De pronto, Bran tenía mucho miedo. No había nada que deseara más que volver por donde había llegado e ir con sus hermanos. Pero, ¿qué les diría? Comprendió que tenía que acercarse más. Tenía que ver a las personas que estaban hablando.
—Deberías pensar menos en el futuro y más en los placeres inmediatos —dijo el hombre dejando escapar un suspiro.
—¡Para ya!
Bran oyó el repentino restallido de la carne contra la carne, y luego la risa del hombre.
El chico se dio impulso hacia arriba, trepó sobre la gárgola y reptó por el tejado. Aquél era el camino fácil. Avanzó por el tejado hasta la siguiente gárgola, que estaba justo sobre la habitación donde discutía la pareja.
—Esta charla empieza a aburrirme, hermana —dijo él—. Ven aquí y cállate un rato.
Bran se sentó a horcajadas sobre la gárgola, se aferró con fuerza con las piernas y se dejó caer cabeza abajo. Quedó colgado por las piernas y, poco a poco, estiró el cuello hacia la ventana. El mundo era muy extraño visto del revés. El patio parecía deslizarse suavemente bajo él, con las piedras húmedas de nieve fundida.
Bran miró por la ventana.
Dentro de la habitación había un hombre y una mujer que se peleaban. Ambos estaban desnudos. Bran no alcanzaba a divisar quiénes eran. El hombre le daba la espalda, y su cuerpo ocultaba a la mujer a la que empujaba contra la pared.
Se oían ruidos suaves, húmedos. Bran se dio cuenta de que se estaban besando. Los observó con los ojos abiertos de par en par, aterrado, sin atreverse siquiera a respirar. El hombre había puesto una mano entre los muslos de la mujer y le debía de estar haciendo daño, porque ella empezó a gemir.
—Para —decía—. Basta, basta... Oh, por favor...
Pero la voz era baja y débil, y en vez de empujarlo para obligarlo a alejarse, hundió las manos en el pelo del hombre, aquel pelo rubio enmarañado, y le obligó a bajar el rostro hacia su pecho.
Bran vio la cara de la mujer. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, gemía. Se le mecía la cabellera dorada mientras movía la cabeza adelante y atrás, pero aun así reconoció a la Reina.
Debió de dejar escapar algún sonido. De pronto, la mujer abrió los ojos y lo miró directamente. Lanzó un grito.
Todo sucedió de repente. La mujer apartó a un lado al hombre de un empujón mientras gritaba y señalaba, enloquecida. Bran intentó auparse de nuevo a la gárgola. Iba demasiado deprisa. Rozó inútilmente la piedra suave con la mano y, en medio del pánico, se le deslizaron las piernas y cayó. Hubo un instante de vértigo, una sacudida estremecedora cuando la ventana pasó junto a él. Estiró una mano, se agarró a la cornisa, se resbaló, estiró la otra y consiguió aferrarse. Quedó colgando contra la pared del edificio. El impacto lo había dejado sin aliento. Bran se quedó suspendido de un brazo, jadeante.
En la ventana, sobre él, aparecieron dos rostros.
La Reina. Y ahora Bran reconocía también al hombre que estaba a su lado. Se le parecía tanto como si fuera su imagen especular.
—Nos ha visto —dijo la mujer con voz chillona.
—Eso parece —asintió el hombre.
Los dedos de Bran empezaron a resbalar. Se aferró a la cornisa con la otra mano. Hincó las uñas en la piedra. El hombre le tendió el brazo.
—Dame la mano —dijo—. Te vas a caer. —Bran se aferró al brazo con todas sus fuerzas.
El hombre lo izó hasta la cornisa.
—¿Qué haces? —le gritó la mujer.
El hombre no hizo caso. Era muy fuerte. Subió a Bran hasta el alféizar de la ventana.
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Siete —dijo Bran, temblando de alivio. Sus dedos habían dejado marcas profundas en el antebrazo del hombre. Se soltó mansamente.
