Juego de Tronos (83 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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—Ser Boros, escoltad a esa niña hasta los aposentos de Lord Petyr, y dad instrucciones a sus criados para que la cuiden hasta que él vaya a buscarla. Decidle que Meñique la va a llevar a ver a su padre; así se calmará. Quiero que se vaya antes de que Sansa vuelva a su habitación.

—A vuestras órdenes, Alteza —dijo Ser Boros. Hizo una reverencia profunda, giró sobre sus talones, y se alejó con la larga capa blanca ondeando a la espalda.

—No lo entiendo —dijo Sansa, estaba confusa—. ¿Dónde está el padre de Jeyne? ¿Por qué no la lleva con él Ser Boros, en vez de Lord Petyr? —Se había prometido a sí misma que sería una verdadera dama, delicada y elegante como la Reina, y tan fuerte como su madre, Lady Catelyn. Pero de repente volvía a tener miedo, y por un momento estuvo a punto de echarse a llorar—. ¿A dónde la enviáis? No ha hecho nada malo, es una buena chica.

—Te ha puesto nerviosa —le dijo la Reina con dulzura—. Y eso no se puede consentir. Ni una palabra más. Lord Baelish se encargará de que la cuiden bien, te lo prometo. —Dio unas palmaditas a la silla que había junto a la suya—. Siéntate, Sansa. Tengo que hablar contigo.

Sansa tomó asiento junto a la Reina. Cersei sonreía de nuevo, pero eso no la tranquilizó. Varys se retorcía las manos blandas; el Gran Maestre Pycelle mantenía los ojos adormilados fijos en los papeles de la mesa, y sólo Meñique la miraba. Siempre la miraba. A veces, cuando le clavaba la vista así, Sansa se sentía como si no tuviera ropa puesta. Aquello le daba escalofríos.

—Sansa, mi dulce niña —dijo la reina Cersei al tiempo que le ponía una mano suave sobre la muñeca—. Eres una chiquilla tan hermosa... Espero que sepas cuánto te amamos Joffrey y yo.

—¿De verdad? —Sansa sentía la respiración entrecortada. Se olvidó de Meñique. Su príncipe la amaba. Era lo único que importaba.

—Yo casi te considero una hija —dijo la Reina con una sonrisa—. Y sé que amas a Joffrey. —Sacudió la cabeza con gesto apenado—. Lo siento, pero tenemos que darte malas noticias acerca de tu señor padre. Debes ser valiente, pequeña.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sansa; aquellas palabras tranquilas le habían helado la sangre en las venas.

—Tu padre, querida, es un traidor —dijo Lord Varys.

—Fui testigo de cómo Lord Eddard juraba a nuestro amado rey Robert que protegería a los jóvenes príncipes como si fueran sus hijos —dijo el Gran Maestre Pycelle levantando la cabeza encanecida—. Pero en cuanto murió, convocó al Consejo Privado para arrebatarle el trono al príncipe Joffrey.

—No —farfulló Sansa—. Imposible. Jamás haría una cosa semejante.

La Reina cogió una carta. El papel estaba desgarrado y lleno de sangre seca, pero el sello era el de su padre, el lobo huargo estampado sobre lacre color claro.

—El capitán de la guardia de tu Casa llevaba esto, Sansa. Es una carta al hermano de mi difunto esposo, Stannis, en la que lo invita a apoderarse de la corona.

—Por favor, Alteza, tiene que ser un error. —El pánico repentino la hacía sentir débil, mareada—. Por favor, mandad llamar a mi padre, él os dirá que jamás escribió esta carta; el Rey era su amigo.

—Eso pensaba Robert —dijo la Reina—. Esta traición lo habría destrozado. Los dioses fueron misericordiosos, se lo llevaron para que no viviera para ver esto. —Suspiró—. Sansa, querida, comprenderás que esto nos pone en una posición espantosa. Tú eres inocente de todo mal, lo sabemos, pero aun así eres la hija de un traidor. ¿Cómo voy a permitir que te cases con mi hijo?

—Pero yo... lo amo —gimió Sansa, confusa y asustada.

