—Y también hay grumkins y snarks —señaló Tyrion—. No nos olvidemos de ellos, Lord Nieve, ¿si no a qué vendría tanto jaleo?
—No me llames Lord Nieve.
—¿Preferirías que te llamaran el Gnomo? —preguntó el enano arqueando una ceja—. Si dejas que se den cuenta de que sus palabras te hacen daño, jamás te librarás de las burlas. Si te ponen un mote, recógelo y transfórmalo en tu nombre. —Hizo otro gesto con el bastón—. Ven, acompáñame. Deben de estar sirviendo alguna bazofia en la sala común, y me iría bien tomar algo caliente.
Jon también tenía hambre, así que echó a andar junto a Lannister, acortando el paso para acomodarse al avance torpe del enano. El viento empezaba a soplar y a su alrededor se oían los crujidos de los edificios de madera. A lo lejos una contraventana olvidada golpeteaba sin cesar, y en un momento dado resonó un golpe sordo, cuando una espesa capa de nieve se deslizó de un tejado y cayó al suelo cerca de ellos.
—No he visto a tu lobo —dijo Lannister mientras caminaban.
—Cuando entrenamos lo dejo encadenado en los establos viejos. Ahora todos los caballos están en los establos del este, así que no molesta a nadie. El resto del tiempo lo pasa conmigo. Mi celda dormitorio está en la Torre de Hardin.
—La que tiene el almenaje derrumbado, ¿verdad? Hay un montón de piedras en el patio, y la torre se inclina tanto como nuestro noble rey Robert después de una noche de borrachera. Creía que esos edificios estaban abandonados.
—Aquí a nadie le importa dónde duermes —dijo Jon encogiéndose de hombros—. Casi todos los torreones están vacíos, puedes elegir la celda que te dé la gana.
En el pasado el Castillo Negro había albergado a cinco mil soldados, cada uno con caballos, criados y armas. Ahora los ocupantes no eran ni la décima parte, y algunas edificaciones se estaban desmoronando.
La carcajada de Tyrion Lannister se elevó con una nube de vapor en el aire frío.
—Le diré a tu padre que arreste a unos cuantos albañiles más, antes de que tu torre se derrumbe.
Jon detectó el sarcasmo, pero la verdad era innegable. La guardia había construido once grandes fortalezas a lo largo del Muro, pero sólo tres de ellas estaban ocupadas por aquel entonces: Guardiaoriente, en la orilla gris barrida por los vientos; la Torre Sombría, junto a las montañas donde terminaba el Muro, y entre ellas el Castillo Negro, al final del camino Real. Las otras fortalezas llevaban largo tiempo desiertas, y eran lugares solitarios, fantasmales, donde los vientos helados silbaban a través de ventanas negras y los espíritus de los muertos paseaban por los parapetos.
—Para mí es mejor estar solo —dijo Jon, testarudo—. A los demás chicos les da miedo
Fantasma
.
—No son tontos —dijo Lannister. Cambió de tema de repente—. Oye, se dice que tu tío lleva fuera demasiado tiempo.
Jon recordó lo que había deseado en medio de la rabia, la visión de Benjen Stark muerto en medio de la nieve, y esquivó la mirada de su acompañante con rapidez. El enano percibía demasiadas cosas, y no quería que le viera la culpa en los ojos.
—Dijo que estaría de vuelta antes del día de mi nombre —admitió. Su día del nombre había llegado y pasado desapercibido hacía ya dos semanas—. Iban en busca de Ser Waymar Royce, su padre es abanderado de Lord Arryn. El tío Benjen dijo que a lo mejor tenían que llegar hasta la Torre Sombría. Eso está montaña arriba.
—Tengo entendido que últimamente han desaparecido muchos guardias —dijo Lannister mientras subían por las escaleras de la sala común. Sonrió y abrió la puerta—. Puede que los grumkins estén hambrientos este año.
