán la cabeza: ya lo sabes —intervino Sapo con una risita nerviosa—. ¡Qué estupidez, una cosa así sólo la haría el Uro!