Juego de Tronos (17 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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—Es un regalo digno de un gran guerrero, oh sangre de mi sangre, y yo soy una simple mujer. Que los reciba en mi lugar mi señor esposo.

De manera que Khal Drogo también tuvo «regalos de novia».

Otros dothrakis le entregaron también obsequios sin fin: chinelas, joyas, anillos de plata para el cabello, cinturones de medallones, chalecos teñidos, suaves pieles, sedas, frascos de perfumes, prendedores, plumas, diminutas botellitas de cristal púrpura y una túnica tejida con las pieles de un millar de ratones.

—Un regalo principesco,
khaleesi
—dijo Illyrio acerca de esto último cuando le contaron de qué se trataba—. Trae buena suerte.

Los regalos se apilaban en torno a ella en grandes montones, más de los que podía imaginar, más de los que quería o tendría tiempo de usar en toda su vida.

Y, por último, Khal Drogo llevó ante ella su presente. Un susurro expectante se inició en el centro de la multitud cuando se alejó de Dany, un susurro que fue extendiéndose por todo el
khalasar
. Cuando regresó, los dothrakis que ya habían entregado sus regalos se apartaron para dejarle paso, y guió al caballo hasta detenerlo ante ella.

Era una yegua joven, briosa y espléndida. Dany sabía lo justo sobre caballos para comprender que no se trataba de un animal cualquiera. Tenía una cualidad especial que quitaba el aliento. Era gris como el mar del invierno, con crines que parecían humo plateado.

Extendió el brazo con gesto titubeante para acariciar el cuello del animal, pasó los dedos por la plata de sus crines. Khal Drogo dijo algo en dothraki, y el magíster Illyrio se lo tradujo.

—Dice el
khal
que es plata para la plata de vuestro cabello.

—Es preciosa —murmuró Dany.

—Es el orgullo del
khalasar
—dijo Illyrio—. La tradición manda que la
khaleesi
cabalgue a lomos de una montura digna del lugar que ocupa al lado del
khal
.

Drogo se adelantó y le rodeó la cintura con las manos. La alzó con tanta facilidad como si se tratara de una niña y la sentó en la fina silla dothraki, mucho más pequeña que aquellas a las que estaba acostumbrada. Dany titubeó un instante, insegura. Nadie le había dicho cómo debía comportarse en aquel momento.

—¿Qué hago ahora? —preguntó a Illyrio.

—Coged las riendas y cabalgad —respondió Ser Jorah Mormont—. No hace falta que os alejéis mucho.

Dany, nerviosa, se hizo con las riendas y metió los pies en los estribos. Como amazona no era demasiado buena; había pasado mucho más tiempo viajando en barcos, en carruajes y en palanquines que a caballo. Rezó para no caerse y quedar en ridículo, y dio a la yegua un ligero toque con las rodillas.

Y por primera vez en horas, olvidó el miedo. O quizá fuera por primera vez en la vida.

La yegua color gris plata tenía un trote suave como la seda; la multitud se abrió para dejarles paso, todos los ojos estaban clavados en ella. Dany se sorprendió a sí misma moviéndose mucho más deprisa de lo que había pretendido, pero era una sensación más emocionante que aterradora. La yegua cambió a un trote rápido, y Dany sonrió. Los dothrakis le abrían camino. La más leve presión de sus piernas, el menor toque de riendas, y la yegua respondía. La puso al galope, y los dothrakis empezaron a aclamarla, a reír y a gritar mientras se apartaban de su trayectoria. Al dar media vuelta para emprender el regreso, se encontró con que una hoguera ardía en su camino. Imposible desviarse a un lado o al otro, y tampoco tenía espacio para detenerse. Una osadía que jamás había sentido invadió a Daenerys, que espoleó a su montura.

La yegua plateada saltó las llamas como si tuviera alas.

—Di a Khal Drogo que me ha regalado el viento —pidió al magíster Illyrio cuando se detuvo ante él.

