Juego de Tronos (23 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Unas manos fuertes la agarraron por los hombros, y durante un momento Sansa pensó que se trataba de su padre; pero al darse la vuelta vio el rostro quemado de Sandor Clegane, que la miraba desde arriba con la boca retorcida en una mueca que intentaba ser una sonrisa.

—¿Tiemblas, niña? —preguntó con voz áspera—. ¿Tanto miedo te doy?

Le daba miedo, sí, como había sucedido desde la primera vez que puso los ojos sobre el destrozo que había causado el fuego en aquel rostro, aunque en aquel momento no le pareció ni la mitad de aterrador que el otro. De todos modos Sansa se debatió para librarse de sus manos; el Perro se echó a reír, y
Dama
se interpuso entre ellos con un gruñido de advertencia. Sansa se dejó caer de rodillas y echó los brazos al cuello de la loba. A su alrededor se congregó un grupo boquiabierto, notaba todas las miradas clavadas en ella, y oyó comentarios en voz baja y risas ahogadas.

—Un lobo —dijo un hombre.

—Por los siete infiernos, es un huargo —dijo otro.

—¿Qué hace en el campamento? —insistió el primero.

—Los Stark los contratan como amas de cría —le llegó la voz áspera del Perro.

Sansa se dio cuenta de que los dos caballeros recién llegados la miraban, y miraban también a
Dama
con las espadas desenvainadas. Volvió a sentir miedo y vergüenza. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Ve con ella, Joffrey —oyó decir a la Reina.

Y de pronto, allí estuvo su príncipe.

—Dejadla en paz —dijo Joffrey.

Se alzaba junto a ella hermoso como un sueño, vestido de cuero negro y lana azul, con rizos dorados que brillaban al sol como una corona. Le tendió la mano para ayudarla a levantarse.

—¿Qué sucede, mi dulce dama? ¿Qué temes? Nadie osará hacerte daño. Envainad todos las espadas. La loba es su mascota; eso es todo. —Miró a Sandor Clegane—. Y tú, Perro, fuera de aquí, asustas a mi prometida.

El Perro, siempre fiel, hizo una reverencia y se alejó silencioso entre el gentío. Sansa trató de controlarse. Se sentía estúpida. Era una Stark de Invernalia, una dama de noble cuna, y algún día sería reina.

—No ha sido culpa suya, mi dulce príncipe —intentó explicarle—. Ha sido por el otro.

Los dos caballeros recién llegados intercambiaron una mirada.

—¿Payne? —rió el joven de la armadura verde.

—Ser Ilyn también me da miedo a veces, hermosa dama —dijo a Sansa con amabilidad el más anciano, el de blanco—. Su aspecto inspira temor.

—Como debe ser. —La Reina había bajado de la casa con ruedas. Los espectadores se apartaron para abrirle paso—. Si los malvados no temen a la Justicia del Rey, es que nos hemos equivocado al elegirlo para ese puesto.

—Entonces, Alteza, no cabe duda de que la elección fue acertada —dijo Sansa, que había recuperado por fin la compostura.

Una carcajada general estalló a su alrededor.

—Bien dicho, niña —dijo el anciano de blanco—. Como corresponde a la hija de Eddard Stark. Es un honor conocerte, aunque haya sido de manera tan irregular. Soy Ser Barristan Selmy, de la Guardia Real.

Hizo una reverencia. Sansa conocía sobradamente el nombre, y las frases corteses que la septa Mordane le había enseñado a lo largo de los años acudieron a su memoria.

—Lord comandante de la Guardia Real —dijo—, consejero de nuestro rey Robert, como antes lo fuisteis de Aerys Targaryen. El honor es mío, buen caballero. Hasta en el lejano norte cantan los bardos las hazañas de Barristan
el Bravo
.

—Querrás decir Barristan
el Viejo
—dijo el caballero verde riendo de nuevo—. No lo adules con palabras tan dulces, niña, ya se lo tiene demasiado creído. —Sonrió a Sansa—. Bueno, niña de los lobos, si también eres capaz de llamarme por mi nombre tendré que reconocer que eres sin duda la hija de nuestra Mano.

