—Aquellos tres de allí son jinetes de sangre de Drogo —les susurró Illyrio, inclinándose hacia ellos—. El que está junto a la columna es Khal Moro, con su hijo Rhogoro. El hombre de la barba verde es el hermano del arconte de Tyrosh, y el que está detrás de él es Ser Jorah Mormont.
—¿Un caballero? —preguntó Daenerys.
El último nombre le había llamado la atención.
—Ni más ni menos. —Illyrio sonrió tras la barba—. Ungido con los siete óleos por el mismísimo Septon Supremo.
—¿Qué hace aquí?
—El Usurpador quería ajusticiarlo —les dijo Illyrio—. Alguna disputa sin importancia. Creo que vendió unos cazadores furtivos a un esclavista tyroshi en vez de entregarlos a la Guardia de la Noche. Una ley absurda. Cada uno tendría que ser libre para hacer lo que quisiera en sus tierras.
—Quiero hablar con Ser Jorah antes de que acabe la velada —dijo su hermano.
Dany se sorprendió a sí misma mirando al caballero con curiosidad. Era un hombre de cierta edad, más de cuarenta años, y tenía una calvicie incipiente, pero parecía fuerte y en forma. Sus ropas no eran de seda y algodón, sino de lana y cuero. Llevaba una túnica color verde oscuro, con el bordado de un oso negro sobre las dos patas traseras.
Aún estaba mirando a aquel hombre extraño de su tierra natal al que no había visto nunca cuando el magíster Illyrio le puso una mano húmeda en el hombro desnudo.
—Venid, mi querida princesa —susurró—. Ahí está el
khal
en persona.
Dany sintió deseos de huir y esconderse, pero su hermano la estaba mirando. Sabía que, si lo disgustaba, despertaría al dragón. Se dio la vuelta con el corazón en un puño, y miró al hombre que, si Viserys se salía con la suya, la pediría en matrimonio antes de que acabara la noche.
«La joven esclava no andaba desencaminada», pensó. Khal Drogo era un palmo más alto que el hombre de mayor estatura de la sala, pero su andar era ligero, tan elegante como el de la pantera de la casa de fieras de Illyrio. También era más joven de lo que Dany pensaba; no tendría más de treinta años. Tenía la piel del color del cobre bruñido, y lucía muchos anillos de oro y bronce en el espeso bigote.
—Tengo que ir a presentar mis respetos —dijo el magíster—. Esperad aquí, le diré que venga.
—¿Le has visto la trenza, hermanita? —le preguntó Viserys mientras Illyrio se alejaba, agarrándola del brazo con tanta fuerza que le hizo daño.
La trenza de Drogo era negra como la noche, estaba impregnada de aceites aromáticos y adornada con multitud de campanillas que tintineaban suavemente cada vez que se movía. Le colgaba por debajo de la cintura, más abajo incluso de las nalgas, y la punta le rozaba la parte trasera de los muslos.
—¿Ves lo larga que la lleva? —continuó Viserys—. Cuando un dothraki cae derrotado en combate, le cortan la trenza para que todo el mundo sepa que ha sido avergonzado. Khal Drogo nunca ha perdido una batalla. Es la reencarnación de Aegon Lordragón, y tú vas a ser su reina.
Dany contempló a Khal Drogo. Tenía el rostro severo y cruel, con ojos tan fríos y oscuros como el ónice. Su hermano la golpeaba a veces, cuando ella despertaba al dragón, pero no le daba miedo de la misma manera que aquel hombre.
—No quiero ser su reina —se oyó decir con voz frágil, queda—. Por favor, Viserys, por favor, no quiero. Quiero irme a casa.
—¿A casa? —No levantó la voz, pero la ira reverberaba en ella—. ¿Cómo vamos a volver a casa, hermanita? ¡Nos quitaron nuestra casa! —La arrastró hacia las sombras, fuera de la vista de los demás; hundía los dedos en la piel de la niña—. ¿Cómo vamos a volver a casa? —repitió, pensando en Desembarco del Rey y en Rocadragón, y en todo el reino que habían perdido.
