Juego de Tronos (81 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Syrio Forel entrechocó los dientes y asumió la postura de danzarín del agua, con la que sólo presentaba al enemigo un costado.

—Arya, chica —dijo sin mirarla, sin apartar los ojos de los Lannister—, hoy ya no danzaremos más. Vete ya. Corre con tu padre.

—«Veloz como un ciervo» —susurró Arya; no quería dejarlo solo, pero Syrio la había enseñado a obedecer sus órdenes.

—Eso es —dijo Syrio Forel mientras los Lannister se acercaban.

Arya dio un paso atrás con la espada de madera bien apretada en la mano. Al observar a Syrio, comprendió que cuando se batía con ella no hacía más que jugar. Los capas rojas se acercaron a él desde tres lados, todos con acero en las manos. Tenían el pecho y los brazos defendidos con cotas de mallas, y defensas de acero en las ingles, pero las piernas sólo las protegían con cuero. Llevaban las manos desnudas y, aunque los yelmos les cubrían la nariz, no tenían visores para los ojos.

Syrio no esperó a que llegaran hasta él, sino que giró a su izquierda. Arya no había visto jamás a nadie que se moviera tan deprisa. Detuvo una espada con la suya de madera y esquivó la segunda. El segundo guardia perdió el equilibrio y cayó contra el primero. Syrio le puso una bota en la espalda y los dos capas rojas cayeron juntos. El tercer guardia saltó sobre ellos y lanzó un tajo contra la cabeza del danzarín del agua. Syrio se agachó para esquivar la hoja y lanzó una estocada hacia arriba. El guardia cayó entre gritos, mientras la sangre manaba como un surtidor del agujero rojo donde había estado su ojo izquierdo.

Los hombres caídos empezaban a levantarse. Syrio dio una patada a uno en la cara y le quitó el casco de acero al otro. El hombre de la daga le lanzó una puñalada. Syrio detuvo el ataque con el casco y le destrozó la rótula con la espada de madera. El último capa roja gritó una maldición y se lanzó a la carga, sujetando la espada con las dos manos. Syrio se movió, y el acero fue a clavarse en el hombre sin casco que intentaba levantarse, justo entre el cuello y el hombro. La espada perforó la cota de mallas, el cuero y la carne. El hombre que se iba a levantar lanzó un aullido. Antes de que su asesino pudiera recuperar la espada, le lanzó una estocada contra la nuez de la garganta. El guardia dejó escapar un grito ahogado y se tambaleó hacia atrás, con las manos en el cuello, mientras el rostro se le ponía negro.

Cuando Arya llegó a la puerta trasera, la que daba a la cocina, ya había cinco hombres en el suelo, muertos o moribundos. Oyó la maldición entre dientes de Ser Meryn Trant.

—Malditos inútiles... —dijo mientras desenvainaba.

—Chica Arya —exclamó sin mirarla—, fuera ya. —Syrio Forel volvió a asumir la posición, y entrechocó los dientes.

«Mira con los ojos», le había dicho. Ella miró: el caballero llevaba armadura blanca, de los pies a la cabeza: en las piernas, en el cuello, las manos enfundadas en metal, los ojos ocultos tras el alto yelmo blanco y acero cruel en las manos. Contra aquello, Syrio, con su chaleco de cuero y una espada de madera en las manos.

—¡Huye, Syrio! —gritó.

—La primera espada de Braavos no huye —canturreó él mientras Ser Meryn le lanzaba un ataque.

Syrio danzó para esquivar; la espada de madera era un borrón en el aire. En un instante lanzó golpes contra la sien, contra el codo, contra la garganta del caballero; la madera resonó contra el yelmo, contra el guantelete, contra el gorjal. Arya estaba paralizada. Ser Meryn avanzó. Syrio retrocedió. Paró el primer golpe, esquivó el segundo, desvió el tercero.

El cuarto cortó en dos el palo, destrozó la madera y el alma de plomo.