—Más cuidado cuando te dirijas a mi prometida —replicó Joffrey, tenso.

—Quiero responder —intervino Sansa rápidamente para aplacar la ira de su príncipe. Sonrió al caballero verde—. Vuestro casco luce astas doradas, mi señor. El venado es el emblema de la Casa real. El rey Robert tiene dos hermanos. Por vuestra juventud sólo podéis ser Renly Baratheon, señor de Bastión de Tormentas y consejero del rey, y así os llamo.

—Por su juventud sólo puede ser un mequetrefe engreído —dijo Ser Barristan riéndose entre dientes—, y así lo llamo yo.

La carcajada fue general, y la inició el propio Lord Renly. La tensión se había esfumado, y Sansa empezaba a sentirse a gusto... hasta que Ser Ilyn Payne empujó a dos hombres a los lados para situarse ante ella. No sonreía. No dijo ni una palabra.
Dama
le mostró los dientes y empezó a gruñir, emitiendo un sonido sordo de amenaza, pero en esta ocasión Sansa la hizo callar poniéndole una mano sobre la cabeza con suavidad.

—Si os he ofendido lo lamento mucho, Ser Ilyn.

Esperó una respuesta que no llegó. El verdugo se la quedó mirando, los ojos incoloros parecieron arrancarle la ropa, y luego la piel, hasta dejar su alma desnuda ante él. Siempre silencioso, se dio media vuelta y se alejó.

—¿He dicho algo malo, Alteza? —preguntó Sansa al príncipe mirándolo. No comprendía nada—. ¿Por qué no me ha hablado?

—Hace catorce años que Ser Ilyn se muestra poco comunicativo —comentó lord Renly con una sonrisa maliciosa.

Joffrey miró a su tío con desprecio reconcentrado. Luego tomó las manos de Sansa entre las suyas.

—Aerys Targaryen hizo que le arrancaran la lengua con unas tenazas al rojo vivo.

—Pero se expresa de manera muy elocuente con la espada —dijo la reina—, y la devoción que siente por nuestro reino no tiene rival. —Sonrió con gentileza—. Sansa, tengo que hablar con los señores consejeros hasta que regrese el Rey con tu padre. Lo siento mucho, pero el día que ibas a pasar con Myrcella tendrá que posponerse. Por favor, discúlpame ante tu querida hermana. Joffrey, ¿tendrías la amabilidad de ser hoy el anfitrión de nuestra invitada?

—Será un placer, Madre —respondió Joffrey con toda formalidad.

La tomó del brazo y juntos se alejaron de la casa con ruedas. Sansa volvía a ser feliz. ¡Iba a pasar un día entero con su príncipe! Miró a Joffrey con adoración. Qué apuesto era, cómo la había rescatado de Ser Ilyn y del Perro, pero si era casi como en las canciones, como en los tiempos en que Serwyn del Escudo Espejo salvó a la princesa Daeryssa de los gigantes, o como cuando el príncipe Aemon
el Caballero Dragón
defendió el honor de la reina Naerys contra las calumnias del malvado Ser Morgil.

El roce de la mano de Joffrey en la manga hizo que el corazón le latiera más deprisa.

—¿Qué te gustaría hacer?

—Lo que tú desees, mi príncipe —respondió Sansa mientras pensaba: «Estar contigo».

—Podemos ir a montar a caballo —dijo Joffrey después de meditar un instante.

—Oh, adoro montar a caballo —dijo Sansa.

—Tu loba puede asustar a los caballos. —Joffrey lanzó una mirada a
Dama
que iba pisándoles los talones—. Y por lo visto mi perro te asusta a ti. Mejor los dejamos a ambos aquí y nos vamos solos, ¿qué te parece?