El obeso pentoshi se acarició la barba amarilla y repitió sus palabras en dothraki, y por primera vez Dany vio sonreír a su esposo.

El último jirón de sol desapareció tras los altos muros de Pentos en aquel momento. Dany había perdido la noción del tiempo. Khal Drogo ordenó a sus jinetes de sangre que le llevaran su caballo, un esbelto semental castaño rojizo. Mientras el
khal
lo ensillaba, Viserys se acercó a Dany, que seguía a lomos de la yegua plateada, y le clavó los dedos en la pierna.

—Haz que quede satisfecho, hermanita, o te juro que verás despertar al dragón como nunca lo has visto antes.

El miedo regresó con las palabras de su hermano. Volvió a sentirse una niña; tenía sólo trece años y estaba sola, no se sentía preparada para lo que estaba a punto de suceder.

Cabalgaron juntos mientras empezaban a aparecer las estrellas, y dejaron atrás el
khalasar
y los palacios de hierba. Khal Drogo no le dirigió la palabra; se limitó a montar su semental a paso ligero en el crepúsculo. Las campanillas de plata de su larga trenza tintineaban suavemente.

—Soy de la sangre del dragón —susurraba Dany tras él, tratando de conservar el valor—. Soy de la sangre del dragón. Soy de la sangre del dragón.

El dragón nunca tenía miedo.

Más adelante, no habría sabido decir cuánto tiempo pasó ni cuánta distancia recorrieron a caballo, pero ya había oscurecido por completo cuando se detuvieron en un prado cubierto de hierba junto a un arroyo. Drogo descabalgó y la bajó de la yegua. Dany se sentía frágil como el cristal en sus manos, y no se atrevía a confiar en sus piernas. Se quedó allí, desvalida y temblorosa con su túnica matrimonial de seda, mientras él ataba los caballos; cuando se volvió para mirarla, ella se echó a llorar.

—No —dijo Khal Drogo, que contemplaba sus lágrimas con un rostro extrañamente inexpresivo.

Alzó la mano y se las secó rudamente con un pulgar encallecido.

—Hablas la lengua común —se maravilló Dany.

—No —repitió él.

Quizá fuera la única palabra que sabía, pensó, pero al menos sabía una, más de lo que ella esperaba. Aquello hizo que se sintiera mejor en cierto modo. Drogo le rozó el cabello con suavidad, acarició con los dedos las hebras de oro blanco de su pelo, al tiempo que murmuraba algo en dothraki. Dany no comprendió qué decía, pero su tono de voz era cálido y tenía una ternura que nunca habría esperado de aquel hombre.

Le puso un dedo bajo la barbilla y le levantó la cabeza para que lo mirase a los ojos. Drogo se alzaba muy por encima de ella, superaba en estatura a todo el mundo. La asió suavemente por debajo de los brazos, la alzó y la sentó sobre una roca redondeada junto al arroyo. Luego se sentó en el suelo ante ella con las piernas cruzadas. Por fin sus rostros estaban a la misma altura.

—No —dijo.

—¿Es la única palabra que sabes?

Drogo no respondió. La larga trenza, muy gruesa, caía hasta el suelo junto a él. Se la echó por encima del hombro derecho y empezó a quitarse las campanillas del pelo, una a una. Tras un instante de vacilación Dany se inclinó hacia delante para ayudarlo. Cuando terminaron, Drogo hizo un gesto. Ella lo comprendió. Lentamente, con mucho cuidado, empezó a deshacerle la trenza.

Le llevó mucho tiempo. Durante los largos minutos, Drogo permaneció sentado, en silencio, observándola. Cuando hubo terminado sacudió la cabeza, y la cabellera cayó sobre su espalda como un río de oscuridad, aceitado y brillante. Dany nunca había visto una melena tan larga, tan negra, tan espesa.

Entonces le tocó el turno a él. Empezó a desvestirla.

