—No —se espantó Jon—. Yo jamás...
—¿No? ¿Nunca? —Tyrion arqueó las cejas—. Vaya, me imagino que los Stark han sido muy, pero que muy buenos contigo. Seguro que Lady Stark te trata como si fueras hijo suyo. Y en cuanto a tu hermano Robb, siempre ha sido cariñoso contigo, ¿por qué no? Él se quedará con Invernalia, y tú con el Muro. En lo que respecta a tu padre... bueno, seguro que ha tenido excelentes motivos para despacharte a la Guardia de la Noche...
—Basta ya —dijo Jon Nieve, con el rostro contraído por la rabia—. ¡La Guardia de la Noche es una vocación muy noble!
—Eres demasiado listo para creerte semejante cosa —dijo Tyrion después de reírse—. La Guardia es un pudridero para los inadaptados de todo el reino. Ya he visto cómo mirabas a Yoren y a sus pupilos. Ésos son tus nuevos hermanos, Jon Nieve, ¿te gustan? Campesinos hoscos, deudores, cazadores furtivos, violadores, ladrones y bastardos como tú. Todos acabáis en el Muro, vigilando por si aparecen grumkins, snarks y todos los monstruos con los que te asustaba tu ama de cría. Lo bueno es que los grumkins y los snarks no existen, así que como trabajo no es muy peligroso. Lo malo es que se te congelarán los huevos, pero como de todos modos no te dejan tener hijos tampoco importa mucho.
—¡Basta ya! —chilló el chico.
Dio un paso hacia adelante con los puños apretados, al borde de las lágrimas.
De pronto, sin motivo, Tyrion se sintió culpable. Se adelantó para dar al chico una palmadita en la espalda, o murmurar alguna disculpa.
No vio al lobo, no supo dónde estaba ni cómo llegó hasta él. En un momento dado estaba avanzando hacia Nieve, y al siguiente se encontraba tendido de espaldas contra el suelo de roca dura, el libro se le había caído de las manos, el impacto lo había dejado sin aliento y tenía la boca llena de tierra, sangre y hojas podridas. Cuando trató de levantarse sintió un doloroso calambre en la espalda. Se había hecho daño en la caída. Apretó los dientes frustrado, se agarró a una raíz y se incorporó. Tendió una mano hacia el chico.
—Ayúdame —pidió. Y de pronto el lobo estaba entre ellos. No gruñó. Aquel animal del infierno nunca emitía el menor sonido. Se limitó a mirarlo con sus brillantes ojos rojos y a enseñarle los colmillos, cosa que fue más que suficiente. Tyrion volvió a dejarse caer al suelo con un quejido—. Pues no me ayudes. Me quedaré aquí hasta que os vayáis.
—Pídemelo con educación. —Jon acarició el espeso pelaje blanco de
Fantasma
. Ahora sonreía.
Tyrion Lannister sintió que la rabia hervía en su interior, y la dominó a fuerza de voluntad. No era la primera vez que lo humillaban, y tampoco sería la última. Y quizá en aquella ocasión se lo merecía.
—Estaría muy agradecido si me prestaras tu ayuda, Jon —dijo con voz dócil.
—Al suelo,
Fantasma
—dijo el chico.
El lobo huargo se sentó sobre sus cuartos traseros. Los ojos rojos no se apartaron ni por un momento de Tyrion. Jon dio la vuelta para situarse tras él, le deslizó las manos por debajo de los brazos y lo levantó sin esfuerzo. Luego recogió el libro y se lo devolvió.
—¿Por qué me ha atacado? —preguntó Tyrion después de mirar de soslayo al lobo huargo y limpiarse la sangre de la boca con el dorso de la mano.
—A lo mejor ha pensado que eras un grumkin.
Tyrion le lanzó una mirada agria. Luego se echó a reír, con un bufido de diversión que le salió por la nariz sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
—Oh, dioses —dijo entre carcajadas entrecortadas—. Sí, me imagino que tengo pinta de grumkin. ¿Qué hará entonces con los snarks?
