—Perdonad, mis señores, el mayordomo del Rey insiste en...
El mayordomo real entró e hizo una reverencia.
—Señores, el Rey exige que su Consejo Privado se presente de inmediato en el salón del trono.
—El Rey ha muerto —dijo Ned. Había dado por supuesto que Cersei actuaría con rapidez. La llamada no lo sorprendió—, pero iremos con vos, de todos modos. Tom, prepara una escolta, por favor.
Meñique ofreció el brazo a Ned para ayudarlo a bajar por las escaleras. Varys, Pycelle y Ser Barristan los siguieron de cerca. Junto a la entrada de la torre los esperaba una doble columna de hombres armados, ocho en total, con cotas de mallas y yelmos de acero. El viento agitó las capas grises de los guardias cuando cruzaron el patio. Por ningún lado se divisaba el escarlata de los Lannister, pero Ned se tranquilizó al ver el gran número de capas doradas que había junto a las murallas y en las puertas.
Janos Slynt los recibió en la puerta del salón del trono, con armadura ornamentada en oro y negro, y el yelmo con cresta bajo un brazo. El comandante hizo una reverencia rígida. Sus hombres abrieron las grandes puertas de roble, de seis metros de altura y con refuerzos de bronce.
El mayordomo real los precedió hacia el interior.
—Salve, Su Alteza —entonó—, Joffrey de las Casas Baratheon y Lannister, el primero de su nombre, rey de los ándalos y los rhoynar y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y Protector del Reino.
Había un largo tramo hasta el otro extremo del salón, donde Joffrey aguardaba sentado en el Trono de Hierro. Ned, apoyado en Meñique, cojeó hacia el muchacho que decía ser el rey. Los demás lo siguieron. Había recorrido aquel trayecto por primera vez a caballo, con la espada en la mano, y los dragones de los Targaryen vieron desde las paredes cómo obligaba a Jaime Lannister a bajarse del trono. Se preguntó si le costaría igual de poco hacer descender a Joffrey.
Cinco caballeros de la Guardia Real, todos excepto Ser Jaime y Ser Barristan, se encontraban al pie del trono, dispuestos en forma de media luna. Llevaban la armadura completa, acero esmaltado del yelmo a los talones, largas capas blancas sobre los hombros y escudos blancos brillantes en los brazos izquierdos. Cersei Lannister y sus dos hijos pequeños estaban de pie entre Ser Boros y Ser Meryn. La Reina llevaba una túnica de seda verde mar, con un ribete de encaje de Myr, tenue como la espuma. Llevaba en el dedo un anillo de oro con una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma, a juego con la diadema que lucía en la cabeza.
Por encima de ellos estaba el príncipe Joffrey, sentado entre las púas y salientes, con un jubón de hilo de oro y una capa de satén rojo. Sandor Clegane se encontraba al pie de los estrechos peldaños que llevaban al trono. Llevaba cota de mallas, coraza color gris ceniza y su yelmo en forma de cabeza de perro.
Detrás del trono se encontraban veinte guardias Lannister, cada uno con una espada colgada del cinturón. Llevaban capas color carmesí, y leones de acero en los yelmos. Pero Meñique había cumplido su promesa: a lo largo de las paredes, junto a los tapices de Robert con sus escenas de caza y batalla, los capas doradas que eran la Guardia de la Ciudad estaban firmes, cada uno con una lanza de tres varas de longitud en la mano, todas con punta de hierro negro. Superaban a los Lannister en proporción de cinco a uno.
Cuando llegó al final, la pierna de Ned era una llamarada de dolor. Mantuvo una mano sobre el hombro de Meñique para ayudarse a soportar su peso.
Joffrey se levantó. La capa de satén rojo tenía un bordado en hilo de oro: cincuenta leones rugientes a un lado, cincuenta venados corveteando al otro.
—Ordeno al Consejo que haga todos los preparativos para mi coronación —proclamó el niño—. Deseo ser coronado antes de quince días. Hoy aceptaré los juramentos y la lealtad de mis fieles consejeros.