Tenía dedos hábiles y sorprendentemente amables. Una a una le fue quitando las capas de seda, con ternura, mientras Dany permanecía inmóvil y silenciosa, mirándolo a los ojos. Cuando le dejó al descubierto los pechos menudos, no pudo contenerse: desvió la mirada y se cubrió con las manos.

—No —dijo Drogo. Le apartó las manos de los pechos suavemente, pero con firmeza, y le alzó el rostro de nuevo para que lo mirase—. No —repitió.

—No —dijo ella como un eco.

La hizo levantarse y la atrajo hacia él para quitarle la última prenda de seda. Dany notó el aire gélido de la noche sobre la piel desnuda. Se estremeció y se le puso la carne de gallina. Tenía miedo de lo que iba a suceder a continuación, pero durante unos momentos no pasó nada. Khal Drogo se sentó con las piernas cruzadas y se dedicó a mirarla, como si se bebiera su cuerpo con los ojos.

Al cabo de un rato empezó a tocarla. Primero suavemente, luego con más energía. Dany presentía la fuerza brutal de sus manos, pero en ningún momento sintió dolor. Le tomó la mano y acarició los dedos, uno a uno. Le rozó la pierna con delicadeza. Le acarició el rostro, recorrió la curva de sus orejas, le pasó un dedo por los labios. Le puso ambas manos en el pelo y se lo peinó con los dedos. Le dio la vuelta, le hizo un masaje en los hombros y deslizó un nudillo por la columna vertebral.

Pareció que transcurría una eternidad antes de que las manos del hombre llegaran por fin a sus pechos. Acarició la piel delicada hasta que la sintió erizarse. Hizo girar los pezones con los pulgares, los pellizcó suavemente y empezó a tirar de ellos, muy ligeramente al principio, luego con más insistencia, hasta que estuvieron tan erectos que empezaron a dolerle.

Sólo entonces se detuvo, y la sentó en su regazo. Dany estaba ruborizada y sin aliento, sentía el corazón desbocado en el pecho. Drogo le sostuvo el rostro con ambas manos y la miró a los ojos.

—¿No? —dijo.

Dany supo que era una pregunta. Le tomó la mano y la llevó hacia abajo, hacia la humedad entre sus muslos.

—Sí —susurró mientras guiaba el dedo del hombre hacia su interior.

EDDARD (2)

La orden le llegó una hora antes del amanecer, cuando el mundo estaba tranquilo y gris.

Alyn lo sacudió para arrancarlo bruscamente de sus sueños, y Ned, somnoliento, salió con torpeza al gélido exterior donde el sol todavía no había salido. Se encontró con su montura ya ensillada, y al rey a lomos de la suya. Robert llevaba guantes marrones y una gruesa capa de piel con capucha que le cubría las orejas, parecía un oso a caballo.

—¡Venga, Stark! —rugió—. ¡Vamos, vamos! Tenemos que discutir asuntos de estado.

—Desde luego —dijo Ned—. Pasa, Alteza.

Alyn levantó la solapa de la tienda.

—No, no, ni hablar —dijo Robert. Su aliento formaba una nube de vapor con cada palabra—. El campamento tiene oídos. Además, quiero cabalgar un poco por tus tierras.

Ned advirtió que Ser Boros y Ser Meryn aguardaban tras él con una docena de guardias. No había nada que hacer excepto frotarse los ojos hasta espantar el sueño, vestirse y montar.

Robert marcaba el ritmo de la marcha, llevaba al límite a su enorme corcel negro, y Ned galopaba junto a él tratando de mantenerse a su altura. Le gritó una pregunta mientras cabalgaban, pero el viento se llevó sus palabras y el rey no la oyó. Después de aquello Ned cabalgó en silencio. No tardaron en abandonar el camino Real para atravesar las llanuras onduladas, todavía cubiertas por la niebla. La guardia ya había quedado atrás, a distancia suficiente para no escuchar su conversación, pero Robert no aminoró la marcha.

Amaneció mientras bordeaban la cima de un risco, y el Rey se detuvo por fin. Estaban varios kilómetros al sur del grueso del grupo. Cuando Ned tiró de las riendas se encontró a Robert con el rostro sonrojado y alegre.