—Mejor que no lo sepas.
Jon recogió el odre y se lo tendió. Tyrion quitó el tapón, echó la cabeza hacia atrás, apretó el odre y bebió un largo trago. El vino fue como un fuego fresco que le bajó por la garganta y le calentó el estómago. Luego se lo tendió a Jon Nieve.
—¿Quieres?
—Es verdad, ¿no? —dijo el chico tras aceptarlo y beber un sorbo con cautela—. Lo que me has dicho de la Guardia de la Noche es cierto. —Tyrion asintió. Jon Nieve apretó los labios—. Pues si es así, que así sea —dijo al final.
—Muy bien, bastardo —dijo el hombre sonriéndole—. Casi todos los hombres prefieren negar la verdad antes que enfrentarse a ella.
—Casi todos —repitió Jon—. Pero no es tu caso.
—No —admitió Tyrion—. No es mi caso. Ya no acostumbro a soñar con dragones. Los dragones no existen. —Recogió las pieles de oso—. Vamos, tenemos que estar de vuelta en el campamento antes de que tu tío convoque a los abanderados.
El campamento no estaba lejos, pero el terreno era irregular y, cuando llegaron, tenía calambres en las piernas. Jon Nieve le tendió la mano para ayudarlo a salvar unas raíces protuberantes, pero Tyrion lo rechazó. Se iba a abrir camino por sus medios, como había hecho toda la vida. Aun así, se alegró de llegar al campamento. Las tiendas ya estaban alzadas contra el muro de un refugio que llevaba mucho tiempo abandonado y ahora les servía como escudo contra el viento. Los caballos estaban atendidos y la hoguera encendida. Yoren se había sentado en una piedra para despellejar una ardilla. El olor delicioso del guiso inundó las fosas nasales de Tyrion. Llegó como pudo hasta donde Morree, su criado, removía el caldero. Morree le tendió el cucharón sin decir palabra. Tyrion lo probó y se lo devolvió.
—Más pimienta —dijo.
—Ah, ya estás aquí —dijo Benjen Stark saliendo de la tienda que compartía con su sobrino—. No vuelvas a alejarte sólo, Jon. Pensé que los Otros te habían cogido.
—Fueron los grumkins —le dijo Tyrion con una carcajada.
Jon Nieve sonrió. Stark miró a Yoren, desconcertado. El viejo gruñó, se encogió de hombros y volvió a su sangrienta labor.
La ardilla dio algo de sustancia al guiso, y aquella noche lo comieron junto a la hoguera, acompañado de pan de centeno y queso duro. Tyrion pasó de mano en mano su odre de vino hasta que incluso Yoren se suavizó. Uno a uno, se fueron retirando a las tiendas para dormir, todos menos Jon Nieve, a quien había correspondido el primer turno de guardia.
Tyrion fue el último en retirarse, como siempre. Antes de entrar en la tienda que sus hombres le habían alzado se detuvo un instante y miró hacia atrás, en dirección a Jon Nieve. El chico estaba de pie junto a la hoguera, con el rostro imperturbable y tenso y la mirada fija en las llamas.
Tyrion Lannister sonrió con tristeza y fue a acostarse.
Ya habían transcurrido ocho días desde que Ned y las niñas se fueron de Invernalia cuando el maestre Luwin fue a verla de noche al cuarto de Bran, llevando con él una lamparilla y los libros de contabilidad.
—Ya es hora de que repaséis las cuentas, mi señora —dijo—. Tenéis que saber cuánto nos ha costado esta visita regia.
Catelyn contempló a Bran en el lecho y le apartó el cabello de la frente. Se dio cuenta de que le había crecido mucho. Pronto tendría que cortárselo.
—No me hace falta ver las cifras, maestre Luwin —replicó sin apartar los ojos del niño—. Ya sé lo que nos ha costado la visita. Llévate esos libros fuera de mi vista.
—Mi señora, el séquito real gozaba de un apetito muy saludable. Tenemos que reabastecer las despensas antes de...
