Juego de Tronos (54 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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El resto de los consejeros hacían lo posible por fingir que no se encontraban allí. Sin duda eran más inteligentes que él. Pocas veces Eddard Stark se había sentido tan solo.

—Si lo haces, te deshonrarás para siempre.

—Pues que caiga la deshonra sobre mi cabeza, mientras mueran. No estoy tan ciego como para no ver la sombra de un hacha cuando la tengo sobre el cuello.

—No hay hacha alguna —dijo Ned a su rey—. Si acaso, es la sombra de una sombra de hace veinte años.

—¿Si acaso? —preguntó Varys con voz suave, al tiempo que se frotaba las manos empolvadas—. Me tomáis por lo que no soy, mi señor. ¿Acaso presentaría yo una mentira al Rey y al Consejo?

—Lo que nos presentáis, mi señor —dijo Ned dirigiendo una mirada gélida al eunuco—, son los chismorreos de un traidor que se encuentra a medio mundo de distancia. Puede que Mormont se equivoque. Puede que mienta.

—Ser Jorah no osaría engañarme —dijo Varys con una sonrisa astuta—. Podéis darlo por seguro, mi señor. La princesa está preñada.

—Eso decís vos. Si os equivocáis, no hay nada que temer. Si la niña aborta, no hay nada que temer. Si da a luz una chiquilla en un lugar de un hijo, no hay nada que temer. Si el bebé muere en las primeras semanas, no hay nada que temer.

—Pero, ¿y si es un varón? —insistió Robert—. ¿Y si vive?

—Aun así, el mar Angosto se seguiría interponiendo entre nosotros. Empezaré a temer a los dothrakis el día en que enseñen a sus caballos a cabalgar sobre las aguas.

El Rey bebió un trago de vino, y miró airado a Ned desde el otro lado de la mesa.

—Así que me recomiendas que no haga nada hasta que el engendro del dragón desembarque con su ejército en mis playas, ¿no?

—El «engendro del dragón» está en el vientre de su madre —dijo Ned—. Ni siquiera Aegon inició sus conquistas hasta después de que lo destetaran.

—¡Dioses! Eres testarudo como un uro, Stark. —El Rey miró al resto de los consejeros—. Y a los demás, ¿qué os pasa, os habéis quedado mudos? ¿Es que nadie le va a meter un poco de sentido común en la cabeza a este idiota de barba helada?

Varys dedicó al Rey su sonrisa más zalamera, y puso una mano blanda en la manga de Ned.

—Entiendo vuestros escrúpulos, Lord Eddard, os lo aseguro. No me satisface en absoluto traer ante el Consejo noticias tan graves. Lo que estamos planeando es algo espantoso, repugnante. Pero los que dominan el mundo deben a veces hacer cosas así por el bien del reino... por mucho dolor que nos cause.

—A mí no me parece que sea tan complicado —dijo Lord Renly encogiéndose de hombros—. Debimos asesinar a Viserys y a su hermana hace años, pero Su Alteza, mi querido hermano, cometió el error de hacer caso a Jon Arryn.

—La misericordia no es nunca un error, Lord Renly —replicó Ned—. En el Tridente, Ser Barristan, aquí presente, mató a una docena de buenos hombres que eran amigos míos y de Robert. Cuando lo trajeron ante nosotros, malherido y al borde de la muerte, Roose Bolton quería que le cortáramos la cabeza, pero vuestro hermano dijo: «No mataré a un hombre por ser leal, ni por luchar bien», y envió a su maestre para que atendiera las heridas de Ser Barristan. —Lanzó al Rey una mirada larga y fría—. Ojalá estuviera aquí ese hombre.

—No es lo mismo —protestó Robert y tuvo la decencia de sonrojarse—. Ser Barristan era un caballero de la Guardia Real.

—Mientras que Daenerys es una niña de catorce años. —Ned sabía que estaba yendo demasiado lejos, pero no podía guardar silencio—. ¿Para qué nos alzamos contra Aerys Targaryen, Robert, si no fue para poner fin al asesinato de niños?