—Qué cosas hago por amor —dijo con desprecio el hombre mirando a la mujer.
Dio un empujón a Bran.
Bran, gritando, se precipitó al vacío. No había nada a lo que agarrarse. El patio ascendió a su encuentro.
A lo lejos, un lobo empezó a aullar. Los cuervos volaban en círculo en torno a la torre rota, esperando su maíz.
En algún punto del gran laberinto de piedra que era Invernalia, un lobo aullaba. El sonido ondeaba en el castillo como una bandera de luto.
Tyrion Lannister alzó la vista de los libros y se estremeció, aunque la biblioteca era cálida y acogedora. El aullido de un lobo tenía una cualidad que arrancaba al hombre de su lugar y su tiempo, y lo abandonaba en un bosque oscuro de la mente, corriendo desnudo ante la manada.
El lobo aulló de nuevo, y Tyrion cerró el pesado libro con cubiertas de cuero que había estado leyendo, un tratado de hacía un siglo acerca del cambio de las estaciones, escrito por un maestre que llevaba mucho tiempo muerto. Ocultó un bostezo con el dorso de la mano. La lamparilla parpadeaba, estaba a punto de quedarse sin aceite, y la luz del amanecer empezaba a filtrarse por las altas ventanas. Se había pasado la noche leyendo, pero no era ninguna novedad. Tyrion Lannister no era de los que necesitan mucho sueño.
Al bajarse del banco se dio cuenta de que tenía las piernas rígidas y doloridas. Se las masajeó para activar la circulación, y cojeó hacia la mesa sobre la que el septon roncaba suavemente con la cabeza apoyada en el libro abierto ante él. Tyrion leyó el título. Una biografía del Gran Maestre Aethelmure; aquello lo explicaba todo.
—Chayle —llamó con suavidad.
El joven alzó la cabeza bruscamente y parpadeó, confuso. Llevaba una cadena de plata en el cuello de la que colgaba el cristal de su orden.
—Voy a ver qué desayuno. Encárgate de volver a poner los libros en los estantes. Ten cuidado con los pergaminos valyrios, están muy secos. El
Máquinas de guerra
de Ayrmidon es muy poco común, tienes el único ejemplar completo que he visto en mi vida.
Chayle, todavía medio dormido, lo miró con asombro. Tyrion le repitió las instrucciones pacientemente, dio una palmadita en el hombro al septon y lo dejó dedicado a sus quehaceres.
Una vez fuera Tyrion inspiró una bocanada del fresco aire matutino e inició el laborioso descenso por los empinados peldaños de la escalera de piedra que se enroscaba por el exterior de la torre de la biblioteca. Iba muy despacio; los peldaños eran altos y estrechos, mientras que él tenía las piernas cortas y torcidas. El sol naciente aún no había despejado las sombras de los muros de Invernalia, pero los hombres ya estaban trabajando en el patio. Le llegó la voz áspera de Sandor Clegane.
—Lo que le está costando morir a ese crío. Ya se podría dar más prisa.
Tyrion miró abajo y vio al Perro de pie junto a Joffrey, rodeados ambos por un enjambre de escuderos.
—Por lo menos se muere sin hacer ruido —dijo el príncipe—. El que arma escándalo es el lobo. Esta noche casi no he podido dormir.
Clegane proyectaba una sombra alargada sobre la tierra dura mientras su escudero le ponía el yelmo.
—Si lo deseas puedo silenciar a esa bestia —dijo a través del visor abierto.
El escudero le puso la espada larga en la mano. Clegane la sopesó y la probó blandiéndola en el aire frío de la mañana. A su espalda el patio resonaba con el estrépito del acero contra el acero.
—¡Enviaré un perro para matar a otro perro! —exclamó el príncipe; parecía divertirle enormemente la idea—. Son una auténtica plaga en Invernalia, los Stark no lo notarán si les falta uno.
—Lamento no estar de acuerdo, sobrino —dijo Tyrion después de saltar del último peldaño al patio—. Los Stark saben contar hasta seis, a diferencia de algunos príncipes que conozco.