—Lord Varys, tened la bondad de mostrar esto a mi señora de Lannister —dijo Ned sacando la carta de Robert.
El eunuco llevó la carta a Cersei. La Reina le echó un vistazo.
—Protector del Reino —leyó—. ¿Y esto es vuestro escudo, mi señor? ¿Un trozo de papel? —Rompió la carta en dos, luego en cuatro, y dejó caer los pedazos al suelo.
—Eran las palabras del Rey —dijo Ser Barristan, conmocionado.
—Ahora tenemos un nuevo rey —replicó Cersei Lannister—. Lord Eddard, la última vez que hablamos me disteis un consejo. Quiero devolveros el favor. Doblad la rodilla, mi señor. Doblad la rodilla y jurad lealtad a mi hijo, y permitiremos que abandonéis el cargo de Mano y viváis el resto de vuestros días en ese desierto gris al que consideráis vuestro hogar.
—Ojalá pudiera —replicó Ned, sombrío. Si Cersei estaba decidida a forzar la situación en aquel mismo momento, a él no le quedaba elección—. Vuestro hijo no tiene derecho al trono que ocupa. Lord Stannis es el auténtico heredero de Robert.
—¡Mientes! —gritó Joffrey, con el rostro congestionado.
—Madre, ¿qué quiere decir? —preguntó la princesa Myrcella a la reina—. ¿Joff no es el rey ahora?
—Vuestras palabras os condenan, Lord Stark —dijo Cersei Lannister—. Ser Barristan, apresad a ese traidor.
El Lord Comandante de la Guardia Real titubeó. En un abrir y cerrar de ojos se vio rodeado por guardias Stark, todos con el acero desnudo en sus puños enguantados.
—Y ahora la traición pasa de las palabras a los hechos —siguió Cersei—. ¿Acaso pensáis que Ser Barristan está solo, mi señor?
Con un ominoso sonido de metal contra metal, el Perro desenvainó su espada. Los caballeros de la Guardia Real y veinte guardias Lannister con capas carmesí se pusieron a su lado.
—¡Matadlo! —ordenó el niño rey desde el Trono de Hierro—. ¡Matadlos a todos, os lo ordeno!
—No me dejáis elección —dijo Ned a Cersei Lannister. Se volvió hacia Ser Janos Slynt—. Comandante, poned bajo custodia a la Reina y a sus hijos. No les causéis el menor daño, pero escoltadlos a las habitaciones reales y mantenedlos allí, vigilados.
—¡Hombres de la Guardia! —gritó Janos Slynt al tiempo que se ponía el yelmo.
Cien capas doradas esgrimieron las lanzas y se acercaron.
—No quiero que haya derramamiento de sangre —dijo Ned a la Reina—. Ordenad a vuestros hombres que depongan las espadas, y no hará falta...
Con un movimiento rápido, brusco, el capa dorada más cercano le clavó la lanza a Tomard por la espalda. El acero de Tom
el Gordo
cayó de entre los dedos inertes, al tiempo que una punta roja y húmeda le afloraba entre las costillas y le perforaba la cota de mallas. Estaba muerto antes de que su espada llegara al suelo.
El grito de Ned llegó demasiado tarde. El propio Janos Slynt le cortó la garganta a Varly. Cayn giró con el acero en la mano, hizo retroceder al guardia más cercano con una serie de estocadas, y por un instante pareció que lograría abrirse camino. En aquel momento, el Perro cayó sobre él. El primer golpe de Sandor Clegane le cortó la mano de la espada por la muñeca. El segundo lo hizo caer de rodillas y lo abrió del hombro al esternón.
Mientras sus hombres morían en torno a él, Meñique sacó la daga de Ned de su funda y se la puso bajo la barbilla. Esbozó una sonrisa de disculpa.
—Os lo advertí. Os advertí que no confiarais en mí.