—He dicho que os llevéis esos libros —lo interrumpió—. El mayordomo se encargará de eso.
—No tenemos mayordomo —le recordó el maestre Luwin. Catelyn pensó que era como una rata gris; no la iba a dejar escapar—. Poole se ha ido al sur para ocuparse de la casa de Lord Eddard en Desembarco del Rey.
—Ah, sí, ya lo recuerdo —asintió Catelyn, distraída.
Bran estaba muy pálido. Pensó que debería acercar más la cama a la ventana, para que le diera el sol de la mañana.
El maestre Luwin puso la lamparilla en un nicho junto a la puerta y jugueteó con el pábilo, inquieto.
—Tenéis que prestar atención de inmediato al tema de los nombramientos, mi señora. Además del mayordomo, necesitamos un capitán de los guardias para ocupar el puesto de Jory, un caballerizo...
Catelyn volvió la mirada con brusquedad y la fijó en él.
—¿Un caballerizo? —su voz restalló como un latigazo.
—Sí, mi señora. —El maestre estaba aturdido—. Hullen se marchó al sur con Lord Eddard, así que...
—Mi hijo yace en una cama, Luwin, está destrozado, se muere, ¿y quieres que me dedique a pensar en un nuevo caballerizo? ¿Crees que me importa lo que pasa en los establos? ¿Crees que me preocupa lo más mínimo? De buena gana mataría hasta el último caballo de Invernalia con mis manos si eso sirviera para que Bran abriera los ojos, ¿lo entiendes? ¿Lo entiendes?
—Sí, mi señora. —El hombre inclinó la cabeza—. Pero los nombramientos...
—Yo me encargaré de los nombramientos —dijo Robb.
Catelyn no lo había oído llegar, pero estaba en la puerta, mirándola. Con un repentino ramalazo de vergüenza se dio cuenta de que había estado gritando. ¿Qué le pasaba? Estaba agotada, y le dolía la cabeza constantemente.
El maestre Luwin miró a Catelyn; luego, a su hijo.
—He preparado una lista con todas las personas que deberíamos tener en cuenta para ocupar las vacantes —dijo al tiempo que tendía a Robb el papel que se había sacado de la manga.
El muchacho repasó los nombres. Catelyn advirtió que venía del exterior; tenía las mejillas enrojecidas por el frío y el viento le había revuelto el pelo.
—Excelentes hombres —dijo—. Mañana hablaremos de ellos. —Le devolvió la lista.
El maestre Luwin la hizo desaparecer rápidamente en la manga.
—Como digáis, mi señor.
—Ahora, déjanos solos —indicó Robb.
El hombre hizo una reverencia y salió de la estancia. Robb cerró la puerta y se volvió hacia su madre. Catelyn vio que llevaba una espada.
—¿Qué haces, madre?
Catelyn había pensado siempre que Robb se parecía a ella. Tenía la complexión de los Tully, el mismo pelo castaño, los mismos ojos azules, igual que Bran, Rickon y Sansa. Pero también en más de una ocasión había visto algo de Eddard Stark en su rostro, algo tan severo y duro como el norte.
—¿Que qué hago? —repitió asombrada—. ¿Cómo puedes preguntarme eso? ¿Tú qué crees? Estoy cuidando de tu hermano. De Bran.
—¿De verdad? No has salido de esta habitación desde que resultó herido. Ni siquiera fuiste a la entrada del castillo cuando mi padre y las chicas se fueron al sur.
—Los despedí aquí, y los vi partir por la ventana.
Había suplicado a Ned que no se fuera, no en aquel momento, y menos con lo que había pasado; la situación era completamente diferente, ¿no se daba cuenta? Fue inútil. Él le dijo que no tenía elección y decidió marcharse.
—No puedo dejarlo solo ni un momento, porque ese momento podría ser el último. Tengo que estar con él por si... por si...
Tomó la mano inerte de su hijo y entrelazó los dedos con los suyos. Era una mano tan frágil y enflaquecida, tan débil... pero, pese a todo, aún se notaba el calor de la vida a través de la piel.