Joffrey tuvo la decencia de sonrojarse.
—Una voz que surge de la nada —dijo Sandor. Escudriñó por la abertura del yelmo, mirando a un lado y a otro—. ¡Espíritus del aire, sin duda!
El príncipe se echó a reír, como siempre que su guardaespaldas se embarcaba en aquella payasada. Tyrion ya estaba acostumbrado.
—Aquí abajo.
—Vaya, si es el diminuto Lord Tyrion —dijo el hombrón tras bajar la vista al suelo, y fingir que advertía en aquel momento su presencia—. Perdonadme, no os había visto.
—Hoy no estoy de humor para aguantar tu insolencia. —Tyrion se volvió hacia su sobrino—. Joffrey, ya deberías haber visitado a Lord Eddard y a su esposa para presentarles tus respetos en las dolorosas circunstancias que atraviesan.
—¿De qué les van a servir mis respetos? —Joffrey era petulante como sólo puede serlo un príncipe niño.
—De nada —replicó Tyrion—. Pero es lo que debes hacer. Tu ausencia ha sido muy comentada.
—El hijo de los Stark no me importa lo más mínimo —dijo Joffrey—. Y no soporto los lloriqueos de las mujeres.
Tyrion Lannister alzó el brazo y abofeteó a su sobrino con fuerza. La mejilla del chico se puso roja.
—Una palabra más y te doy otra vez.
—¡Se lo voy a contar a mi madre! —exclamó Joffrey.
Tyrion lo abofeteó de nuevo. Las dos mejillas se pusieron del mismo color.
—Cuéntaselo a tu madre —dijo Tyrion—. Pero antes ve a ver a Lord y Lady Stark, arrodíllate ante ellos, diles lo triste que es todo esto, que estás a su servicio para cualquier cosa que puedas hacer por ellos o por su familia en este momento de dolor, y que los tienes siempre presentes en tus oraciones. ¿Entendido? ¿Entendido?
El chico parecía a punto de echarse a llorar, pero se las arregló para asentir débilmente. Se dio media vuelta y salió corriendo por el patio, con la mano en la mejilla. Tyrion lo observó alejarse a toda velocidad.
Se le ensombreció el rostro. Se giró y se topó con Clegane, que se alzaba ante él tan imponente como una montaña. Su armadura negra como el carbón tapaba el sol. Se había bajado el visor del yelmo, que reproducía la cara enfurecida de un sabueso negro; daba miedo mirarlo. Pero a Tyrion siempre le había parecido que tenía mejor aspecto que la cara terriblemente quemada de Clegane.
—El príncipe recordará lo que habéis hecho, diminuto señor —le advirtió el Perro. El yelmo convertía su risa en un retumbar cavernoso.
—Eso espero —replicó Tyrion Lannister—. Y si se olvida, su perrito se lo recordará, ¿verdad? —Miró a su alrededor—. ¿Sabes dónde está mi hermano?
—Desayunando con la Reina.
—Ah —dijo Tyrion.
Dedicó un saludo automático a Clegane y se alejó silbando, a toda la velocidad que le permitían sus piernas atrofiadas. Sentía compasión por el primer caballero que pusiera a prueba la paciencia del Perro aquel día. Tenía muy mal genio.
El desayuno que servían en la sala matutina de la Casa de Invitados era frío y triste. Jaime estaba sentado a la mesa con Cersei y los niños, y todos hablaban en voz baja.
—¿Todavía no se ha levantado Robert? —preguntó Tyrion mientras tomaba asiento sin esperar a que lo invitaran.
—El Rey no se ha acostado —dijo su hermana. Lo miraba con la misma expresión de leve disgusto que le había dedicado desde el día en que nació—. Está con Lord Eddard. Se ha tomado muy a pecho su dolor.
—Nuestro Robert tiene un gran corazón —comentó Jaime con sonrisa desganada.
