Al oírla, Viserys había vuelto la cabeza, como si la viera por primera vez. Avanzó hacia ella hendiendo el aire, como si se abriera paso entre sus enemigos, aunque nadie se había interpuesto en su camino.
—La espada... no debes... —le suplicó—. Por favor, Viserys. Está prohibido. Deja la espada, comparte mis cojines. Hay comida, bebida... ¿quieres los huevos de dragón? Te los daré, pero suelta la espada.
—Haz lo que te dice, idiota —le gritó Ser Jorah—. ¡Vas a hacer que nos maten a todos!
—No pueden matarnos —dijo Viserys entre risas—. En la ciudad sagrada no pueden derramar sangre... pero yo sí. —Puso la punta de la espada entre los pechos de Daenerys, y la fue deslizando por la curva de su vientre—. Vengo a buscar lo que es mío —dijo—. Quiero la corona que me prometió. Te compró, pero no te pagó. Dile que quiero que me pague, o te llevaré lejos. A ti y a los huevos. Si quiere, se puede quedar con su potrillo. Te lo sacaré de la barriga y se lo dejaré aquí. —La punta de la espada apartó las sedas y le pinchó el ombligo.
Dany vio que Viserys estaba llorando. Llorando y riendo a la vez. Y aquel hombre había sido su hermano.
Muy lejos, como si fuera en otro mundo, Dany oyó los sollozos de su doncella Jhiqui, diciendo que no se atrevía a traducir aquello, que el
khal
la ataría a su caballo y la arrastraría hasta la Madre de las Montañas. Rodeó a la chica con un brazo.
—No tengas miedo —dijo—. Yo se lo contaré. —No sabía si conocía suficientes palabras, pero cuando terminó Khal Drogo pronunció unas cuantas frases secas en dothraki, y Dany supo que la había comprendido.
El sol de su vida bajó del banco alto.
—¿Qué ha dicho? —preguntó sobresaltado el hombre que había sido su hermano.
En la sala se había hecho un silencio tal que podía oír el tintineo de las campanillas en el pelo de Khal Drogo al caminar. Sus jinetes de sangre lo siguieron como tres sombras cobrizas. Daenerys se había quedado fría.
—Dice que tendrás una corona de oro tan espléndida que los hombres temblarán al contemplarla.
Viserys sonrió y bajó la espada. Aquello fue lo más triste, lo que más adelante desgarraría el alma, su manera de sonreír.
—Eso es todo lo que quería —dijo—. Lo que me prometió.
Cuando el sol de su vida llegó junto a ella, Dany le rodeó la cintura con un brazo. El
khal
dio una orden, y sus jinetes de sangre avanzaron. Qotho agarró por los brazos al hombre que había sido su hermano. Haggo le rompió la muñeca con un simple movimiento brusco de sus manos enormes. Cohollo le quitó la espada de sus flácidos dedos. Y ni siquiera entonces comprendió Viserys qué iba a suceder.
—No —gritó—. ¡No podéis tocarme, soy el dragón, el dragón, y quiero mi corona!
Khal Drogo se soltó el cinturón. Los medallones eran enormes, de oro puro, muy ornamentados, cada uno de ellos tenía el tamaño de la mano de un hombre. Gritó una orden. Los esclavos de las cocinas sacaron un pesado caldero de hierro del hogar, derramaron el guiso por el suelo, y volvieron a ponerlo sobre las llamas. Drogo tiró su cinturón al interior y observó con rostro inexpresivo cómo los medallones se ponían al rojo y empezaban a deformarse. Dany vio cómo las llamas bailaban en sus ojos de ónice. Un esclavo le tendió un par de gruesos mitones de piel de caballo, y él se los puso sin siquiera mirarlo.
Viserys empezó a chillar, el grito agudo y sin palabras del cobarde que se enfrenta a la muerte. Pataleó, se retorció, lloriqueó como un perro y sollozó como un niño. Pero los dothrakis lo sujetaron con fuerza. Ser Jorah había conseguido llegar al lado de Dany. Le puso una mano en el hombro.
