Juego de Tronos (86 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Fantasma
saltó. Hombre y lobo cayeron a la vez, sin un grito ni un gruñido, rodaron, chocaron contra una silla, derribaron una mesa cargada de papeles.


Maíz
—graznaba el cuervo de Mormont aleteando sobre ellos—,
maíz, maíz, maíz.

Jon se sentía tan ciego como el maestre Aemon. Siempre con la espalda contra la pared, Jon se deslizó hacia la ventana y arrancó los cortinajes. La luz de la luna entró a raudales en la habitación. Tuvo un atisbo de unas manos negras enterradas en el pelaje blanco, de unos dedos oscuros y tumefactos en torno a la garganta del lobo huargo.
Fantasma
se retorcía y lanzaba dentelladas, pateaba al aire, pero no conseguía liberarse.

Jon no tenía tiempo para sentir miedo. Se lanzó hacia adelante con un grito, y asestó un golpe con todas sus fuerzas con la espada. El acero cortó manga, piel y hueso, pero el sonido al hacerlo era... extraño. Igual que el olor que lo envolvió, tan repugnante y gélido que estuvo a punto de vomitar. Vio un brazo y una mano en el suelo. Los dedos negros se retorcían a la luz de la luna.
Fantasma
consiguió liberarse de la otra mano, y se alejó con la lengua colgando entre los dientes.

El hombre encapuchado alzó el rostro blanco, y Jon asestó otro golpe sin titubear. La espada cortó el hueso, se llevó la mitad de la nariz y abrió un tajo enorme bajo aquellos ojos, aquellos ojos, aquellos ojos azules como estrellas en llamas. Jon reconoció la cara.

—Othor —dijo al tiempo que retrocedía—. Dioses, si está muerto, está muerto, yo lo vi, estaba muerto.

Sintió que algo le rozaba el tobillo. Unos dedos negros se cerraron en torno a su pantorrilla. El brazo le subía por la pierna, desgarrando la lana y la carne. Jon dejó escapar un grito de asco, y se desprendió los dedos de la pierna con la punta de la espada, antes de lanzar aquella cosa volando por los aires. Cayó al suelo, todavía abriendo y cerrando los dedos.

El cadáver avanzó. No había sangre. Sin un brazo, con el rostro casi cortado por la mitad, no parecía sentir nada. Jon mantuvo la espada ante el cuerpo.

—¡No te acerques! —ordenó con voz aguda.


¡Maíz!
—gritaba el cuervo—.
¡Maíz, maíz!

El brazo muerto se salía de la manga cortada, era como una serpiente blanquecina, con una cabeza hecha de cinco dedos negros.
Fantasma
saltó y la agarró entre los dientes. Los huesos de los dedos crujieron. Jon lanzó un tajo al cuello del cadáver, sintió que el acero penetraba en el hueso.

Othor, el muerto, se abalanzó sobre él y lo derribó.

La mesa caída se clavó entre los omoplatos de Jon, y el muchacho se quedó sin aliento. La espada, ¿dónde estaba la espada? ¡Había perdido la maldita espada! Abrió la boca para gritar, pero el ser sobrenatural le metió los dedos negros cadavéricos en la boca. Intentó escupirlos entre arcadas, pero el hombre muerto pesaba demasiado. Iba metiéndole la mano, fría como el hielo, cada vez más profunda en la garganta. Tenía el rostro muerto presionado contra el suyo, llenaba todo su margen de visión. Los centelleantes ojos azules estaban cubiertos de escarcha. Jon arañó la carne fría con las uñas, pateó las piernas de aquel ser. Intentó morder, intentó dar puñetazos, intentó respirar...

Y, de pronto, ya no sintió el peso del cadáver, ya no tuvo sus dedos en la garganta. Jon sólo pudo rodar sobre sí mismo, tembloroso, entre arcadas.
Fantasma
había cogido de nuevo al ser. El lobo huargo le enterró los dientes en las entrañas, arrancó y desgarró. Jon se quedó mirando durante un largo momento, casi inconsciente, antes de acordarse de buscar su espada...

