—Si sabes quién va a vencer en el segundo enfrentamiento —le gritó Meñique que la había oído—, dímelo pronto o Lord Renly me desplumará. —Ned sonrió.
—Lástima que el Gnomo no esté con nosotros —añadió Lord Renly—. Yo habría ganado el doble.
Jaime Lannister volvía a estar de pie, pero el recargado casco de león se le había abollado en la caída y no se lo podía quitar. El pueblo lo abucheaba y lo señalaba, las damas y los caballeros intentaban disimular las risitas sin conseguirlo, y por encima de cualquier otro ruido Ned oía las carcajadas del rey Robert. Por último tuvieron que llevarse al León de Lannister a la forja de un herrero, ciego y dando tumbos.
Para entonces Ser Gregor Clegane ya había ocupado su puesto en la liza. Era enorme; Eddard Stark no había visto en su vida a nadie tan gigantesco. Robert Baratheon y sus hermanos eran hombres corpulentos, al igual que el Perro, y en Invernalia, el mozo de cuadras retrasado, Hodor, los dejaba pequeños a todos. Pero el caballero al que apodaban la Montaña que Cabalga era aún más grande que Hodor. Apenas le faltaba un palmo para medir dos metros y medio, tenía hombros gigantescos y brazos gruesos como troncos de árboles. Su corcel apenas si parecía un poni entre las enormes piernas embutidas en la armadura, y la lanza que llevaba era, en sus manos, apenas el palo de una escoba.
A diferencia de su hermano, Ser Gregor no vivía en la corte. Era un hombre solitario que rara vez salía de sus tierras, a no ser para una guerra o para un torneo. Había estado al lado de Lord Tywin cuando cayó Desembarco del Rey. Entonces era un caballero recién nombrado, apenas tenía diecisiete años, pero ya resultaba inconfundible por su tamaño y por su ferocidad implacable. Según se rumoreaba, había sido el propio Gregor el que estampó contra una pared el cráneo del príncipe bebé Aegon Targaryen y después había violado a la madre, la princesa dorniana Elia, antes de pasarla por la espada. Eran cosas que no se decían en presencia de Gregor.
Ned no recordaba haber cambiado dos palabras con él: aunque Gregor había estado en su bando durante la rebelión de Balon Greyjoy, no era más que un caballero entre miles. Lo observó con cierta inquietud. Ned no prestaba atención a las habladurías, pero lo que se comentaba acerca de Ser Gregor era abominable. Estaba a punto de contraer matrimonio por tercera vez, y se decían cosas terribles acerca del destino de sus dos primeras esposas. Según los rumores, su fortaleza era un lugar sombrío donde los criados desaparecían sin dejar rastro, y ni los perros osaban entrar en las salas. Y había habido una hermana que murió joven en extrañas circunstancias, y el fuego había desfigurado a su hermano, y su padre había muerto en un accidente de caza. Gregor había heredado la fortaleza, el oro y las propiedades de la familia. Su hermano pequeño Sandor salió de allí el mismo día en que entró en posesión de todo, y puso su espada al servicio de los Lannister. Se decía que no había regresado a su hogar ni siquiera de visita.
Cuando hizo su aparición el Caballero de las Flores, un murmullo recorrió la multitud, y Ned oyó el susurro fervoroso de Sansa: «Es tan guapo...». Ser Loras Tyrell era esbelto como un junco, vestía una armadura de plata increíble, tan pulida que su brillo cegaba, con filigranas de enredaderas negras y diminutos nomeolvides azules. El pueblo se dio cuenta al mismo tiempo que Ned de que el azul de las flores provenía de cientos de zafiros. Una exclamación de asombro escapó de miles de gargantas. El muchacho llevaba a los hombros una capa muy pesada, tejida de verdaderos nomeolvides, miles de ellos, cosidos a la lana tejida.