—Daos la vuelta, princesa, os lo suplico.
—No —respondió ella. Se puso las manos sobre el vientre en gesto protector.
—Hermana, por favor... —Por fin Viserys había clavado la mirada en ella—. Dany, diles... haz que... hermanita...
Cuando el oro estuvo medio fundido, casi líquido, Drogo cogió el caldero.
—¡Corona! —rugió—. Aquí. ¡Una corona para Rey del Carro! —Y puso el caldero en la cabeza del hombre que había sido su hermano.
El sonido que emitió Viserys Targaryen cuando aquel espantoso yelmo de hierro le cubrió la cara no fue humano. Sus pies marcaron un ritmo frenético en el suelo de tierra, se agitaron y al final se detuvieron. Sobre el pecho le cayeron goterones de oro fundido, y la seda escarlata empezó a humear... pero no se derramó ni una gota de sangre.
Dany se sentía extrañamente tranquila.
«No era un dragón —pensó—. El fuego no mata a un dragón.»
Estaba recorriendo las criptas, bajo Invernalia, como había hecho miles de veces. Los Reyes del Invierno lo observaban al pasar con ojos de hielo, y los lobos huargos tendidos a sus pies giraban las grandes cabezas de piedra y gruñían. Por último llegó a la tumba en la que dormía su padre, al lado de Brandon y Lyanna. «Prométemelo, Ned», susurró la estatua de Lyanna. Llevaba una guirnalda de rosas color azul celeste, y sus ojos lloraban sangre.
Eddard Stark se incorporó bruscamente, tenía las mantas enredadas y el corazón le latía a toda velocidad. La habitación estaba completamente a oscuras y alguien golpeaba la puerta.
—Lord Eddard —llamó una voz.
—Un momento. —Desnudo, aturdido, cruzó la estancia oscura y abrió la puerta.
Allí estaba Tomard, con el puño alzado para llamar de nuevo, y Cayn, con un cirio en la mano. Entre ellos se encontraba el mayordomo personal del Rey.
—Mi señor Mano, Su Alteza el Rey quiere veros —entonó el hombre. Tenía el rostro tan inexpresivo que parecía tallado en piedra—. Ahora mismo.
De manera que Robert había regresado de la cacería. Ya era hora.
—Dadme un momento para que me vista. —Ned dejó esperando fuera de la habitación al mayordomo.
Cayn lo ayudó a vestirse con una túnica de lino blanco, capa gris, unos pantalones cortados para adaptarlos a su pierna entablillada, el símbolo de su cargo y, por último, un pesado cinturón de eslabones de plata. Se colgó de la cintura la daga valyriana.
Cayn y Tomard lo escoltaron por el patio. La Fortaleza Roja estaba oscura y silenciosa; la luna, casi llena, brillaba baja sobre los muros. En las murallas, un guardia de capa dorada hacía la ronda.
Los aposentos reales estaban en el Torreón de Maegor, una edificación cuadrada, sólida, en el corazón de la Fortaleza Roja, tras muros de tres metros de grosor y un foso seco lleno de picas de hierro. Era un castillo dentro del castillo. Ser Boros Blount, con una armadura blanca de acero que brillaba fantasmal a la luz de la luna, montaba guardia al otro lado del puente. Ya dentro, Ned pasó junto a otros dos hombres de la Guardia Real: Ser Preston Greenfield, que se encontraba al pie de las escaleras, y Ser Barristan Selmy, que aguardaba ante la puerta de la cámara del rey. «Tres hombres con capas blancas», recordó, y sintió un escalofrío. El rostro de Ser Barristan estaba tan pálido como su armadura. A Ned le bastó verlo para darse cuenta de que algo iba mal, muy mal. El mayordomo real le abrió la puerta.
—Lord Eddard Stark, la Mano del Rey —anunció.
—Traedlo aquí —respondió Robert, con la voz más pastosa de lo normal.