—¡Para poner fin a los Targaryen! —rugió el rey.

—No sabía que tuvieras miedo de Rhaegar, Alteza. —Ned trató de que el desprecio no se trasluciera en su voz, y no lo logró—. ¿Acaso los años te han quitado tanta hombría que ahora tiemblas ante la sombra de un niño nonato?

—Basta ya, Ned —le advirtió Robert, que se había puesto rojo como la grana, al tiempo que lo señalaba con un dedo—. Ni una palabra más. ¿Has olvidado quién es el rey?

—No, Alteza —replicó Ned—. ¿Y tú?

—¡Basta! —rugió el Rey—. Estoy harto de palabrería. Acabemos con este tema antes de que acabéis conmigo. ¿Qué decís los demás?

—Hay que matarla —declaró Lord Renly.

—No tenemos elección —murmuró Varys—. Es una pena, una pena...

—Hay honor en enfrentarse al enemigo en el campo de batalla, Alteza —dijo Ser Barristan Selmi, que había tenido la mirada clavada en la mesa, alzando los ojos azules—, pero no en asesinarlo cuando está en el vientre de su madre. Perdonadme, pero debo apoyar a Lord Eddard.

—Mi orden sirve al reino, no al reinante —dijo el Gran Maestre Pycelle después de carraspear durante lo que parecieron minutos—. En el pasado fui consejero del rey Aerys, y lo hice con la misma lealtad con la que ahora sirvo al rey Robert. No tengo nada contra esa niña, pero pregunto una cosa... si la guerra estallara de nuevo, ¿cuántos soldados morirían? ¿Cuántas ciudades arderían? ¿Cuántos niños se verían arrancados de los brazos de sus madres y perecerían en las puntas de las lanzas? —Se acarició la espesa barba blanca con un gesto de tristeza infinita, de infinito desánimo—. ¿No es más inteligente, más bondadoso incluso, que muera Daenerys Targaryen para que puedan vivir decenas de miles?

—Más bondadoso —asintió Varys—. Bien dicho, Gran Maestre, bien dicho. Qué gran verdad. Si los dioses caprichosos concedieran un hijo varón a Daenerys Targaryen, el reino entero sangraría.

Meñique era el último. Ned lo miró, y Lord Petyr fingió un bostezo.

—Cuando uno está en la cama con una mujer fea, lo mejor que puede hacer es cerrar los ojos y poner manos a la obra —declaró—. Aunque espere, la mujer no será bonita. Hay que besarla y terminar con el asunto.

—¿Besarla? —repitió Ser Barristan, conmocionado.

—Con labios de acero —dijo Meñique.

—Ya lo has visto, Ned. —Robert se volvió para enfrentarse a su Mano—. Selmy y tú os habéis quedado solos. Ya sólo falta resolver un tema, ¿quién la matará?

—Mormont desea un perdón real más que ninguna otra cosa —les recordó Lord Renly.

—Más que ninguna otra cosa —dijo Varys—, pero para disfrutarlo tendría que seguir con vida. A estas alturas la princesa debe de estar cerca de Vaes Dothrak, donde desenfundar una hoja afilada significa la muerte. Si os contara lo que le harían los dothrakis al desgraciado que se atreviera a esgrimir un arma contra una
khaleesi
, no dormiríais esta noche. —Se acarició una mejilla empolvada—. En cambio, un veneno... las lágrimas de Lys, por ejemplo. Khal Drogo no tendría por qué saber que no se trató de una muerte natural.

Los ojos adormilados del Gran Maestre Pycelle se abrieron de golpe. Miró al eunuco con desconfianza.

—El veneno es arma de cobardes —protestó el Rey.

—¿Envías a mercenarios a matar a una niña de catorce años, y todavía hablas de honor? —Ned ya había oído demasiado. Empujó la silla hacia atrás y se levantó—. Hazlo tú en persona, Robert. El hombre que dicta la sentencia tendría que ser capaz de blandir la espada. Mírala a los ojos antes de matarla. Mira sus lágrimas, escucha sus últimas palabras. Es lo mínimo que le debes.