¿Qué pensaban hacer con ella? ¿Qué le habían hecho a su padre? Aquello no era lo que estaba previsto. Ella iba a casarse con Joffrey, estaban prometidos, hasta lo había soñado. No era justo que se lo quitaran todo por algo que había hecho su padre.

—Bien lo sé, pequeña —suspiró Cersei con voz muy amable, muy dulce—. ¿Por qué si no viniste a contarme los planes que tenía tu padre para alejarte de nosotros? Fue por amor.

—Sí, fue por amor —se apresuró a asentir Sansa—. Mi padre ni siquiera me permitía despedirme. —Ella era la hija buena, la hija obediente, pero aquella mañana, hacía ya días, se había sentido casi tan traviesa como Arya; se escabulló de la septa Mordane y desobedeció a su padre. Jamás en su vida había actuado de forma tan impulsiva, y entonces tampoco lo habría hecho de no ser por el amor que profesaba a Joffrey—. Me iba a llevar a Invernalia; quería casarme con algún caballero, pero yo amo a Joff. Se lo dije, pero no me hizo caso. —El Rey había sido su última esperanza. El Rey ordenaría a su padre que la dejara quedarse en Desembarco del Rey, y casarse con el príncipe Joffrey. Pero el Rey siempre le había inspirado temor. Era gritón, tenía la voz ronca y a menudo estaba borracho, seguro que la habría devuelto a Lord Eddard, y eso si conseguía que la recibiera. De modo que fue a ver a la Reina; se lo confió todo. Cersei la escuchó y le dio las gracias de una manera tan dulce... Pero luego Ser Arys la escoltó hasta la habitación más alta del Torreón de Maegor y le puso guardias en la puerta, y unas horas después empezó la lucha—. Por favor —terminó—, tenéis que permitir que me case con Joffrey, seré una buena esposa para él, ya lo veréis. Seré una reina como vos, lo prometo.

—¿Qué responden a su súplica los señores del Consejo? —preguntó la reina Cersei mirando a los demás.

—Pobre niña —murmuró Varys—. Sería una crueldad poner fin a un amor tan sincero e inocente, Alteza... pero, ¿qué remedio nos queda? Su padre ha sido condenado. —Se frotó una mano blanda contra la otra, en gesto de lástima e impotencia.

—La hija nacida de la semilla de un traidor lleva la traición en su naturaleza —dijo el Gran Maestre Pycelle—. Ahora mismo es una niña dulce, pero, ¿quién sabe qué traiciones concebirá antes de diez años?

—No —dijo Sansa, horrorizada—. No, yo jamás... Yo nunca traicionaría a Joffrey; lo amo, de verdad.

—Conmovedor —suspiró Varys—. Pero, en verdad, la sangre puede más que las promesas.

—A mí me recuerda a la madre, no al padre —señaló Lord Petyr Baelish con voz tranquila—. Miradla bien. El pelo, los ojos... es la viva imagen de Cat cuando tenía su edad.

—Niña, si pudiera creer que no eres en absoluto como tu padre —dijo la Reina mientras la miraba, en sus claros ojos verdes había dudas, pero Sansa vio también bondad—, nada me complacería más que verte casada con mi Joffrey. Sé que él te ama con todo su corazón. —Suspiró—. Pero temo que Lord Varys y el Gran Maestre estén en lo cierto. La sangre acabará por revelarse. Todavía recuerdo que tu hermana azuzó a su loba contra mi hijo.

—Yo no soy como Arya —se apresuró a decir Sansa—. Ella lleva la sangre del traidor; yo no. Yo soy buena, preguntad a la septa Mordane, os lo dirá, sólo quiero ser la esposa amante y fiel de Joffrey. —Sentía el peso de los ojos de Cersei mientras la Reina estudiaba su rostro.

—Te creo, niña. —Se volvió hacia los demás—. Mis señores, creo firmemente que si el resto de sus familiares permanecieran leales a nosotros en estos terribles momentos, nuestros temores tendrían poca razón de ser.

—Lord Eddard tiene tres hijos varones. —El Gran Maestre Pycelle se acarició la barba, al tiempo que fruncía el ceño en gesto pensativo.