... y vio a Lord Mormont, desnudo y somnoliento, de pie en el umbral, con una lámpara de aceite en la mano. El brazo del ser, retorcido y con los dedos rotos, se arrastraba hacia él.

Jon trató de gritar, pero no tenía voz. Se puso en pie como pudo, dio una patada al brazo y arrancó la lámpara de la mano del Viejo Oso. La llama parpadeó y estuvo a punto de apagarse.


¡Arde!
—graznó el cuervo—.
¡Arde, arde, arde!

Jon se giró y vio los cortinajes que había arrancado de las paredes. Lanzó la lámpara con todas sus fuerzas contra el tejido. El metal se dobló, el cristal se hizo añicos, el aceite se derramó y los cortinajes empezaron a arder. El calor le arreboló el rostro, más dulce que ningún beso.


¡Fantasma!
—gritó.

El lobo huargo corrió hacia él, al tiempo que el ser sobrenatural trataba de levantarse. De su vientre abierto surgían largas serpientes negras. Jon metió una mano entre las llamas, agarró un puñado de tela ardiendo, y la lanzó contra el hombre muerto.

—Que arda —rezó mientras las cortinas abrasaban el cadáver—, oh, dioses, por favor, que arda.

BRAN (6)

Los Karstark llegaron en una fría mañana ventosa desde su castillo, en Karhold, con trescientos hombres a caballo y doscientos a pie. Las puntas de acero de sus lanzas brillaban a la escasa luz del ocaso a medida que se aproximaba la columna. Por delante iba un hombre con un tambor que era más grande que él, tocando un ritmo lento y grave,
bum
,
bum
,
bum
.

Bran vio cómo se aproximaban desde una torreta de vigilancia en el muro exterior, a través del catalejo de bronce del maestre Luwin, y montado sobre los hombros de Hodor. Encabezaba la marcha el propio Lord Rickard, acompañado por sus hijos Harrion, Eddard y Torrhen, todos bajo los estandartes negros con el emblema de su Casa, el sol blanco. La Vieja Tata decía que por sus venas corría sangre Stark desde hacía cientos de años, pero a los ojos de Bran no tenían ninguna similitud. Eran hombres corpulentos, de aspecto fiero, con barbas espesas y el pelo suelto que les caía sobre los hombros. Llevaban capas de pieles de oso, de foca y de lobo.

Sabía que eran los últimos. El resto de los señores ya estaba allí con sus huestes. Bran habría dado cualquier cosa por cabalgar con ellos, por ver las casas invernales llenas a rebosar, las multitudes en la plaza del mercado todas las mañanas, y las calles apisonadas y sucias por las ruedas de los carros y los cascos de los caballos.

—No podemos prescindir de ningún hombre para que te acompañe —le había explicado su hermano.

—Me llevaré a
Verano
—insistió Bran.

—No seas chiquillo ahora, Bran —replicó Robb—. Sabes que no puede ser. Hace tan sólo dos días, uno de los hombres de Lord Bolton apuñaló a uno de los de Lord Cerwyn en el Leño Humeante. Si permitiera que te pusieras en peligro, nuestra señora madre me despellejaría. —Lo dijo con la voz de Robb
el Señor
. Bran sabía que eso significaba que no había discusión posible.

La culpa de todo la tenía lo que había sucedido en el Bosque de los Lobos, estaba seguro. El recuerdo aún le provocaba pesadillas. Se había sentido indefenso como un bebé, tan incapaz de protegerse como lo habría sido Rickon en su lugar, o aún peor... porque Rickon habría dado patadas, al menos. Aquello le daba vergüenza. Sólo tenía unos pocos años menos que Robb. Si su hermano era casi un hombre, él también. Tendría que haber sido capaz de protegerse.