Dany se refería sólo a sus habitaciones en la hacienda de Illyrio, que sin duda no eran su verdadero hogar, pero no tenían otra cosa. Su hermano ni siquiera pensaba en aquello. Allí no tenía nada parecido a un hogar. Ni la casa grande de la puerta roja había sido un hogar para él. La aferró con más fuerza todavía, exigiendo una respuesta.
—No lo sé... —dijo al final Dany con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas.
—Yo sí —dijo él con voz cortante—. Vamos a volver a casa con un ejército, hermanita. Vamos a volver con el ejército de Khal Drogo. Y si para eso tienes que casarte y acostarte con él, lo harás. —Sonrió—. Si hiciera falta dejaría que te follara todo su
khalasar
, hermanita, los cuarenta mil hombres uno tras otro, y también sus caballos si con eso consiguiera mi ejército. Da las gracias de que sea sólo Drogo. Con el tiempo, hasta puede que te guste. Venga, sécate los ojos. Illyrio lo trae hacia aquí, y no quiero que te vea llorar.
Dany se giró y vio que era verdad. El magíster Illyrio, todo sonrisas y reverencias, acompañaba a Khal Drogo hacia ellos. Se secó con el dorso de la mano las lágrimas que no había llegado a derramar.
—Sonríe —susurró Viserys, nervioso, con la mano otra vez en la empuñadura de la espada—. Y haz el favor de erguirte. Que vea que tienes tetas. Ya andas bastante escasa aunque te pongas derecha.
Daenerys sonrió y se irguió.
Los visitantes entraban como un río de oro, plata y acero bruñido por las puertas del castillo, más de trescientos, la élite de los abanderados, los caballeros, las espadas leales y los jinetes libres. Sobre ellos ondeaban una docena de estandartes dorados, agitados por el viento del norte, en los que se veía el venado coronado de Baratheon.
Ned conocía personalmente a muchos de los jinetes. Allí estaba Ser Jaime Lannister, de cabellos tan brillantes como el oro batido, y Sandor Clegane, con el espantoso rostro quemado. El muchachito alto que cabalgaba junto a él sólo podía ser el príncipe heredero, y el hombrecillo atrofiado que iba detrás de ellos era sin duda el Gnomo, Tyrion Lannister.
Pero el hombretón corpulento que cabalgaba al frente de la columna, flanqueado por dos caballeros con las capas níveas de la Guardia Real, era casi un desconocido para Ned... hasta que se bajó del caballo de guerra con un rugido harto familiar, y lo estrechó en un abrazo de oso que le hizo crujir los huesos.
—¡Ned! ¡Cómo me alegro de verte! ¡Sigues igual, no sonríes ni aunque te maten! —El rey lo examinó de pies a cabeza y soltó una carcajada—. ¡No has cambiado nada!
Ned habría deseado poder decir lo mismo. Habían pasado quince años desde que cabalgaran juntos para conquistar un trono. El señor de Bastión de Tormentas era entonces un joven de rostro afeitado, ojos claros y torso musculoso; el sueño de cualquier doncella. Con sus dos metros de altura, se erguía por encima de todos los demás, y cuando se ponía la armadura y el gran yelmo astado de su Casa se convertía en un verdadero gigante. También tenía la fuerza de un gigante, y su arma favorita era una maza de hierro con púas que Ned apenas si podía levantar. En aquellos tiempos, el olor del cuero y la sangre lo envolvía como un perfume.
Ahora era el perfume lo que lo envolvía como un perfume, y tenía una circunferencia tan excepcional como su estatura. Ned había visto al rey por última vez hacía nueve años durante la revuelta de Balon Greyjoy, cuando el venado y el lobo huargo se unieron para poner fin a las pretensiones del que se había proclamado rey de las Islas del Hierro. Desde aquella noche en que estuvieron juntos ante la fortaleza vencida, donde Robert aceptó la rendición del señor y Ned se llevó a su hijo Theon como rehén y pupilo, el rey había engordado al menos cuarenta kilos. Lucía una barba negra y tan basta como el alambre, que por lo menos servía para ocultar la papada y los temblorosos mofletes del rey, pero nada podía disimular la barriga ni las bolsas oscuras bajo los ojos.