Su montura era una preciosa yegua gris, tan esbelta como el jinete, la imagen viva de la velocidad. El gigantesco semental de Ser Gregor relinchó en cuanto le llegó su olor. El muchacho de Altojardín hizo un movimiento con las piernas y su yegua empezó a caminar de lado, ágil como una bailarina. Sansa se le agarró del brazo.
—Padre, no permitas que Ser Gregor le haga daño —dijo.
Ned se fijó en que Sansa llevaba la rosa que Ser Loras le había entregado el día anterior. Jory también le había contado aquello.
—Lo que llevan son lanzas de torneo —tranquilizó a su hija—. Las fabrican para que se rompan en cuanto chocan, así nadie resulta herido. —Pero recordó al muchachito muerto en el carro, con su capa ribeteada de lunas, y las palabras se le marchitaron en la garganta.
A Ser Gregor le costaba controlar a su caballo. El semental relinchaba, piafaba y sacudía la cabeza. La Montaña lo golpeó cruelmente con la bota de la armadura. El caballo se encabritó y estuvo a punto de derribarlo.
El Caballero de las Flores saludó al Rey, cabalgó hasta el extremo más lejano de la liza y aprestó su lanza. Ser Gregor consiguió llevar a su caballo hasta su línea de salida, peleándose con las riendas. Y, de pronto, todo comenzó. El semental de la Montaña emprendió el galope, un galope enloquecido, mientras que la yegua cargaba con la suavidad de la seda. Ser Gregor alzó el escudo y aprestó la lanza sin dejar de pelear con su díscola montura, tratando de que avanzara en línea recta. Y, de pronto, Loras Tyrell estaba encima de él, con la punta de su lanza en el lugar preciso, y al instante siguiente la Montaña caía. Era tan enorme que su caballo cayó también, en una maraña de acero y carne.
Ned oyó aplausos, vítores, silbidos, gritos de asombro, murmullos emocionados, y por encima de todo la risa ronca y áspera del Perro. El Caballero de las Flores tiró de las riendas en el extremo de la liza. Su lanza no estaba ni astillada. Los zafiros brillaron al sol cuando se levantó el visor y sonrió. La multitud estaba loca por él.
En medio del campo, Ser Gregor Clegane consiguió ponerse en pie hecho una furia. Se arrancó el yelmo y lo estrelló contra el suelo. Su rostro era una máscara de rabia y el pelo le caía sobre los ojos.
—¡Mi espada! —gritó al escudero.
El muchacho se la llevó corriendo. El semental ya se había puesto en pie.
Gregor Clegane mató al caballo de un mandoble, tan feroz que casi seccionó el cuello del animal. En menos de un instante las aclamaciones se convirtieron en gritos de horror. El semental cayó de rodillas y trató de relinchar. Para entonces Gregor se dirigía ya hacia la zona de la liza donde estaba Ser Loras Tyrell, con la espada ensangrentada en la mano.
—¡Detenedlo! —gritó Ned.
Pero sus palabras se perdieron en el rugido de la multitud. Todos gritaban, y Sansa estaba llorando.
Todo sucedió muy deprisa. El Caballero de las Flores pedía a gritos su espada, Ser Gregor derribó de un golpe a su escudero y agarró las riendas de la yegua. El animal olió la sangre y se encabritó. Loras Tyrell consiguió a duras penas mantenerse sobre la silla. Ser Gregor blandió la espada y asestó un golpe salvaje con ambas manos que acertó al muchacho en el pecho y lo derribó. El corcel huyó, y Ser Loras quedó tendido sobre la tierra. Gregor alzó la espada para asestar el golpe definitivo.
—Déjalo en paz —dijo una voz ronca, al tiempo que una mano de hierro lo apartaba del muchacho.
La Montaña se giró, mudo de rabia, blandiendo la espada larga en un arco mortífero en el que había puesto su asombrosa fuerza, pero el Perro detuvo el golpe y se lo devolvió, y los dos hermanos pelearon durante lo que pareció una eternidad, mientras los criados ponían a salvo al aturdido Loras Tyrell. Por tres veces vio Ned a Ser Gregor lanzar golpes brutales contra el yelmo de cabeza de perro, y en cambio Sandor no dirigió ni un solo ataque contra la cabeza desprotegida de su hermano.