—No son más que niños —replicó Petyr, encogiéndose de hombros—. A mí me preocupan más Lady Catelyn y los Tully.

—¿Sabes escribir, pequeña? —La reina cogió la mano de Sansa entre las suyas. Sansa asintió, nerviosa. Leía y escribía mejor que ninguno de sus hermanos, aunque las cuentas se le daban fatal—. Me complace que sea así. Puede que aún haya esperanzas para Joffrey y para ti...

—¿Qué queréis que haga?

—Tienes que escribir a tu señora madre, y también a tu hermano mayor... ¿cómo se llama?

—Robb —respondió Sansa.

—No cabe duda de que las noticias de la traición de tu señor padre les llegarán muy pronto. Sería mejor que fueras tú quien se las comunicaras. Debes contarles que Lord Eddard traicionó a su rey.

—Pero si él jamás... —Sansa deseaba con desesperación estar al lado de Joffrey, pero no tenía valor para hacer lo que le pedía la Reina—. Yo no... Alteza, no sabría qué decir...

—Nosotros te dictaremos qué debes escribir, pequeña —dijo la Reina dándole unas palmaditas en la mano—. Lo más importante es que pidas a Lady Catelyn y a tu hermano que mantengan la paz del rey.

—Si no lo hacen les costará muy caro —intervino el Gran Maestre Pycelle—. Por el amor que les profesas, debes decirles que sean prudentes.

—Sin duda tu señora madre temerá por tu vida —siguió la Reina—. Debes decirle que te encuentras bien, bajo nuestro cuidado; que te tratamos con todo respeto y satisfacemos todos tus deseos. Pídeles que vengan a Desembarco del Rey, y que juren lealtad a Joffrey cuando suba al trono. Si lo hacen... entonces sabremos que tu sangre no está corrompida, y cuando llegues a la flor de tu feminidad contraerás matrimonio con el Rey en el Gran Sept de Baelor, ante los ojos de los dioses y los hombres.

«Matrimonio con el Rey.» Aquellas palabras hacían que se le acelerase la respiración. Pero Sansa titubeaba.

—Quizá... si pudiera ver a mi padre, y hablar con él sobre...

—¿Traición? —sugirió Lord Varys.

—Me decepcionas, Sansa. —Los ojos de la Reina eran duros como piedras—. Te hemos contado los crímenes de tu padre. Si eres tan leal como dices, ¿para qué quieres verlo?

—No... sólo pretendía... —Se le humedecieron los ojos—. No está... Por favor, no está herido, ni...

—Lord Eddard no ha sufrido daño alguno —dijo la Reina.

—Y... ¿qué será de él?

—Eso lo debe decidir el Rey —anunció el Gran Maestre Pycelle midiendo las palabras.

¡El rey! Sansa parpadeó para contener las lágrimas. Joffrey era el rey. Su valeroso príncipe jamás haría daño al padre de su prometida, por graves que fueran los crímenes de los que se lo acusaba. Si acudía a él y le suplicaba piedad, la escucharía, sin duda. Tenía que escucharla, la amaba, hasta la Reina lo había dicho. Joff tendría que castigar a su padre, los señores lo esperaban de él, pero quizá podría enviarlo de vuelta a Invernalia, o exiliarlo a una de las Ciudades Libres, al otro lado del mar Angosto. Y sólo durante unos cuantos años. Para entonces, ya estaría casada con Joffrey, y una vez fuera reina podría persuadirlo para que trajera de vuelta a su padre y lo perdonara.

Pero... si su madre o Robb se comportaban como traidores, si convocaban a los vasallos o se negaban a jurar lealtad, o algo así, todo saldría al revés. Su Joffrey era bueno y misericordioso, ella lo sabía en lo más profundo de su corazón, pero un rey debía ser duro con los rebeldes. ¡Tenía que hacérselo entender a su familia!

—Sí... escribiré las cartas —les dijo Sansa.

—Sabía que lo harías. —Cersei Lannister le dedicó una sonrisa cálida como una puesta de sol, y le dio un suave beso en la mejilla—. Joffrey se sentirá muy orgulloso cuando le cuente lo valiente y sensata que has sido.