Pero ahora Robert era el rey de Ned, y no sólo un amigo. No podía decirle aquello.
—Alteza —fue su saludo—. Invernalia está a vuestra disposición.
El resto del grupo también había desmontado, y los mozos de cuadra acudieron a llevarse los caballos. La reina consorte de Robert, Cersei Lannister, entró a pie junto con sus hijos mayores. La casa sobre ruedas en que habían viajado, un enorme carruaje de dos pisos hecho de roble y metales dorados, que remolcaban cuarenta caballos de tiro, era tan ancha que no podía pasar por las puertas del castillo. Ned hincó una rodilla en la nieve para besar el anillo de la reina, mientras Robert abrazaba a Catelyn como si fuera una hermana largo tiempo ausente. A continuación presentaron a sus respectivos hijos, con los comentarios típicos por parte de los adultos.
—Llévame a tu cripta, Eddard —dijo el rey a su anfitrión en cuanto terminaron las formalidades del recibimiento—. Quiero presentar mis respetos.
El corazón de Ned se llenó de afecto hacia el rey, por recordarla aún después de tantos años. Pidió una lámpara de aceite. No hacía falta decir más. La Reina había iniciado una protesta: llevaban viajando desde el amanecer, todos estaban cansados y tenían frío; lo primero era descansar un rato. Que los muertos esperasen. No dijo más. Robert le había dirigido una mirada, y su hermano gemelo, Jaime, la agarró por un brazo y la apartó de allí en silencio.
Ned y aquel rey al que apenas reconocía bajaron juntos a la cripta. Los tortuosos peldaños de piedra eran estrechos. Ned iba delante con la lámpara.
—Ya pensaba que no íbamos a llegar nunca a Invernalia —se quejó Robert mientras descendían—. Tal y como se habla de mis Siete Reinos en el sur, uno tiene tendencia a olvidar que tu parte es tan grande como los otros seis juntos.
—Espero que hayáis tenido un buen viaje, Alteza.
—Pantanos, bosques, campos y ni una posada decente al norte del Cuello —dijo Robert con un bufido—. En la vida había visto nada tan desierto. ¿Dónde vive toda tu gente?
—Puede que sean demasiado tímidos para salir —bromeó Ned. Ya notaba el frío que subía de la cripta, un aliento gélido procedente del centro de la tierra—. No se ven muchos reyes en el norte.
—En cambio sí se ven muchas nevadas de finales de verano. ¡Nieve, Ned! ¡Nada menos que nieve! —Tuvo que apoyarse contra la pared para mantener el equilibrio en la bajada.
—Sí, aquí son frecuentes —dijo Ned—. Espero que no os molestaran. Por lo general son nevadas ligeras.
—Los Otros se lleven tus nevadas ligeras —maldijo Robert—. ¿Cómo será este lugar en invierno? No quiero ni pensarlo.
—Los inviernos son duros —admitió Ned—. Pero los Stark lo soportaremos, como siempre hemos hecho.