Arya, entre sollozos, se dio media vuelta y huyó.

Atravesó corriendo las cocinas y las despensas, ciega de pánico, empujó a los cocineros y a los pinches, y derribó a una ayudante de panadería que portaba una bandeja de madera. Las aromáticas hogazas de pan recién hecho volaron por los aires. Oyó gritos a su espalda, y estuvo a punto de tropezar con un carnicero que se interpuso en su camino. El hombre tenía un cuchillo en las manos, y los brazos rojos hasta el codo.

Todo lo que Syrio Forel le había enseñado le pasó por la cabeza como un torbellino. «Veloz como un ciervo. Silenciosa como una sombra. El miedo hiere más que las espadas. Rápida como una serpiente. Tranquila como las aguas en calma. El miedo hiere más que las espadas. El hombre que teme la derrota ya ha sido derrotado. El miedo hiere más que las espadas. El miedo hiere más que las espadas. El miedo hiere más que las espadas.» La empuñadura de su espada de madera estaba resbaladiza por el sudor, y Arya jadeaba al llegar a las escaleras de la torrecilla. Se quedó paralizada un instante. ¿Arriba o abajo? Si subía llegaría al puente cubierto que unía el patio con la Torre de la Mano, pero eso sería lo que ellos pensarían que iba a hacer. «No hagas nunca lo que esperan», le había dicho Syrio en cierta ocasión. Arya empezó a bajar por la escalera de caracol, saltaba los estrechos peldaños de dos en dos, de tres en tres. Llegó a una bodega enorme como una cueva, llena de barriles de cerveza apilados hasta seis metros de altura. La única luz de aquel lugar entraba por un ventanuco estrecho, que estaba a mucha altura.

La bodega era un callejón sin salida. No había otra vía de escape que el lugar por el que había entrado. No se atrevía a regresar por las escaleras, pero tampoco podía quedarse allí. Tenía que encontrar a su padre, y decirle qué había pasado. Su padre la protegería.

Arya se colgó la espada de madera del cinturón y empezó a trepar por los barriles, saltando de uno a otro, hasta llegar a la ventana. Se agarró a la piedra con ambas manos y se impulsó. El muro tenía tres codos de ancho; el ventanuco era como un túnel en pendiente hacia arriba. Arya avanzó serpenteando hasta salir a la luz del día. Cuando tuvo la cabeza al nivel del suelo, echó un vistazo hacia el otro lado del patio, en dirección a la Torre de la Mano.

La recia puerta de madera estaba rota, hecha astillas, como si la hubieran derribado a hachazos. Sobre los peldaños había un hombre caído de bruces, muerto, con la capa arrugada bajo el cuerpo y la espalda de la cota de mallas empapada de rojo. Horrorizada, vio que la capa del cadáver era de lana gris ribeteada con seda blanca. No sabía quién era.

—No —susurró.

¿Qué sucedía? ¿Dónde estaba su padre? ¿Por qué habían ido a buscarla los capas rojas? Recordó lo que había dicho el hombre de la barba amarilla, el día que vio a los monstruos: «Si una Mano puede morir, ¿por qué no otra?». Se le llenaron los ojos de lágrimas. Contuvo el aliento para escuchar. Oyó los sonidos de la lucha, gritos, alaridos y el clamor del acero contra el acero, que salía por las ventanas de la Torre de la Mano.

No podía entrar allí. Su padre...

Arya cerró los ojos. Durante un momento, el miedo la paralizó. Habían matado a Jory, a Wyl, a Heward y al guardia de las escaleras, fuera quien fuera. Quizá hubieran matado también a su padre, y la habrían matado a ella si hubieran llegado a cogerla.

—«El miedo hiere más que las espadas» —dijo en voz alta.

Pero no serviría de nada fingir que era una danzarina del agua. Syrio sí lo era, y seguramente el caballero blanco lo había matado, y ella no era más que una niña pequeña con una espada de madera, sola y asustada.