—Dioses —maldijo el Rey; la palabra se le escapó como si no pudiera contener la ira—. Maldito seas, hablas en serio. —Cogió el frasco de vino que tenía junto al codo, descubrió que estaba vacío, y lo estrelló contra la pared—. Se me han acabado el vino y la paciencia. Basta. Quiero que se haga, y ya está.

—No tomaré parte en un asesinato, Robert. Haz lo que quieras, pero no me pidas que le ponga mi sello.

Por un momento Robert no pareció comprender lo que Ned decía. El desafío no era un plato al que estuviera acostumbrado. Poco a poco, a medida que se daba cuenta, se le demudó el rostro. Entrecerró los ojos, y el rubor le subió por el cuello, por encima del terciopelo de los ropajes. Señaló a Ned con un dedo.

—Eres la Mano del Rey, Lord Stark. Harás lo que te ordene, o buscaré otra Mano que cumpla mis órdenes.

—Y yo le desearé la mejor de las suertes. —Ned se quitó el pesado broche con que se cerraba la capa: era una ornamentada mano de plata, símbolo de su cargo. La dejó en la mesa, ante el Rey, sin poder evitar la tristeza por el recuerdo del hombre que se la había puesto, del amigo al que había querido—. Te creía mejor hombre, Robert. Pensé que habíamos puesto en el trono a un hombre más noble.

—Fuera —graznó Robert, atragantándose de ira; tenía el rostro de color púrpura—. Fuera, maldito seas, no quiero saber nada más de ti. ¿A qué esperas? ¡Lárgate, vuelve a Invernalia! Y pase lo que pase, que no vuelva a verte, ¡o haré que claven tu cabeza en la punta de una estaca!

Ned hizo una reverencia y se dio media vuelta sin decir ni una palabra más. Sentía los ojos de Robert clavados en la espalda. Cuando salió de la cámara del Consejo, la discusión se reanudó sin apenas un segundo de pausa.

—En Braavos hay una sociedad que se denomina los Hombres sin Rostro —dijo el Gran Maestre Pycelle.

—¿Tenéis la menor idea de lo caros que son? —se quejó Meñique—. Por la mitad del precio que cobran se podría contratar un ejército de mercenarios, y eso si se les encarga matar a un mercader. No quiero ni pensar lo que cobrarán por una princesa.

La puerta se cerró a su espalda y silenció las voces. Ser Boros Blount montaba guardia ante la cámara, vestía la capa larga blanca y la armadura de la Guardia Real. Miró a Ned con curiosidad por el rabillo del ojo, pero no preguntó nada.

Cruzó el patio en dirección a la Torre de la Mano, con la sensación de que el calor del día era denso y opresivo. Presentía en el aire la amenaza de la lluvia. A Ned le habría gustado. Tal vez la lluvia lo ayudara a sentirse un poco menos sucio. Al llegar a sus aposentos, hizo llamar a Vayon Poole. El mayordomo se presentó de inmediato.

—¿Me habéis llamado, Lord Mano?

—Ya no soy la Mano —replicó Ned—. El Rey y yo hemos discutido. Volvemos a Invernalia.

—Empezaré con los preparativos inmediatamente, mi señor. Necesitaremos dos semanas para disponerlo todo para el viaje.

—Puede que no tengamos ni una semana. Puede que no tengamos ni un día. El Rey habló de clavar mi cabeza en una pica.

Frunció el ceño. No creía en realidad que el Rey fuera a hacerle daño. No, Robert no. En aquel momento estaba furioso, pero en cuanto perdiera a Ned de vista la ira se desvanecería, como le sucedía siempre.

¿Siempre? De pronto, con cierta incomodidad, recordó a Rhaegar Targaryen. Llevaba quince años muerto, pero Robert lo odiaba tanto como antes. Era una idea perturbadora... y también estaba el otro tema, el asunto de Catelyn y el enano acerca del que Yoren le había advertido la noche anterior. Sin duda aquello saldría pronto a la luz, y el Rey estaba hecho una furia... A Robert no le importaba lo más mínimo Tyrion Lannister, pero se sentiría herido en el orgullo, y nadie sabía lo que haría la Reina.