La sala era inmensa, llena de corrientes frías pese al fuego que chisporroteaba en la enorme chimenea. En las vigas del techo elevado anidaban los cuervos. Jon oyó sus graznidos mientras los cocineros de turno de aquel día le daban un cuenco de guiso y un trozo de pan negro. Grenn, Sapo y otros muchachos estaban sentados en el banco más cercano al fuego, riendo e insultándose con sus voces groseras. Jon los miró pensativo un instante y optó por un lugar en el extremo más alejado de la sala, lejos de los demás.
—Cebada, cebolla, zanahoria —murmuró Tyrion Lannister olfateando el guiso con desconfianza. Se había sentado enfrente de él—. Alguien tendría que explicarles a los cocineros que los nabos no son carne.
—Es estofado de carnero. —Jon se quitó los guantes y se calentó las manos con el vapor que despedía el cuenco.
El olor le hizo salivar.
—Nieve. —Jon conocía la voz de Alliser Thorne, pero esta vez tenía un matiz extraño que no le había oído nunca. Se volvió—. El Lord Comandante quiere verte. Ahora mismo.
Durante un instante el miedo paralizó a Jon. ¿Para qué quería verlo el Lord Comandante? Seguro que habían recibido noticias de Benjen, seguro que estaba muerto, su visión se había hecho realidad.
—¿Se trata de mi tío? —farfulló—. ¿Ha vuelto, está bien?
—El Lord Comandante no está acostumbrado a esperar —fue la respuesta de Ser Alliser—. Y yo no estoy acostumbrado a que nadie cuestione mis órdenes, menos aún un bastardo.
—Basta ya, Thorne. —Tyrion Lannister se puso de pie—. Estás asustando al chico.
—No te metas en lo que no te importa, Lannister. Aquí no hay lugar para ti.
—Pero en la corte sí —sonrió el enano—. Sólo tengo que decir las palabras adecuadas a las personas oportunas y te morirás de viejo antes de que te permitan entrenar a otro muchacho. Venga, dile a Nieve por qué quiere verlo el viejo oso. ¿Hay noticias de su tío?
—No —respondió Ser Alliser—. No tiene nada que ver con él. Esta mañana ha llegado un pájaro de Invernalia con un mensaje relativo a su hermano. A su medio hermano —se corrigió de inmediato.
—Bran —jadeó Jon. Se puso en pie, pero le temblaban las rodillas—. A Bran le ha pasado algo.
—Lo siento mucho, Jon —dijo Tyrion Lannister poniéndole una mano en el hombro.
Jon casi ni lo oyó. Se sacudió la mano de Tyrion y recorrió la sala a zancadas. Cuando llegó a las puertas, las zancadas eran ya una carrera. Corrió al Torreón del Comandante, levantando la nieve a su paso. Los guardias le permitieron entrar, y subió de dos en dos los peldaños de la torre. A presencia del comandante llegó un Jon jadeante, con las botas empapadas y el rostro desencajado.
—¿Qué dice de Bran el mensaje? —preguntó.
Jeor Mormont, Lord Comandante de la Guardia de la Noche, era un anciano gruñón de enorme cabeza calva y barba gris hirsuta. Tenía un cuervo posado en el brazo, y le estaba dando granos de maíz.
—Tengo entendido que sabes leer. —Se sacudió el cuervo, que batió las alas, voló hasta la ventana y se posó en el alféizar, donde se quedó para observar cómo Mormont se sacaba un rollo de papel del cinturón y se lo tendía a Jon.
—
Maíz
—graznó con voz áspera—.
Maíz, maíz.
Jon recorrió con el dedo el perfil del lobo huargo en la cera blanca del sello roto. Reconoció la letra de Robb, pero las palabras eran borrosas y apenas podía leerlas. Se dio cuenta de que estaba llorando. Y entonces, a través de las lágrimas, comprendió el sentido de las palabras y alzó la cabeza.
—Se ha despertado —dijo—. Los dioses nos lo han devuelto.
—Inválido —dijo Mormont—. Lo siento, muchacho. Lee el resto de la carta.