En los dos braseros gemelos, uno a cada lado de la habitación, ardían sendos fuegos que daban a la estancia una luz rojiza y sombría. El calor era sofocante. Robert yacía atravesado en el lecho doselado. Junto a él se encontraba el Gran Maestre Pycelle, mientras Lord Renly paseaba inquieto junto a las ventanas cerradas. Los criados pululaban por allí, echando troncos y calentando vino. Cersei Lannister estaba sentada en una esquina de la cama, junto a su marido. Tenía el pelo revuelto, como si acabara de despertarse, pero sus ojos parecían cualquier cosa menos adormilados. Siguieron a Ned cuando Tomard y Cayn lo ayudaron a cruzar la habitación. Tenía la sensación de que se movía muy despacio, como si aún estuviera soñando.
El Rey seguía con las botas puestas. Ned vio el lodo seco y las briznas de hierba pegadas al cuero, porque los pies de Robert asomaban por debajo de la manta que lo cubría. En el suelo había una casaca verde, cortada y desechada, en el tejido se veían manchas de un color rojo sucio. La habitación olía a humo, a sangre y a muerte.
—Ned —susurró el Rey al verlo. Tenía el rostro blanco como la leche—. Acércate... más.
Sus hombres lo ayudaron a acercarse. Ned se agarró al poste de la cama. Sólo tuvo que ver a Robert para comprender la gravedad de las heridas.
—¿Qué...? —empezó a preguntar, pero se le hizo un nudo en la garganta.
—Un jabalí. —Lord Renly seguía con las ropas verdes de caza, tenía la capa salpicada de sangre.
—Un demonio —susurró el Rey—. Fue culpa mía. Demasiado vino, maldita sea. Fallé el golpe.
—¿Y dónde estabais los demás? —exigió Ned a Lord Renly—. ¿Dónde estaban Ser Barristan y la Guardia Real?
—Mi hermano nos ordenó que nos quedáramos atrás. —Renly frunció los labios—. Quería cazar él solo al jabalí.
Eddard Stark levantó la manta.
Habían hecho lo posible por coserlo, pero desde luego no era suficiente. El jabalí debía de ser una bestia aterradora. Había desgarrado al Rey con los colmillos desde la ingle hasta el pezón. Los vendajes empapados en vino que le había puesto el Gran Maestre Pycelle estaban ya negros de sangre, y la herida despedía un olor nauseabundo. A Ned se le revolvió el estómago. Dejó caer la manta.
—Apesta —dijo Robert—. Es el hedor de la muerte, no creas que no lo huelo. El muy cabrón me cogió bien cogido, ¿eh? Pero... le pagué con la misma moneda, Ned. —La sonrisa del rey era tan espantosa como su herida, tenía los dientes rojos—. Le metí un cuchillo por el ojo. Que te lo digan éstos, venga, que te lo digan.
—Así fue —murmuró Lord Renly—. Trajimos el cuerpo, como ordenó mi hermano.
—Para el festín —susurró Robert—. Ahora, salid todos. Tengo que hablar con Ned.
—Robert, mi amado señor... —empezó Cersei.
—He dicho que fuera —insistió Robert, con un atisbo de su energía de antes—. ¿No hablo claro, mujer?
Cersei se recogió las faldas y la dignidad, y fue la primera en salir por la puerta. Lord Renly y los demás la siguieron. El Gran Maestre Pycelle se quedó atrás. Le temblaban las manos al ofrecer al Rey una copa llena de líquido blanco y espeso.
—La leche de la amapola, Alteza —dijo—. Bebed. Para el dolor.
Robert tiró la copa de un manotazo.
—Lárgate, viejo idiota, pronto voy a dormir hasta hartarme. Fuera.
El Gran Maestre Pycelle miró a Ned con gesto dolido, y salió de la habitación arrastrando los pies.
—Maldito seas, Robert —dijo Ned cuando estuvieron a solas. La pierna le palpitaba tanto que casi no veía de dolor. O quizá fuera la pena lo que le nublaba la vista. Se sentó en la cama, junto a su amigo—. ¿Por qué eres siempre tan cabezota?