—Lo mejor sería que yo fuera por delante —dijo a Poole—. Me llevaré a mis hijas y a unos cuantos guardias. Los demás nos seguiréis en cuanto estéis preparados. Informa a Jory, pero no se lo digas a nadie más, y no hagas nada hasta que me marche con las niñas. Este castillo está lleno de ojos y orejas, y prefiero que nadie conozca mis planes.

—Como ordenéis, mi señor.

Cuando hubo salido, Eddard Stark se sentó junto a la ventana, pensativo. Robert no le había dejado otra salida. Casi debería darle las gracias. Quería volver a Invernalia. Nunca tendría que haberse marchado. Sus hijos lo aguardaban allí. Quizá Catelyn y él pudieran tener otro, aún no eran tan viejos. Y en los últimos días se había descubierto a menudo soñando con la nieve, con el silencio profundo del Bosque de los Lobos en la noche.

Y, aun así, la idea de marcharse lo enfurecía. Quedaba tanto por hacer... Robert y su Consejo de cobardes y aduladores dejarían el reino en la ruina si no hacía nada. O peor todavía, se lo vendería a los Lannister para pagar deudas. Y seguía sin saber la verdad acerca de la muerte de Jon Arryn. Sí, había descubierto algunos fragmentos, suficientes para convencerlo de que había sido asesinado, pero no eran más que el rastro de un animal en el bosque. Aún no había divisado a la bestia, aunque presentía que estaba allí, oculta, acechante, traicionera.

De repente se le ocurrió que debería regresar a Invernalia por mar. No tenía alma de marino, y en otras circunstancias habría preferido el camino real, pero si viajaba en barco podría detenerse en Rocadragón y hablar con Stannis Baratheon. Pycelle había enviado un cuervo con una carta muy cortés de Ned, en la que pedía a Lord Stannis que volviera a ocupar su asiento en el Consejo Privado. Pero no había llegado ninguna respuesta, y el silencio no hacía más que acentuar su desconfianza. Estaba seguro de que Lord Stannis conocía también el secreto por el que había muerto Jon Arryn. Con toda probabilidad, la verdad que buscaba lo estaría esperando en la antigua isla fortaleza de la Casa Targaryen.

«Y cuando la sepas, ¿qué? Hay secretos que es mejor desconocer. Hay secretos demasiado peligrosos para compartirlos, incluso con aquellos a quienes se ama y en los que se confía.» Ned se enfundó la daga que le había llevado Catelyn. El cuchillo del Gnomo. ¿Por qué habría querido el Gnomo matar a Bran? Para silenciarlo, de eso no cabía duda. ¿Otro secreto, o una hebra diferente de la misma madeja?

¿Y sería Robert parte de él? Jamás lo habría creído, pero tampoco habría creído que fuera capaz de ordenar el asesinato de mujeres y niños. Catelyn había intentado avisarlo. «Conocías al hombre, al rey no lo conoces de nada.» Cuanto antes se fuera de Desembarco del Rey, mejor. Si al día siguiente partía algún barco rumbo norte, viajaría en él.

Hizo llamar de nuevo a Vayon Poole, y lo envió a los muelles para hacer indagaciones, con discreción pero con premura.

—Consígueme el barco más veloz con el capitán más experto —dijo al mayordomo—. No me importa el tamaño de los camarotes, ni la calidad de la mercancía, mientras sea veloz y seguro. Quiero partir cuanto antes.

Tan pronto hubo salido Poole, Tomard le anunció una visita.

—Lord Baelish solicita veros, mi señor.

Ned estuvo tentado de rechazarlo, pero se lo pensó mejor. Todavía no era libre. Hasta que lo fuera, debía seguir jugando según sus reglas.

—Hazlo pasar, Tom.

Lord Petyr entró en la habitación como si aquella mañana no hubiera pasado nada. Lucía una casaca de terciopelo color crema y plata, capa de seda gris y su habitual sonrisa burlona.

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