La voz del Rey puso fin a aquello. La voz del Rey y veinte espadas. Jon Arryn les había dicho que un buen comandante debía tener buena voz en el campo de batalla, y Robert había comprobado en el Tridente cuán cierto era aquello.
—¡Que cese esta locura! —rugió—. ¡Lo ordena vuestro rey!
El Perro se dejó caer sobre una rodilla. La espada de Ser Gregor hendió el aire, pero por fin pareció recuperar el sentido común. Dejó caer la espada y miró a Robert, rodeado por su Guardia Real y por otra docena de caballeros y soldados. Sin decir palabra se dio media vuelta y se alejó a zancadas, apartando de un empujón a Barristan Selmy.
—Dejad que se marche —dijo Robert.
Y, tan deprisa como había comenzado, todo terminó.
—¿Ahora el Perro es el campeón? —preguntó Sansa a Ned.
—No —respondió él—. Tiene que haber una última justa, entre el Perro y el Caballero de las Flores.
Pero Sansa estaba en lo cierto. Momentos más tarde Ser Loras Tyrell volvió a la liza. Vestía un sencillo jubón de lino, y se dirigió hacia Sandor Clegane.
—Os debo la vida. Sois el vencedor, ser.
—No soy ningún «ser» —replicó el Perro.
Pero aceptó la victoria, y la bolsa del campeón, y quizá por primera vez en su vida las aclamaciones del pueblo, que le aplaudió mientras salía de la liza para dirigirse hacia su tienda.
Ned y Sansa se encaminaron hacia el prado de tiro con arco, y Meñique, Lord Renly y algunos hombres más les dieron alcance.
—Tyrell sabía que su yegua estaba en celo —iba diciendo Meñique—. Estoy seguro de que el chico lo tenía todo planeado. Gregor siempre monta sementales grandes y temperamentales, con más ardor que sentido común. —Por lo visto le parecía una idea muy graciosa. No así a Ser Barristan Selmy.
—En los trucos no hay honor —dijo el anciano, rígido.
—No habrá honor, pero sí veinte mil piezas de oro —sonrió Lord Renly.
Aquella tarde un muchacho llamado Anguy, un plebeyo desconocido procedente de las Marcas de Dorne, ganó la competición de tiro con arco a Ser Balon Swann y a Jalabhar Xho, a cien pasos, cuando el resto de los arqueros ya habían quedado eliminados en distancias más cortas. Ned envió a Alyn en su busca para ofrecerle un puesto en la guardia de la Mano, pero el chico estaba ebrio de vino, victoria y riquezas jamás soñadas, y lo rechazó.
El combate cuerpo a cuerpo duró tres horas. Tomaron parte casi cuarenta hombres, jinetes libres, caballeros sin tierras, escuderos deseosos de labrarse una reputación... Lucharon con armas embotadas, en un caos de lodo y sangre, formaban pequeños ejércitos que peleaban juntos y luego se dividían a medida que se formaban y rompían alianzas, hasta que sólo quedó un hombre en pie. El vencedor fue el sacerdote rojo Thoros de Myr, un demente que se afeitaba la cabeza y luchaba con una espada llameante. No era la primera vez que vencía esta clase de combate. La espada llameante asustaba a los caballos de los demás jinetes, y a Thoros no lo asustaba nada. El resultado final fueron tres miembros rotos, una clavícula destrozada, una docena de dedos aplastados, dos caballos que hubo que rematar e incontables cortes, esguinces y magulladuras. Ned daba gracias a los dioses porque el Rey no hubiera participado.