Al final Sansa escribió cuatro cartas: a su madre, Lady Catelyn Stark; a sus hermanos en Invernalia; a su tía, Lady Lysa Arryn del Nido de Águilas, y a su abuelo, Lord Hoster Tully de Aguasdulces. Cuando terminó, tenía los dedos doloridos y manchados de tinta. Varys tenía el sello de su padre. Ella calentó el lacre blanco sobre una vela, lo dejó caer cuidadosamente y observó cómo el eunuco estampaba en cada carta el lobo huargo de la Casa Stark.

Cuando Ser Mandon Moore acompañó a Sansa a la torre alta del Torreón de Maegor, Jeyne Poole y sus pertenencias ya no estaban allí. Se sintió agradecida; ya no tendría que oír más sollozos. Pero, sin Jeyne, parecía como si hiciera más frío, y eso que consiguió encender el fuego. Puso una silla cerca de la chimenea, cogió uno de sus libros favoritos y se sumergió en las historias de Florian y Jonquil, de Lady Shella y el Caballero del Arco Iris, del valiente príncipe Aemon y su amor imposible por la reina de su hermano.

Sólo mucho más tarde, aquella noche, cuando ya se estaba quedando adormilada, Sansa cayó en la cuenta de que se le había olvidado preguntar por su hermana.

JON (7)

—Othor —anunció Ser Jaremy Rykker—, no cabe duda. Y éste era Jafer Flores. —Dio la vuelta al cadáver con la bota, y el rostro muerto, muy blanco, quedó mirando hacia el cielo encapotado con unos ojos muy, muy azules—. Los dos eran hombres de Ben Stark.

«Hombres de mi tío —pensó Jon, afectado. Recordaba cómo le había suplicado que lo llevara con él—. Dioses, qué novato era yo. Si me hubiera llevado, quizá ahora estaría tendido aquí...»

El brazo derecho de Jafer terminaba en un muñón destrozado de carne desgarrada y hueso astillado, fruto de las fauces de
Fantasma
. La mano derecha flotaba en un frasco de vinagre, en la torre del maestre Aemon. La mano izquierda seguía en su sitio, al final del brazo, pero estaba tan negra como su capa.

—Los dioses se apiaden de nosotros —murmuró el Viejo Oso.

Se bajó de la yegua y le tendió las riendas a Jon. La mañana era extrañamente calurosa; la frente amplia del Lord Comandante estaba perlada de sudor, como rocío sobre un melón. La yegua estaba nerviosa, giraba los ojos y se alejaba de los cadáveres tanto como le permitía la longitud de las riendas. Jon la llevó unos pasos más atrás, tratando de que no escapara. A los caballos no les gustaba aquel lugar. A Jon tampoco.

A los perros les gustaba aún menos.
Fantasma
había guiado a la partida hasta allí; los sabuesos habían resultado inútiles. Cuando Bass, el encargado de las perreras, intentó que siguieran el rastro de la mano cortada, se pusieron como locos, aullaron, ladraron, trataron de escapar. Y en aquel momento gruñían a ratos, gimoteaban y tiraban de las correas, mientras Chett los maldecía por cobardes.

«No es más que un bosque —se decía Jon—, y no son más que cadáveres.» No era la primera vez que veía cadáveres...

La noche anterior había vuelto a tener el sueño sobre Invernalia. En él, recorría el castillo desierto en busca de su padre y bajaba a las criptas. Sólo que había llegado más lejos que nunca. En la oscuridad, oyó el susurro de la piedra al rozar contra la piedra. Se dio la vuelta y vio que los sepulcros se abrían, uno tras otro. Los reyes muertos empezaron a salir de las tumbas frías y negras, y Jon se despertó en medio de la oscuridad, con el corazón acelerado.
Fantasma
se levantó en la cama y le olisqueó el rostro, pero ni eso le quitó la sensación de profundo terror. No se atrevió a dormirse de nuevo, de modo que subió al Muro y paseó inquieto hasta que vio la luz del amanecer en el este.

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