Se retorció para salir al patio y miró a su alrededor con cautela mientras se ponía en pie. El castillo parecía desierto. Y la Fortaleza Roja nunca estaba desierta. Todo el mundo debía de estar escondido dentro y con las puertas atrancadas. Arya alzó la vista hacia sus habitaciones, con gesto desesperado, y enseguida se alejó de la Torre de la Mano. Avanzaba muy pegada a la pared, moviéndose de sombra en sombra, como cuando cazaba gatos... excepto que ahora el gato era ella, y si la atrapaban, la matarían.

Se movió entre los edificios y sobre los muros, siempre con la espalda contra las piedras, para que nadie la sorprendiera. Así llegó hasta los establos sin apenas incidentes. Una docena de capas doradas con cotas de mallas y corazas pasaron corriendo junto a ella cuando estaba en el patio interior; pero, como no sabía de qué lado estaban, se acurrucó en las sombras para que no la vieran.

Hullen, que había sido caballerizo en Invernalia desde que Arya tenía uso de razón, estaba caído en el suelo, junto a la entrada de los establos. Lo habían apuñalado tantas veces que su túnica parecía lucir un dibujo de flores rojas. Arya estaba segura de que había muerto, pero cuando se le acercó, él abrió los ojos.

—Arya... —susurró—. Debes... avisar... a tu señor padre... —Le salió de la boca una espuma sanguinolenta. El caballerizo mayor cerró los ojos y no volvió a hablar.

En el interior había más cadáveres: un mozo de cuadras con el que había jugado a menudo y tres de los guardias de su padre. Cerca de la puerta había un carromato abandonado, cargado de cajones y baúles. Los hombres muertos debían de estar cargándolo para ir a los muelles cuando los atacaron. Arya se acercó más. Uno de los cadáveres era el de Desmond, que le había enseñado su espada y le había prometido que protegería a su padre. Yacía de espaldas, con los ojos abiertos llenos de moscas, mirando sin ver en dirección al techo. Junto a él había otro cadáver con la capa roja y el yelmo con cresta de león de los Lannister. Pero sólo uno. «Cada norteño vale por diez espadas sureñas», le había dicho Desmond.

—¡Mentiroso! —gritó, al tiempo que le asestaba una patada en un ataque de ira.

Los animales estaban inquietos en los establos; resoplaban y piafaban ante el olor de la sangre. Arya sólo tenía un plan: ensillar un caballo y huir, alejarse del castillo y de la ciudad. Sólo tenía que seguir el camino Real, que tarde o temprano la llevaría de vuelta a Invernalia. Cogió bridas y arneses de un gancho de la pared.

Al pasar por detrás del carromato, un baúl caído le llamó la atención. Se debía de haber caído durante la pelea, o quizá lo habían soltado cuando lo estaban cargando al ver que los atacaban. La madera se había roto; la tapa estaba abierta y su contenido, desparramado por el suelo. Arya reconoció prendas de seda, satén y terciopelo que jamás había llegado a ponerse. Pero quizá en el camino Real necesitaría ropas más abrigadas. Y además...

Se arrodilló en el suelo, entre las ropas dispersas. Encontró una gruesa capa de lana, una falda de terciopelo y una túnica de seda, algo de ropa interior, un vestido que le había bordado su madre, una pulsera de plata que podría vender... Apartó la tapa rota a un lado y buscó a
Aguja
entre el contenido. Ella la había escondido al fondo, debajo de todo lo demás, pero al caerse el baúl, todo había quedado revuelto. Por un momento temió que alguien la hubiera encontrado y la hubiera robado. Entonces sintió la dureza del metal bajo una camisa de satén.

—¡Ahí está! —siseó una voz detrás de ella, muy cerca.

Arya, sobresaltada, se dio media vuelta y vio a un mozo de cuadras con una sonrisa burlona en los labios. La camiseta blanca sucia le salía por debajo del jubón mugriento. Tenía las botas cubiertas de estiércol y una horca en la mano.