—Si es lo que tú deseas... —respondió Sansa, insegura, tras titubear un instante—. Tendré que atar a
Dama
. —Pero no entendía bien a qué se refería Joffrey—. No sabía que tenías un perro...

—En realidad es el perro de mi madre —dijo el príncipe riéndose—. Le ha ordenado que me cuide, y lo hace.

—Ah, ese Perro —asintió ella. Se habría dado de bofetadas por torpe. Su príncipe no la amaría si le parecía torpe—. ¿No correrás peligro sin él?

—No temas, señora. —La mera pregunta parecía haber molestado al príncipe Joffrey—. Ya soy casi un adulto, no lucho con espadas de madera como tus hermanos. Esto es lo único que necesito.

Desenfundó la espada y se la mostró. Era una espada larga perfectamente adaptada para un niño de doce años, de brillante acero azulado, forjada en castillo y de doble filo, con empuñadura de cuero y una cabeza de león que parecía de oro en el pomo. Sansa dejó escapar un gritito de admiración, cosa que complació a Joffrey.

—Le he puesto nombre, la llamo
Colmillo de León
.

De manera que dejaron en el campamento al guardaespaldas de Joffrey y a la loba huargo de Sansa, y se dirigieron hacia el este por la orilla norte del Tridente sin más compañía que
Colmillo de León
.

Fue un día mágico, glorioso. El aire era cálido y les llevaba el aroma de las flores, y los bosques tenían una belleza apacible que Sansa no había visto jamás en el norte. El caballo del príncipe Joffrey era un pura sangre bayo veloz como el viento, y lo montaba con desenvoltura tan temeraria que Sansa tenía que esforzarse para que su yegua le siguiera el paso. Fue un día de aventuras. Exploraron las cuevas que había junto a la ribera, siguieron el rastro de un lince hasta su guarida, y cuando sintieron hambre, Joffrey localizó un refugio por el humo, y ordenó que sirvieran comida y vino a su príncipe y a la dama que lo acompañaba. Comieron truchas recién pescadas, y Sansa bebió más vino que en toda su vida.

—Mi padre sólo nos deja tomar una copa, y eso en los festines —confesó a su príncipe.

—Mi prometida puede beber tanto vino como desee —replicó Joffrey al tiempo que volvía a llenarle la copa.

Después de comer reanudaron la marcha con más calma. Joffrey cantó para ella mientras cabalgaban, tenía una voz aguda y dulce, muy pura. A Sansa se le había subido un poco el vino a la cabeza.

—¿No deberíamos volver ya? —preguntó.

—Enseguida —dijo Joffrey—. Estamos muy cerca del campo de batalla, es allí, donde el río traza una curva. Ahí fue donde mi padre mató a Rhaegar Targaryen, ¿sabías? Le aplastó el pecho,
chas
, a través de la armadura y todo. —Joffrey blandió una maza imaginaria para mostrarle cómo había sucedido—. Luego mi tío Jaime mató al viejo ése, Aerys, y mi padre llegó a rey. ¿Qué es ese ruido?

Sansa también lo había oído, era el sonido de madera contra madera que llegaba de los bosques. Sin saber por qué, la ponía nerviosa.

—No lo sé —dijo—. Volvamos al campamento, Joffrey.

—Quiero ver qué pasa.

Joffrey dirigió su caballo hacia la fuente del ruido, y a Sansa no le quedó más remedio que seguirlo. Los sonidos eran ahora más audibles y claros, y al acercarse más oyeron también respiraciones jadeantes y algún que otro gruñido.

—Ahí hay alguien —dijo Sansa con ansiedad.

De pronto deseaba con todas sus fuerzas que
Dama
los hubiera acompañado.

—Conmigo estás a salvo. —Joffrey desenvainó a
Colmillo de León
. El susurro del acero contra el cuero la hizo estremecer—. Por aquí —añadió mientras cabalgaba hacia un grupo de árboles.