Aquella noche, durante el festín, Eddard Stark se atrevió a albergar más esperanzas que en mucho tiempo. Robert estaba de un humor inmejorable. Los Lannister se habían esfumado, y hasta sus hijas se comportaban bien. Jory había llevado a Arya para que tomara parte en la celebración, y Sansa habló a su hermana con amabilidad.
—El torneo ha sido magnífico —suspiró—. Deberías haberlo visto. ¿Cómo va tu danza?
—Estoy toda llena de cardenales —informó Arya alegremente al tiempo que le enseñaba con orgullo una enorme magulladura violácea que tenía en la pierna.
—Debes de bailar fatal —señaló Sansa, dubitativa.
Más tarde, cuando Sansa se fue a escuchar a un grupo de trovadores que interpretaban la compleja serie de baladas entrelazadas denominada «Danza de los Dragones», Ned quiso ver él mismo la magulladura.
—Espero que Forel no te presione demasiado.
Arya se mantuvo en equilibrio sobre una pierna. Cada vez se le daba mejor.
—Syrio dice que cada herida es una lección, y que cada lección te lleva un paso más allá.
Ned frunció el ceño. La reputación de Syrio Forel era excelente, y su extravagante estilo bravoosiano era perfecto para la estilizada espada de Arya, pero aun así... hacía pocos días, la niña había vagado por el torreón con los ojos vendados por una tira de seda negra. Le explicó que Syrio le estaba enseñando a ver con los oídos, con la nariz y con la piel. Y antes de eso la había tenido haciendo volteretas adelante y atrás.
—¿Seguro que quieres seguir con esto, Arya?
—Mañana vamos a cazar gatos —contestó ella después de asentir.
—Gatos —suspiró Ned—. Creo que cometí un error al contratar al bravoosi. Si quieres le diré a Jory que se encargue de enseñarte. O también puedo hablar con Ser Barristan. De joven era el mejor espadachín de los Siete Reinos.
—No —replicó Arya—. Quiero aprender con Syrio.
Ned le acarició el pelo. Cualquier maestro de armas pasable podría enseñar a Arya a lanzar y detener estocadas sin tanta tontería con vendas, volteretas laterales y saltos sobre una pierna, pero conocía demasiado bien a su hija pequeña, sabía que no valía la pena discutir cuando proyectaba hacia afuera aquella mandíbula testaruda.
—Como quieras —dijo. Sin duda no tardaría en cansarse de aquello—. Pero ten cuidado, ¿eh?
—Te lo prometo —le aseguró la niña con solemnidad al tiempo que saltaba de la pierna derecha a la izquierda con un movimiento fluido.
Mucho más tarde, una vez hubo llevado a sus hijas de vuelta a la ciudad y las hubo dejado en sus respectivos dormitorios, a Sansa con sus sueños y a Arya con sus magulladuras, Ned subió por las escaleras que llevaban a sus habitaciones, en la cima de la Torre de la Mano. Aquel día había hecho calor, y el ambiente de la estancia era denso y olía a cerrado. Ned se dirigió hacia la ventana y abrió los pesados postigos para que entrara el aire fresco de la noche. Echó un vistazo al otro lado del patio, y advirtió la luz titilante de una vela en la ventana de Meñique. La medianoche había quedado ya muy atrás. Abajo, junto al río, la jarana apenas empezaba a decaer.
Sacó la daga y la examinó. El arma de Meñique, que Tyrion Lannister había ganado en una apuesta de torneo, enviada para asesinar a Bran mientras estaba inconsciente. ¿Por qué? ¿Para qué querría el enano matar a Bran? ¿Para qué querría nadie matar a Bran?
La daga, la caída de Bran... Todo tenía alguna relación con la muerte de Jon Arryn, lo presentía, pero las circunstancias de la muerte de Jon seguían siendo tan oscuras como al principio. Lord Stannis no había regresado a Desembarco del Rey para el torneo; Lysa Arryn protegía su silencio tras los altos muros del Nido de Águilas; el escudero había muerto, y Jory seguía investigando por los prostíbulos. No tenía nada, sólo al bastardo de Robert.