—¿Quién eres tú? —inquirió Arya.

—La chica no me conoce —dijo él—. Pero yo la conozco a ella, sí, claro. La chica loba.

—Ayúdame a ensillar un caballo —suplicó Arya al tiempo que metía la mano en el baúl para coger a
Aguja
—. Mi padre es la Mano del Rey; él te recompensará.

—Tu padre está muerto —replicó el muchacho. Se acercó a ella—. Pero la Reina me recompensará. Ven aquí, chica.

—¡No te acerques! —Cerró los dedos en torno a la empuñadura de
Aguja
.

—He dicho que vengas. —La agarró por un brazo con brusquedad.

Todo lo que Syrio Forel le había enseñado se le desvaneció de la mente en un instante. En aquel momento de terror repentino, la única lección que Arya pudo recordar fue la primera de todas, la que le había enseñado Jon Nieve.

Le lanzó una estocada hacia arriba con el extremo puntiagudo, llevada por una fuerza salvaje, histérica.

Aguja
atravesó el jubón de cuero y la carne blanca del vientre, y salió por la espalda, entre los omoplatos. El muchacho soltó la horca y dejo escapar un ruido suave, a medio camino entre un jadeo y un suspiro.

—Dioses —gimió mientras su camiseta se teñía de rojo—. Sácame eso.

Cuando Arya retiró la espada, murió.

Los caballos no paraban de relinchar. Arya se quedó mirando el cadáver, aterrada ante la proximidad de la muerte. El chico había vomitado sangre al caer, y más sangre le brotaba de la herida del vientre y formaba un charco bajo el cuerpo. Se había cortado las palmas de las manos al agarrar la hoja. Ella retrocedió, muy despacio, con
Aguja
en la mano. Tenía que marcharse de allí, tenía que huir, muy lejos, a algún lugar donde estuviera a salvo de los ojos acusadores del mozo de cuadras.

Cogió de nuevo las bridas y los arneses, y corrió hacia su yegua, pero cuando se disponía a ensillarla cayó en la cuenta, espantada, de que las puertas del castillo estarían sin duda cerradas. También habría guardias en las poternas. Pero quizá no la reconocieran; quizá, si pensaban que era un chico, la dejarían... No, seguramente les habían ordenado que no dejaran salir a nadie, lo conocieran o no.

Pero había otra manera de salir del castillo...

La silla se le resbaló de las manos, cayó al suelo de golpe y levantó una nube de polvo. ¿Podría encontrar de nuevo la habitación de los monstruos? No estaba segura, pero sabía que debía intentarlo.

Encontró las ropas que había recogido, se puso la capa y ocultó a
Aguja
entre sus pliegues. Con el resto hizo un hato, se lo colocó bajo el brazo y se deslizó hacia la puerta trasera del establo. La abrió y miró al exterior con ansiedad. Le llegó el sonido lejano de las espadas y el alarido de un hombre que gritaba de dolor al otro lado del patio. Tenía que bajar por la escalera de caracol, y pasar por la cocina pequeña y la pocilga; así había llegado la vez anterior, cuando perseguía al enorme gato negro... sólo que para eso tendría que pasar justo por delante de los barracones de los capas doradas. No podía seguir esa ruta. Intentó pensar en otro camino. Si cruzaba por el otro lado del castillo, podría bajar a hurtadillas junto al muro que daba al río, y atravesar el pequeño bosque de dioses... pero entonces tendría que cruzar el patio, a la vista de los guardias que patrullaban sobre la muralla.

Nunca había visto tantos hombres en las murallas. Casi todos eran capas doradas, armados con lanzas. A algunos los conocía de vista. ¿Qué harían si la veían cruzar el patio corriendo? Desde tan arriba la verían muy pequeña, ¿sabrían quién era? ¿Les importaría?

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