Leyó lo que le faltaba, pero no importaba. Nada tenía importancia. Bran iba a vivir.
—Mi hermano va a vivir —dijo a Mormont.
El Lord Comandante asintió con la cabeza, cogió un puñado de maíz y silbó. El cuervo voló hasta su hombro.
—
¡Vivir! ¡Vivir!
—graznó.
—Mi hermano va a vivir —dijo a los guardias cuando bajó corriendo las escaleras, con una sonrisa en el rostro y la carta de Robb en la mano.
Éstos intercambiaron una mirada. El muchacho corrió de vuelta a la sala común, donde Tyrion Lannister estaba terminando de comer. Cogió al hombrecillo por debajo de los brazos, lo alzó en vilo y giró con él.
—¡Bran va a vivir! —exclamó exultante. Lannister parecía sobresaltado. Jon lo soltó y le puso el papel en las manos—. Mira, lo pone aquí —añadió.
Los demás se estaban agrupando a su alrededor y lo miraban con curiosidad. Jon advirtió la presencia de Grenn a pocos metros. Tenía una mano envuelta en gruesos vendajes de lana. Parecía receloso e incómodo, en absoluto amenazador. Jon se dirigió hacia él. Grenn retrocedió y levantó las manos.
—No te acerques a mí, bastardo.
—Siento lo de tu muñeca —dijo Jon con una sonrisa—. Robb me hizo la misma maniobra una vez, sólo que con una espada de madera. Me dolió como los siete infiernos, así que lo tuyo debe de ser peor. Oye, si quieres te puedo enseñar a defenderte de ese ataque.
—Vaya, Lord Nieve quiere ocupar mi puesto —se burló Alliser Thorne que lo había oído todo—. A mí me costaría menos enseñar a un lobo a hacer malabarismos que a ti entrenar a este uro.
—Acepto la apuesta, Ser Alliser —dijo Jon—. Me gustaría mucho que
Fantasma
aprendiera a hacer malabarismos.
Oyó cómo Grenn se atragantaba. Se hizo el silencio.
En aquel momento, Tyrion Lannister estalló en carcajadas. Tres hermanos negros se rieron también en una mesa cercana. Las risas se generalizaron, y al final hasta los cocineros se unieron a ellas. Los pájaros alzaron el vuelo en las vigas, y por último hasta Grenn se echó a reír.
Ser Alliser no apartó los ojos de Jon ni un momento. A medida que las carcajadas lo rodeaban, una sombra le cubrió el rostro. Tenía el puño apretado.
—Has cometido un grave error, Lord Nieve —dijo al final con el tono acre de un enemigo.
Eddard Stark cruzó a caballo las imponentes puertas de bronce de la Fortaleza Roja. Estaba magullado, cansado, hambriento e irritado. Aún no había descabalgado, y soñaba con un largo baño caliente, una gallina asada y un colchón de plumas, cuando el mayordomo del Rey le dijo que el Gran Maestre Pycelle había convocado una reunión urgente del Consejo. Se solicitaba que la Mano los honrara con su presencia en cuanto lo considerase conveniente.
—El momento más conveniente sería mañana por la mañana —gruñó Ned mientras descabalgaba.
—Transmitiré vuestras disculpas a los consejeros, mí señor —dijo el mayordomo con una profunda reverencia.
—No, maldita sea —suspiró Ned. No era conveniente ofender al Consejo incluso antes de empezar su trabajo—. Iré a verlos. Pero antes quiero ponerme algo más presentable.
—Sí, mi señor —asintió el mayordomo—. Os hemos preparado las antiguas habitaciones de Lord Arryn, en la Torre de la Mano. Espero que os resulten adecuadas. Haré que suban vuestras cosas allí.