—No se va a morir, Madre. —El tono de Robb se había suavizado—. El maestre Luwin dice que el peligro de muerte ha pasado.
—¿Y si el maestre Luwin está equivocado? ¿Y si Bran me necesita y yo no estoy aquí?
—Rickon te necesita —replicó Robb bruscamente—. Sólo tiene tres años, no entiende qué está pasando. Cree que todos lo han abandonado y me sigue todo el día, se me agarra a la pierna y no para de llorar. No sé qué hacer con él. —Hizo una pausa y se mordisqueó el labio inferior, un gesto que le había visto cuando era pequeño—. Y yo también te necesito, Madre. Lo intento, pero no puedo... no puedo hacerlo todo yo solo.
El repentino arrebato de emoción le quebró la voz, y Catelyn recordó que sólo tenía catorce años. Quiso levantarse, correr a él y abrazarlo, pero Bran la tenía agarrada por la mano y no pudo moverse.
En el exterior de la torre un lobo empezó a aullar. Catelyn se estremeció.
—Es el de Bran. —Robb abrió la ventana para que el aire de la noche entrara en la habitación de la torre, tan mal ventilada. El aullido se oyó con más fuerza. Era un sonido frío y solitario, lleno de melancolía y desesperación.
—No, no —dijo ella—. Bran necesita calor.
—Lo que necesita es oírlos cantar —dijo Robb. En algún lugar de Invernalia un segundo lobo empezó a aullar a coro con el primero, y luego un tercero, más cerca—.
Peludo
y
Viento Gris
—añadió Robb mientras sus voces subían y bajaban al unísono—. Si prestas atención, se nota la diferencia.
Catelyn estaba temblando. Era la pena, era el dolor, era el aullido de los lobos huargo. Noche tras noche, los aullidos, el viento gélido y el castillo tan gris y tan vacío, siempre igual, siempre igual, y su niño tendido allí destrozado, el más dulce y cariñoso de sus hijos, el más encantador, Bran, que adoraba reír y trepar y soñaba con ser caballero, ahora todo eso se había acabado, nunca volvería a oír su risa. Sollozó, soltó la mano del niño y se tapó los oídos para protegerse de aquellos aullidos espantosos.
—¡Haz que se callen! —gritó—. No lo soporto, que se callen, que se callen, que se callen... ¡Mátalos, lo que sea, pero hazlos callar!
No recordaba haber caído al suelo, pero Robb la tuvo que levantar y sostenerla con brazos fuertes.
—No tengas miedo, Madre. Jamás le harían daño. —La ayudó a llegar hasta el catre que estaba en un rincón de la habitación—. Cierra los ojos —le dijo con cariño—. Descansa. El maestre Luwin dice que apenas has dormido desde la caída de Bran.
—No puedo —sollozó ella—. Que los dioses me perdonen, Robb, no puedo, ¿y si se muere mientras duermo, y si se muere, y si se muere...? —Los lobos seguían aullando. Catelyn gritó y volvió a taparse los oídos—. ¡Por los dioses, cierra la ventana!
—Sólo si me prometes que vas a dormir. —Robb se dirigió hacia la ventana, pero cuando iba a cerrar los postigos se oyó otro sonido por encima del aullido lastimero de los lobos huargo—. Son los perros —dijo, prestando atención—. Todos los perros están ladrando a la vez. Eso sí que es raro... —Catelyn oyó claramente cómo su hijo tragaba saliva. Alzó la vista, y lo vio muy pálido a la luz de la lamparilla—. Fuego —susurró el muchacho.
«Fuego —pensó ella—, ¡Bran!»
—Ayúdame —dijo apremiante mientras se incorporaba en el catre—. Ayúdame con Bran.
—La torre de la biblioteca se ha incendiado —dijo Robb; no dio señal de haberla oído.
Catelyn alcanzaba a ver la luz rojiza y parpadeante por la ventana abierta. Se relajó, aliviada. Bran estaba a salvo. La biblioteca se encontraba al otro lado del patio, el fuego no llegaría hasta allí.