—Arriba —ordenó Syrio Forel, con un golpe de tajo a la cabeza. Las espadas de madera chocaron con fuerza cuando Arya lo paró—. Izquierda —gritó el hombre, y su arma silbó. La de la niña se movió como un dardo para detenerla, y el golpe hizo que al hombre le chocaran los dientes—. Derecha —siguió.
Y luego «abajo», «izquierda», «izquierda» otra vez, cada vez más deprisa, avanzando. Arya se retiraba, parando todos los golpes.
—Estocada —avisó Syrio, y cuando atacó, Arya se apartó a un lado, desvió el arma y le lanzó un tajo al hombro.
Casi lo tocó, casi, estuvo tan cerca que esbozó una sonrisa. Un mechón de pelo empapado de sudor le cayó sobre los ojos. Se lo apartó a un lado con el dorso de la mano.
—Izquierda —entonó Syrio—. Abajo. —Su espada era un borrón, y la sala resonaba con el sonido de las maderas al chocar—. Izquierda. Izquierda. Arriba, Izquierda. Derecha. Izquierda. Abajo. ¡Izquierda!
La hoja de madera la alcanzó por encima del pecho derecho con un golpe repentino que resultó aún más doloroso porque le llegó del lado inesperado.
—¡Ay! —gritó. Tendría un moretón nuevo antes de acostarse aquella noche, en algún punto en medio del mar. «Un moretón es una lección —se dijo— y cada lección nos hace mejores.»
—Estás muerta —dijo Syrio dando un paso atrás.
Arya hizo una mueca.
—Has hecho trampa —dijo Arya, furiosa, con una mueca—. Dijiste «izquierda» y atacaste por la derecha.
—Exacto. Y estás muerta, chica.
—¡Pero has mentido!
—Mis palabras mintieron. Mis ojos y mi brazo decían la verdad a gritos, pero no la viste.
—¡Sí que estaba mirando! —protestó Arya—. ¡No he dejado de mirar ni un instante!
—Mirar y ver no son misma cosa, chica muerta. El danzarín del agua ve. Ven aquí, deja la espada, es momento de escuchar. —Arya lo siguió hasta la pared, y el hombre se sentó en un banco—. Syrio Forel fue primera espada del Señor del Mar de Braavos, ¿y sabes cómo llegó a serlo?
—Porque eras el mejor espadachín de la ciudad.
—Sí, cierto, pero ¿por qué? Otros hombres eran más fuertes, más rápidos, más jóvenes... ¿por qué Syrio Forel era el mejor? Te lo diré. —Se rozó un párpado con la yema del dedo meñique—. La visión, la verdadera visión, eso es el corazón de todo.
»Atiende. Las naves de Braavos navegan tan lejos como sopla el viento, a tierras extrañas y maravillosas, y cuando regresan, sus capitanes llevan animales extraños para el zoológico del Señor del Mar. Son animales como jamás has visto, caballos con rayas, animales grandes de piel manchada y cuellos largos como zancos, cerdos ratón peludos grandes como vacas, manticoras con aguijones, tigres que llevan a sus cachorros en una bolsa, lagartos espantosos con garras como guadañas. Syrio Forel ha visto esas cosas.
»En el día del que te hablo, la primera espada acababa de morir, y el Señor del Mar me hizo llamar. Muchos valientes habían acudido a él; a todos los rechazó, y no sabían por qué. Cuando llegué a su presencia, estaba sentado y tenía en el regazo un gato gordo y amarillo. Me dijo que uno de sus capitanes se lo había traído de una isla más allá del amanecer. "¿Has visto jamás un animal tan hermoso como esta hembra?", me preguntó.
»Y yo a él le dije: "Todas las noches, en los callejones de Braavos, los veo iguales, a cientos", y el Señor del Mar se rió, y ese día me nombró primera espada.
—No lo entiendo —dijo Arya haciendo una mueca.
Syrio entrechocó los dientes.