—Gracias —dijo Ned al tiempo que se arrancaba los guantes de montar y se los colgaba del cinturón. El resto de su grupo llegaba en aquel momento a las puertas. Vio a Vayon Poole, su mayordomo, y lo llamó—. Por lo visto el Consejo me necesita con urgencia. Encárgate de acompañar a mis hijas a sus dormitorios, y dile a Jory que las vigile para que no salgan. Sobre todo que Arya no vaya a explorar. —Poole hizo una reverencia. Ned se volvió hacia el mayordomo real—. Mis carros aún vienen de camino por la ciudad. Necesito una indumentaria más adecuada.
—Será un placer conseguírosla —dijo el mayordomo.
Y así fue cómo llegó Ned a la cámara del Consejo, muerto de cansancio y vestido con ropas prestadas. Cuatro consejeros aguardaban su llegada.
La cámara tenía una decoración suntuosa. El suelo estaba cubierto de alfombras de Myr, en vez de esteras, y en un rincón había un biombo tallado, procedente de las Islas del Verano, en el que aparecían un centenar de bestias fabulosas pintadas en colores brillantes. De las paredes colgaban tapices de Norvos, Qohor y Lys, y una pareja de esfinges valyrias flanqueaban la puerta, con ojos de granates tallados que brillaban en las cabezas de mármol negro.
El consejero al que Ned apreciaba menos, el eunuco Varys, se acercó a él en cuanto entró.
—Lord Stark, me entristecieron mucho las noticias de los problemas que surgieron durante el viaje. Todos hemos visitado el sept y encendido velas por el príncipe Joffrey. Rezo por que se recupere pronto.
La mano del eunuco manchaba de polvo la manga de Ned. El eunuco desprendía un olor desagradable y dulzón, como el de las flores de los cementerios.
—Vuestros dioses os han escuchado —replicó Ned con educada frialdad—. El príncipe está cada día más fuerte.
Se liberó de la mano del eunuco y cruzó la sala hacia donde estaba Lord Renly, al lado del biombo, hablando en voz baja con un hombre de poca estatura que no podía ser más que Meñique. Renly acababa de cumplir los ocho años cuando Robert subió al trono, pero era ya un hombre, y tan parecido a su hermano que a Ned le resultó desconcertante. Al mirarlo tenía la sensación de que no habían pasado los años y era Robert quien estaba ante él, recién obtenida la victoria en el Tridente.
—Ya veo que habéis llegado sano y salvo, Lord Stark —dijo Renly.
—Y también vos —respondió Ned—. Perdonadme, pero a veces sois la viva imagen de vuestro hermano Robert.
—Una mala copia —dijo Renly encogiéndose de hombros.
—Pero con mucho mejor gusto en el vestir —apostilló Meñique—. Lord Renly se gasta en ropa más que la mitad de las damas de la corte.
Era cierto. Lord Renly lucía una indumentaria de terciopelo verde, con doce venados de oro bordados en el jubón. Llevaba echada al hombro de manera informal una capa corta de hilo de oro, prendida con un broche de esmeraldas.
—Hay crímenes peores —dijo Renly con una carcajada—. Por ejemplo, tu gusto en el vestir.
Meñique hizo caso omiso de la puya y miró a Ned con una sonrisa casi insolente.
—Hace años que tenía ganas de conoceros, Lord Stark. Supongo que Lady Catelyn os habrá hablado de mí.
—Así es —replicó Ned con voz gélida. Lo exasperaba la arrogancia del comentario—. Tengo entendido que también conocisteis a mi hermano Brandon.
Renly Baratheon se echó a reír. Varys se acercó discretamente para escuchar.
—Demasiado bien —respondió Meñique—. Todavía conservo un recuerdo de su amistad. ¿También hablaba de mí Brandon?
—A menudo, y con cierto ardor —dijo Ned.
Tenía la esperanza de que aquello pusiera punto final a la conversación. Los duelos verbales le colmaban la paciencia.
—Pensaba que el ardor no se correspondía con la personalidad de los Stark —siguió Meñique—. Aquí, en el sur, se dice que estáis hechos de hielo, y que os derretís si bajáis del Cuello.