Hacía un año, antes, habría visitado la ciudad aunque tuviera que hacerlo trepando por los muros, él solo. Pero ya no podía bajar corriendo las escaleras, subirse a su poni ni llevar un escudo de madera con el que derribar por los suelos al príncipe Tommen. Ya no podía hacer más que mirar, otear por el catalejo del maestre Luwin. Al menos el maestre le había enseñado todos los estandartes: el puño enguantado de los Glover, blanco sobre gules; el oso negro de Lady Mormont; el repugnante hombre desollado que precedía a Roose Bolton, de Fuerte Terror; el alce de los Hornwood; el hacha de batalla de los Cerwyn; los tres árboles centinelas de los Tallhart; y el temible emblema de la Casa Umber, un gigante rugiente con cadenas rotas.

Pronto aprendió a reconocer también los rostros, en cuanto los señores, sus hijos y sus caballeros llegaron a Invernalia para los festines. Ni siquiera el Salón Principal bastaba para acogerlos a todos sentados, de manera que Robb recibía a los vasallos principales por turnos. Bran ocupaba siempre el lugar de honor, a la derecha de su hermano. Algunos de los señores vasallos lo miraban con desconfianza, como si se preguntaran si un niño de tan corta edad, y encima tullido, tenía derecho a estar situado por encima de ellos.

—¿Cuántos van ya? —preguntó Bran al maestre Luwin después de que Lord Karstark y sus hijos cruzaran a caballo las puertas de la muralla exterior.

—Doce mil hombres, o tan cerca de doce mil que la cifra exacta no importa.

—¿Y cuántos caballeros?

—Los suficientes —respondió el maestre con cierta impaciencia—. Para ser caballero hay que velar en un sept, y ser ungido con los siete aceites, que consagran el juramento. En el norte, muy pocas de las grandes casas adoran a los Siete. El resto son fieles a los antiguos dioses, y no nombran caballeros... pero esos señores y sus hijos son espadas juramentadas, y no por ello menos valientes, leales y honorables. El valor de un hombre no se mide por un «Ser» que alguien ponga delante de su nombre. Te lo he dicho muchas veces.

—De todos modos —insistió Bran—, ¿cuántos caballeros?

—Trescientos o cuatrocientos... —El maestre Luwin suspiró—. Entre tres mil lanceros que no son caballeros.

—Lord Karstark es el último —dijo Bran, pensativo—. Robb cenará con él esta noche.

—Sin duda.

—¿Falta mucho para... que se vayan?

—Tienen que partir pronto, o ya no valdrá la pena —replicó el maestre Luwin—. La ciudad invernal está llena hasta los topes, y si este ejército se queda mucho más acabará con todas las provisiones. Hay otros que se les unirán a lo largo del camino Real: caballeros libres, lacustres, Lord Manderly y Lord Flint. Han comenzado los enfrentamientos en las tierras de los ríos; a tu hermano le quedan muchas leguas por delante.

—Lo sé. —Bran se sentía tan deprimido como denotaba su voz. Tendió el tubo de bronce al maestre, y se dio cuenta de que el pelo de Luwin empezaba a ralear en la coronilla. Se le veía el cuero cabelludo rosado. Le parecía extraño mirarlo así, desde arriba, cuando se había pasado la vida alzando la vista para mirarlo, pero cuando uno iba sentado en los hombros de Hodor lo veía todo abajo—. Ya no quiero mirar más. Hodor, llévame al castillo.

—Hodor —dijo Hodor.

—Bran, tu hermano no va a tener tiempo para recibirte ahora —dijo el maestre Luwin mientras se guardaba el tubo en la manga—. Tiene que recibir a Lord Karstark y a sus hijos, para darles la bienvenida.

—No molestaré a Robb. Quiero visitar el bosque de dioses. —Puso una mano en el hombro de Hodor—. Hodor.