No eran muchas las cosas que Jaime se tomaba en serio. Tyrion, que conocía a su hermano, lo sabía y se lo perdonaba. Durante los largos y terribles años de su infancia, el único que alguna vez le había mostrado cierto afecto y respeto había sido Jaime, y por ello Tyrion estaba dispuesto a perdonarle casi cualquier cosa.
Un criado se aproximó a la mesa.
—Pan —pidió Tyrion—, y un par de pescaditos de esos, y una jarra de cerveza negra para pasarlo todo. Ah, y un poco de panceta, tostada hasta que cruja.
El hombre hizo una reverencia y se alejó. Tyrion se volvió de nuevo hacia sus hermanos. Eran gemelos, hombre y mujer, y aquella mañana parecían una copia uno del otro. Los dos se habían vestido de un tono verde que les hacía juego con los ojos. Los cabellos rizados de ambos les caían sobre los hombros, y se adornaban muñecas, dedos y cuellos con joyas de oro.
Tyrion se preguntó durante un momento cómo sería tener un hermano gemelo, y pensó que prefería no saberlo. Ya era bastante duro enfrentarse a sí mismo cada mañana en el espejo. La sola idea de ver a alguien como él era aterradora.
—¿Sabes algo de Bran, tío? —preguntó el príncipe Tommen.
—Anoche pasé por la habitación del enfermo —dijo Tyrion—. No ha habido ningún cambio. El maestre cree que es una buena señal.
—No quiero que Branden se muera —dijo Tommen con timidez.
Era un chiquillo encantador, en nada se parecía a su hermano. Pero Jaime y Tyrion tampoco eran precisamente idénticos.
—Lord Eddard tenía un hermano que también se llamaba Brandon —caviló Jaime—. Fue uno de los rehenes asesinados por Targaryen. Por lo visto, ese nombre trae mala suerte.
—No tan mala, no tan mala —dijo Tyrion.
El criado le trajo su plato. Arrancó con los dedos un pedazo de pan moreno, mientras Cersei lo miraba con cautela.
—¿Qué quieres decir?
—Que los buenos deseos de Tommen pueden hacerse realidad —dijo Tyrion dedicándole una sonrisa malévola—. El maestre dice que el niño tiene posibilidades de sobrevivir.
Myrcella dejó escapar una exclamación de alegría y Tommen sonrió, nervioso, pero Tyrion no estaba mirando a los niños. La mirada que Jaime y Cersei se cruzaron no duró más que un segundo, y pese a ello a Tyrion no le pasó inadvertida. Luego su hermana clavó la vista en la mesa.
—No es ninguna bendición. Los dioses del norte son crueles al permitir que el niño padezca un dolor tan intenso durante tanto tiempo.
—¿Qué dijo exactamente el maestre? —quiso saber Jaime.
La panceta crujía al morderla. Tyrion la masticó un instante, pensativo.
—Cree que si el niño fuera a morir, ya habría muerto —dijo finalmente—. Han pasado cuatro días sin novedad.
—¿Se va a poner bueno Bran, tío? —preguntó la pequeña Myrcella.
Tenía toda la belleza de su madre, y un corazón muy diferente.
—Tiene la espalda rota, pequeña —dijo Tyrion—. Al caer se rompió también las piernas. Lo mantienen vivo a base de miel y agua, de lo contrario habría muerto de hambre. Si despierta tal vez pueda comer alimentos sólidos, pero nunca volverá a caminar.
—Si despierta —repitió Cersei—. ¿Es probable?
—Sólo los dioses lo saben —respondió Tyrion—. El maestre alberga esperanzas. —Mordió otro trozo de pan—. A ratos juraría que el lobo mantiene al chico con vida. Ese animal pasa el día y la noche al pie de su ventana, sin dejar de aullar. A veces lo echan de ahí, pero siempre vuelve. El maestre me contó que una vez cerraron la ventana para evitar el ruido, y Bran pareció debilitarse. En cuanto la abrieron, el corazón volvió a latirle con fuerza.