—Vete a la mierda, Ned —replicó el rey con voz ronca—. He matado al muy cabrón, ¿no? —Alzó la vista hacia Ned, y un mechón sucio de pelo negro le cayó sobre los ojos—. Y a ti te debería hacer lo mismo. No podías dejarme cazar en paz, ¿eh? Ser Robar me encontró. La cabeza de Gregor. Qué horror. No se lo dije al Perro. Dejé que Cersei le diera la sorpresa. —La risa se transformó en un gruñido cuando sintió un espasmo de dolor—. Los dioses se apiaden —murmuró, tragándose la agonía—. La chica, Daenerys. Sólo una niña, tenías razón... Por eso, por la niña... los dioses enviaron el jabalí... lo mandaron para castigarme... —El Rey tosió y escupió sangre—. Estaba equivocado... estaba mal... sólo una niña... Varys, Meñique, hasta mi hermano... no valen nada... Nadie me dice nada, Ned... sólo tú... —Alzó la mano con un gesto doloroso, débil—. Papel y tinta. Ahí en mi mesa. Escribe lo que te dicte.
—A vuestras órdenes, Alteza. —Ned alisó un papel sobre su rodilla y cogió la pluma.
—Éste es el testamento y última voluntad de Robert, de la Casa Baratheon, el primero de su nombre, rey de los ándalos y blablablá... pon los condenados títulos, ya sabes cuáles son. Por el presente escrito ordeno a Eddard de la Casa Stark, señor de Invernalia y Mano del Rey, que sirva como Lord Regente y Protector del Reino tras mi... tras mi muerte... y que gobierne en mi... en mi lugar, hasta que mi hijo Joffrey alcance la mayoría de edad...
—Robert... —Quería decirle que Joffrey no era su hijo, pero no le salieron las palabras. El dolor en el rostro de Robert era demasiado evidente, no podía causarle más daño. Así que se inclinó y escribió, pero en vez de «mi hijo Joffrey» puso «mi heredero». Aquello hizo que se sintiera sucio. «Las mentiras que decimos por amor. Que los dioses me perdonen», pensó—. ¿Qué más quieres que ponga?
—Pon... lo que haga falta. Proteger y defender, dioses viejos y nuevos, ya sabes, esas cosas. Escribe. Lo firmaré. Se lo entregarás al Consejo cuando muera.
—Robert... —empezó Ned con la voz llena de pena—, no me hagas esto. No te mueras. El reino te necesita.
—Mientes muy mal, Ned Stark —dijo Robert a través del dolor mientras le cogía la mano y se la apretaba con fuerza—. El reino... el reino sabe... qué mal rey he sido. Los dioses me perdonen, he sido tan malo como Aerys.
—No —dijo Ned a su amigo moribundo—. Tan malo como Aerys nunca, Alteza. Ni mucho menos.
—Al menos... dirán de mí... que esto último... lo hice bien. —Robert consiguió esbozar una sonrisa débil—. No me fallarás. Ahora reinarás tú. No te gustará nada... menos que a mí... pero lo harás bien. ¿Has terminado de escribir?
—Sí, Alteza. —Ned ofreció el papel a Robert. El rey garabateó una firma a ciegas, manchando de sangre la carta—. Necesitamos testigos para el sello.
—Servid el jabalí en mi banquete funerario —susurró Robert—. Con una manzana en la boca y la piel bien crujiente. Comeos al muy cabrón. Aunque reventéis. Prométemelo, Ned.
—Lo prometo.
«Prométemelo, Ned», repitió como un eco la voz de Lyanna.
—La chica —siguió el rey—. Daenerys. Que no la maten. Si puedes, si no es... demasiado tarde... habla con ellos... con Varys, con Meñique... no dejes que la maten. Y ayuda a mi hijo, Ned. Haz que sea... mejor que yo. —Entrecerró los ojos—. Los dioses tengan piedad de mí.
—La tendrán, amigo mío —dijo Ned—. La tendrán.
—Asesinado por un cerdo —murmuró el Rey. Cerró los ojos y pareció relajarse—. Debería reírme, pero duele demasiado.
—¿Hago entrar a los demás? —Ned no se reía.
—Como quieras —asintió Robert débilmente—. Dioses, ¿por qué hace tanto frío?