En el granito de la pared interior de la torre había excavados varios asideros para bajar, a modo de escaleras. Hodor tarareaba una cancioncilla sin melodía, mientras Bran rebotaba en su espalda, en la silla de mimbre que le había ideado el maestre Luwin. Luwin se había inspirado en las cestas que utilizaban las mujeres para llevar leña a la espalda: sólo había que abrir agujeros para las piernas y poner unas cuantas correas más de manera que el peso de Bran se distribuyera de manera homogénea. No era tan agradable como montar a
Bailarina
, pero había lugares a los que
Bailarina
no podía ir, y aquello no le daba tanta vergüenza como cuando Hodor lo llevaba en brazos como a un bebé. A Hodor también parecía gustarle, aunque con él nadie sabía. Lo único complicado eran las puertas: a veces Hodor se olvidaba de que llevaba a Bran a la espalda, y si la puerta era baja resultaba bastante doloroso.

En las últimas dos semanas había habido tantas idas y venidas que Robb había ordenado que los dos rastrillos estuvieran alzados, y el puente levadizo bajado, incluso durante la noche. Una larga columna de lanceros con armaduras cruzaba el foso que se abría entre los muros cuando Bran salió de la torre; eran hombres de los Karstark, que seguían a sus señores al interior del castillo. Llevaban yelmos de hierro negro y capas de lana también negra, con el blasón del sol blanco. Hodor trotó junto a ellos, sonriente, con pisadas que resonaban contra la madera del puente. Los jinetes les dirigieron miradas extrañadas, y Bran alcanzó a oír una risotada. Se negó a permitir que aquello lo afectara.

—Te mirarán —le había advertido el maestre Luwin la primera vez que ataron la cesta de mimbre al pecho de Hodor—. Te mirarán, harán comentarios, y algunos incluso se burlarán.

«Que se burlen», pensó Bran. Nadie se burlaba de él cuando estaba en su habitación, pero se negaba a pasarse la vida en la cama.

Al pasar bajo la puerta del rastrillo, Bran se llevó dos dedos a la boca y silbó.
Verano
se acercó saltando por el patio. De repente los lanceros Karstark tuvieron que luchar por controlar sus monturas, porque los caballos relincharon y corcovearon. Un semental se encabritó, y su jinete tuvo que agarrarse desesperadamente para no caer. El olor de los lobos huargos enloquecía de pánico a los caballos que no estaban acostumbrados, pero se tranquilizarían en cuanto
Verano
se perdiera de vista.

—Al bosque de dioses —recordó a Hodor.

Hasta la propia Invernalia estaba abarrotada. En el patio resonaban los ruidos de espadas y hachas, el crujido de los carromatos y los ladridos de los perros. Las puertas de la armería estaban abiertas, y Bran vio a Mikken en la forja, golpeando con el martillo al tiempo que el sudor le corría por el pecho desnudo. Bran jamás había visto a tantos desconocidos juntos, ni siquiera cuando el rey Robert fue a visitar a su padre.

Trató de no estremecerse cuando Hodor se agachó para pasar por una puerta baja. Recorrieron un pasadizo largo, en penumbra, con
Verano
a su lado. De cuando en cuando, el lobo miraba hacia arriba, con unos ojos que brillaban como el oro líquido. A Bran le habría gustado tocarlo, pero estaba demasiado alto; no llegaba con la mano.

El bosque de dioses era una isla de paz en el mar de caos en que se había convertido Invernalia. Hodor pasó entre los robles, los centinelas y los palos santos, y llegó al estanque junto al que crecía el árbol corazón. Se detuvo bajo las ramas retorcidas del arciano, siempre canturreando. Bran alzó las manos y se izó para sacar el peso muerto de sus piernas de los agujeros de la cesta de mimbre. Se quedó allí colgado un instante, mientras las hojas color rojo oscuro le acariciaban el rostro, hasta que Hodor lo cogió y lo sentó en la piedra suave, junto al agua.

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