—El gato era un gato común, sin más. Los demás esperaban ver una bestia fabulosa, y eso fue lo que vieron. «Es una hembra muy grande», decían, pero no era más grande que cualquier gato; sólo estaba gordo por la inactividad y porque el Señor del Mar lo alimentaba de su mesa. «Qué orejas tan extrañas, qué pequeñas», decían. Otros gatos le habían mordido las orejas en peleas entre cachorros. Y era un macho, evidentemente, pero el Señor del Mar decía que era una hembra, y eso vieron los demás. ¿Me escuchas?
—Tú viste lo que había allí —contestó Arya después de meditar un instante.
—Exacto. Abrir los ojos es lo único necesario. El corazón miente y la mente engaña, pero los ojos ven. Mira con los ojos. Escucha con los oídos. Saborea con la boca. Huele con la nariz. Siente con la piel. Y no pienses hasta después, y así sabrás la verdad.
—Bien —sonrió Arya.
Syrio Forel también se permitió sonreír.
—Estoy pensando que cuando lleguemos a tu Invernalia será hora de que cojas a
Aguja
...
—¡Sí! —exclamó Arya, ansiosa—. Cuando me vea Jon...
Tras ellos, las grandes puertas de madera de la estancia se abrieron con estrépito. Arya se giró.
En la entrada había un caballero de la Guardia Real, y tras él, cinco guardias Lannister. El caballero vestía armadura completa, pero llevaba levantado el visor. Arya conocía aquellos ojos caídos y aquellos bigotes de color óxido, porque había viajado desde Invernalia con el Rey: era Ser Meryn Trant. Los capas rojas llevaban cotas de mallas sobre las corazas, y cascos de acero con crestas en forma de león.
—Arya Stark —llamó el caballero—. Ven con nosotros, niña.
—¿Qué queréis? —Arya se mordisqueó el labio, insegura.
—Tu padre te manda llamar.
Arya dio un paso hacia adelante, pero Syrio Forel la sujetó por el brazo.
—¿Y cómo es que Lord Eddard envía hombres de los Lannister, y no a los suyos? Me intriga.
—No te entrometas, maestro de danza —replicó Meryn—. Esto no es asunto tuyo.
—Mi padre no os enviaría a vosotros —dijo Arya. Esgrimió su espada de madera.
Los Lannister se echaron a reír.
—Suelta ese palo, niña —le dijo Ser Meryn—. Soy un Hermano Juramentado de la Guardia Real, los Espadas Blancas.
—También lo era el Matarreyes cuando asesinó al viejo rey —dijo Arya—. No tengo por qué ir con vosotros si no quiero.
—Cogedla —ordenó Ser Meryn Trant a sus hombres; se le había agotado la paciencia. Se bajó el visor del yelmo.
Tres de los guardias avanzaron; las cotas de mallas tintineaban con cada paso. De repente, Arya sintió un gran temor. «El miedo hiere más que las espadas», se dijo para controlar el ritmo frenético de su corazón.
Syrio Forel se interpuso entre ellos y se dio unos golpecitos en la bota con la espada de madera.
—Deteneos ahora mismo. ¿Qué sois, hombres o perros? Sólo un perro amenazaría a una niña.
—Aparta, viejo —ordenó uno de los capas rojas.
La espada de Syrio silbó y fue a chocar contra su casco.
—Soy Syrio Forel, y a partir de ahora me hablarás con más respeto.
—Calvo de mierda... —El hombre desenvainó la espada larga.
El palo hendió el aire de nuevo a una velocidad cegadora. Arya oyó un fuerte crujido, y la espada cayó tintineando contra el suelo de piedra.
—¡Mi mano! —gimió el guardia, sujetándose los dedos rotos.
—Para ser un maestro de danza te mueves deprisa —dijo Ser Meryn.
—Tú eres lento para ser un caballero —replicó Syrio.
—Matad al braavosi y traedme a la niña —ordenó el caballero de la armadura blanca.
Los cuatro guardias Lannister desenvainaron las espadas. El quinto, el de los dedos rotos, escupió y sacó una daga con la mano izquierda.