—Dioses —dijo entre risas—, ¡qué bien sienta salir y cabalgar como cabalga un hombre de verdad! Te lo juro, Ned, esa marcha de tortuga que llevamos vuelve loco a cualquiera. —Robert Baratheon nunca se había caracterizado por su paciencia—. Maldita casa con ruedas, no para de crujir y de chirriar, parece que suba una montaña cada vez que se encuentra un bache. ¡Te prometo que, como se le vuelva a romper un eje, la quemo! ¡Y Cersei va a pie el resto del viaje!

—Será un placer encenderte la antorcha —dijo Ned riéndose.

—¡Eres un amigo! —El Rey le palmeó el hombro—. Ganas me dan de dejarlos atrás a todos y seguir la marcha a nuestro ritmo.

—Tengo la impresión de que lo dices en serio. —En los labios de Ned bailaba una sonrisa.

—Desde luego, desde luego —respondió el rey—. ¿Qué opinas, Ned? Tú y yo solos, dos caballeros vagabundos por el camino Real, con las espadas al costado y sólo los dioses saben qué por delante... Y tal vez la hija de un granjero, o la muchacha de cualquier taberna, para calentarnos las camas por la noche.

—Ojalá fuera posible —dijo Ned—. Pero tenemos deberes, mi señor... para con el reino, para con nuestros hijos, yo para con mi señora esposa y tú para con tu reina. Ya no somos los muchachos que fuimos.

—Tú nunca has sido el muchacho que fuiste —gruñó Robert—. Una lástima. Pero hubo un tiempo... ¿cómo se llamaba aquella chica tuya? ¿Becca? No, ésa era la mía, dioses, qué bonita era, con el pelo tan negro y los ojos tan grandes y tan dulces que uno se podía ahogar en ellos. La tuya se llamaba... ¿Aleena? No. Me lo dijiste una vez. ¿Era Merryl? Ya sabes cuál digo, la madre de tu bastardo.

—Se llamaba Wylla —replicó Ned con cortesía helada—, y preferiría no hablar de ella.

—Wylla, eso. —El Rey sonrió—. Vaya mujer debía de ser para que Lord Eddard Stark dejara de lado su honor aunque fuera sólo durante una hora. Nunca me llegaste a contar cómo era...

—Ni te lo contaré. —Ned apretó los labios, furioso—. Si de veras me aprecias tanto como dices, deja el tema, Robert. Me deshonré y deshonré a Catelyn, a los ojos de los dioses y de los hombres.

—Por favor, si casi no conocías a Catelyn.

—La había tomado por esposa. Llevaba a mi hijo en el vientre.

—Eres muy duro contigo mismo, Ned. Siempre has sido igual. Maldición, ninguna mujer quiere meterse en la cama con Baelor
el Santo
. —Le dio una palmada en la rodilla—. En fin, no insistiré si te molesta tanto. Te juro que a veces te erizas de una manera... el emblema de tu Casa debería ser el puerco espín.

El sol naciente perforó con dedos de luz la niebla blanquecina del amanecer. Una vasta llanura, pelada y marrón, se extendía ante ellos, su monotonía aliviada tan sólo por algunos montículos bajos y alargados aquí y allá. Ned se los señaló al Rey.

—Los Túmulos de los primeros hombres.

—¿Nos hemos metido en un cementerio? —dijo Robert con el ceño fruncido.

—En el norte hay túmulos por doquier, Alteza —le dijo Ned—. Esta tierra es vieja.

—Y fría —gruñó Robert mientras se arrebujaba más con la capa. Los guardias habían detenido sus caballos tras ellos, al pie del risco—. Bueno, no te he traído aquí para hablar de tumbas, ni para discutir sobre tu bastardo. Anoche llegó un jinete, lo enviaba Lord Varys desde Desembarco del Rey. Mira. —El Rey se sacó un papel del cinturón y se lo entregó a Ned.

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