—Tienes que venir al sur —le dijo Robert—. Tienes que probar el verano antes de que se acabe. En Altojardín hay campos enteros de rosas doradas que se extienden hasta donde alcanza la vista. Las frutas están tan maduras que te estallan en la boca. Hay melones, melocotones y ciruelas de fuego más dulces que nada que hayas probado. Ya verás, te he traído unas pocas. Hasta en Bastión de Tormentas, con ese viento que sopla de la bahía, durante el día hace tanto calor que no dan ganas ni de moverse. ¡Y no te imaginas cómo están las ciudades, Ned! Hay flores por todas partes, los mercados están a rebosar de comida, los vinos veraniegos son tan baratos y tan buenos que te puedes emborrachar sólo con respirar cerca de ellos. Todos los ciudadanos están gordos, borrachos, y se han hecho ricos. —Se echó a reír y se palmeó el estómago prominente—. ¡Y las mujeres, Ned! —exclamó, con los ojos chispeantes—. Te juro que parece que, con el calor, las mujeres se olvidan del recato. Nadan desnudas en el río, justo ante los muros del castillo. En las calles hace demasiado calor para la ropa de lana o piel, así que van por ahí con esos vestiditos cortos, de seda si tienen dinero y de algodón si no, pero qué más da, en cuanto empiezan a sudar el tejido se les pega a la piel y es como si fueran desnudas. —El rey se rió con ganas.
Robert Baratheon siempre había sido hombre de apetitos voraces, poco dado a negarse ningún placer. En aquello no había cambiado nada. Pero Ned advirtió que esos placeres se estaban cobrando su precio. Cuando llegaron al pie de las escaleras Robert jadeaba, y se le veía el rostro congestionado a la luz de la lámpara mientras se adentraban en la oscuridad de la cripta.
—Alteza —dijo Ned con respeto.
Movió la lámpara en un semicírculo amplio. Las sombras se agitaron en torno a ellos. La luz temblorosa tocó las piedras del suelo, y fue acariciando una larga procesión de columnas de granito que se alejaban a pares en la oscuridad. Entre las columnas estaban los muertos, sentados en tronos de piedra contra las paredes, la espalda apoyada en los sepulcros que contenían sus restos mortales.
—Ella está al final, con mi padre y con Brandon.
Abrió la marcha entre las columnas, y Robert lo siguió sin decir palabra, tiritando en aquel frío subterráneo. Allí jamás hacía calor. Las pisadas de los dos hombres resonaban sobre las piedras y despertaban ecos en la bóveda del techo mientras caminaban entre los muertos de la Casa Stark. Los señores de Invernalia contemplaban su paso. Sus efigies estaban talladas en las piedras que sellaban las tumbas, sentadas en largas hileras, con los ojos ciegos fijos en la oscuridad eterna y con grandes lobos huargo de piedra tendidos a sus pies. Las sombras trémulas hacían que las figuras de piedra parecieran agitarse cuando los vivos pasaban ante ellas.
Según la antigua costumbre, todos los que habían sido señores de Invernalia tenían una espada larga cruzada sobre el regazo para mantener a los espíritus vengativos en sus criptas. Las más viejas se habían ido oxidando hasta reducirse a polvo hacía ya mucho tiempo, y sólo quedaban unas manchas rojas allí donde el metal había descansado sobre la piedra. Ned se preguntó si aquello implicaba que esos fantasmas vagaban ahora libremente por el castillo. Esperaba que no. Los primeros señores de Invernalia habían sido hombres tan duros como la tierra sobre la que gobernaban. En los siglos previos a que los Señores Dragón llegaran por mar nunca habían jurado alianza a hombre alguno, y se hacían llamar «los Reyes del Norte».
Por fin, Ned se detuvo y alzó la lámpara de aceite. La cripta se prolongaba ante ellos en la oscuridad, pero más allá de aquel punto las tumbas estaban vacías y abiertas; eran agujeros negros a la espera de sus muertos, lo esperaban a él y a sus hijos. A Ned no le gustaba pensar sobre el tema.
—Es aquí —dijo al Rey.
Robert asintió en silencio, se arrodilló e inclinó la cabeza.
Se encontraban ante tres tumbas juntas. Lord Rickard Stark, el padre de Ned, había tenido un rostro afilado y adusto. El escultor lo había conocido bien cuando vivía. Estaba sentado en pose de tranquila dignidad con los dedos de piedra aferrados a la espada que tenía sobre el regazo, pero en vida todas las espadas le habían fallado. A ambos lados, en dos sepulcros más pequeños, se encontraban sus hijos.