Tras ellos, en un claro desde el que se divisaba el río, vieron a un niño y a una niña que jugaban a los caballeros. Sus espadas eran palos de madera, de hecho parecían mangos de escobas, y los dos corrían por la hierba lanzándose vigorosas estocadas y mandobles. El chico era bastante mayor, mucho más alto y fuerte, y era el que atacaba. La niña, una cría flacucha que vestía ropas de cuero embarradas, esquivaba y conseguía bloquear con su palo la mayoría de los golpes del chico, pero no todos. En un momento dado le lanzó una estocada, que él detuvo con su palo; el chico hizo un movimiento de barrido, su palo descendió y asestó a la chica un duro golpe en los dedos. Ella gritó y perdió el arma.

El príncipe Joffrey se echó a reír. El chico miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, sobresaltado, y dejó caer su palo en la hierba. La niña los miró mientras se lamía los nudillos para calmar el dolor, y Sansa se quedó horrorizada.

—¡Arya! —exclamó incrédula.

—¡Marchaos! —les gritó Arya, que tenía los ojos llenos de lágrimas de rabia—. ¿Qué hacéis aquí? ¡Dejadnos en paz!

Joffrey miró a Arya, luego a Sansa y por fin a Arya de nuevo.

—¿Es tu hermana? —La niña asintió, sonrojada. Joffrey miró al chico, un muchacho desgarbado de rostro tosco y pecoso y espesa pelambrera rojiza—. ¿Y tú quién eres, chico? —preguntó en un tono imperioso que no delataba que el otro le llevaba un año.

—Mycah —murmuró el muchacho. Reconoció al príncipe y bajó la vista—. Mi señor.

—Es el hijo del carnicero —dijo Sansa.

—Es mi amigo —intervino Arya con tono brusco—. Déjalo en paz.

—El hijo de un carnicero y quiere ser caballero, ¿eh? —Joffrey desmontó, espada en mano—. Recoge tu espada, carnicero —dijo; le brillaban los ojos de diversión—. A ver qué tal lo haces. —Mycah se quedó paralizado de miedo. Joffrey avanzó hacia él—. Venga, que la cojas te he dicho. ¿O es que sólo peleas con niñas?

—Me lo pidió ella, mi señor —dijo Mycah—. ¡Me lo pidió ella!

A Sansa le bastó mirar el rostro congestionado de Arya para saber que el chico decía la verdad, pero Joffrey no estaba en disposición de escuchar nada. El vino lo hacía aún más audaz.

—¿Coges tu espada o no?

—No es más que un palo, mi señor —dijo Mycah con un gesto de negación—. No es una espada. Sólo es un palo.

—Y tú no eres más que el hijo de un carnicero, no un caballero. —Joffrey alzó a
Colmillo de León
y puso la punta en la mejilla de Mycah, justo debajo del ojo. El muchacho temblaba de manera incontrolable—. ¿Sabes que estabas atacando a la hermana de mi señora?

Un brillante punto de sangre brotó de la mejilla de Mycah y descendió en lentos hilillos rojos por la cara del muchacho.

—¡Que pares ya! —gritó Arya.

Cogió el palo que había soltado. De repente, Sansa tuvo miedo.

—No te metas en esto, Arya.

—No le voy a hacer daño. No mucho —dijo el príncipe Joffrey a Arya, sin apartar los ojos del hijo del carnicero.

Arya se lanzó hacia él.

Sansa se bajó de la yegua, pero no fue suficientemente rápida. Arya blandió el palo con ambas manos. Se oyó un sonoro crujido cuando la madera se quebró contra la nuca del príncipe, y los acontecimientos parecieron precipitarse ante los ojos horrorizados de Sansa. Joffrey se tambaleó y se dio media vuelta entre maldiciones. Mycah echó a correr hacia los árboles a tanta velocidad como le permitían las piernas. Arya blandió de nuevo su arma contra el príncipe, pero en esta ocasión Joffrey paró el golpe con
Colmillo de León
y le arrancó el palo roto de entre las manos. Tenía la nuca ensangrentada y echaba chispas por los ojos.

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