—Es mentira —murmuró—. El enano me quiere engañar.
—Te lo pondré por escrito —juró Tyrion.
Algunos iletrados desdeñaban la escritura; otros, en cambio, sentían una especie de reverencia supersticiosa ante la palabra escrita, la consideraban una cosa mágica. Por suerte, Mord pertenecía a la última categoría.
—Escribe que me darás oro. Mucho oro.
—Sí, sí, mucho oro —le aseguró Tyrion—. Lo que hay en la bolsa no es más que el aperitivo, amigo mío. Mi hermano tiene una armadura de oro macizo. —En realidad la armadura de Jaime era de acero recubierto con pan de oro, pero aquel imbécil sería incapaz de entender la diferencia.
Mord acarició la correa, pensativo, pero al final se ablandó y fue a buscar papel y tinta. Cuando tuvo la carta en las manos, la observó con gesto de desconfianza.
—Ahora, ve a transmitir mi mensaje —lo apremió Tyrion.
Tiritaba en sueños cuando fueron a buscarlo, ya bien entrada la noche. Mord abrió la puerta, pero no dijo nada. Ser Vardis Egen despertó a Tyrion de un puntapié.
—Levántate, Gnomo. Mi señora quiere verte.
Tyrion se restregó los ojos y amagó una sonrisa que estaba lejos de sentir.
—Eso no lo dudo, pero, ¿por qué crees que yo voy a querer verla a ella?
Ser Vardis frunció el ceño. Tyrion lo recordaba bien, de los años que había pasado en Desembarco del Rey como capitán de la guardia de la Mano. Era un hombre de rostro cuadrado e inexpresivo, cabellos plateados, constitución recia y carente por completo de sentido del humor.
—Lo que quieras o dejes de querer no es asunto mío. Levántate o haré que te lleven a rastras.
—Vaya frío hace esta noche, ¿eh? —comentó Tyrion de pasada mientras se ponía en pie como podía—. Y en la Sala Alta hay muchas corrientes. No me gustaría pescar un resfriado. Mord, ten la amabilidad de ir a por mi capa. —El carcelero lo miró, lleno de desconfianza—. Mi capa —repitió Tyrion—. La de gatosombra que me guardas. Seguro que la recuerdas.
—Tráele la condenada capa —dijo Ser Vardis.
Mord no se atrevió a protestar. Echó a Tyrion una mirada que prometía venganza, pero fue a buscar la capa. Cuando la puso en torno al cuello del prisionero, Tyrion sonrió.
—Muchas gracias. Pensaré en ti cada vez que me la ponga. —Se echó un pico de la capa sobre el hombro, y por primera vez en muchos días empezó a entrar en calor—. Adelante, Ser Vardis.
Cincuenta antorchas iluminaban la Sala Alta de los Arryn desde los candelabros en las paredes. Lady Lysa vestía una túnica de seda negra con el emblema de la luna y el halcón bordado en perlas sobre el pecho. No parecía el tipo de persona que pensara unirse a la Guardia de la Noche, de modo que Tyrion dedujo que la mujer pensaba que la ropa de luto era lo más adecuado para escuchar su confesión. Llevaba la larga melena castaña recogida en una trenza complicadísima que le caía sobre el hombro izquierdo. El trono más alto, a su lado, estaba vacío. Sin duda el pequeño señor del Nido de Águilas estaría temblando en sueños. Tyrion consideró que era un pequeño detalle en su favor.
Hizo una profunda reverencia y echó un vistazo a su alrededor. Como esperaba, Lady Arryn había convocado a los caballeros y sirvientes para que escucharan su confesión. Vio el rostro arrugado de Ser Brynden Tully y la cara regordeta de Lord Nestor Royce. Junto a Nestor se encontraba un hombre más joven, de patillas y bigotes negros, que sólo podía ser su heredero, Ser Albar. Había representantes de casi todas las casas principales del Valle. Tyrion advirtió la presencia de Ser Lyn Corbray, esbelto como una espada; de Lord Hunter, con sus piernas gotosas; de la viuda Lady Waynwood, rodeada por sus hijos. Otros llevaban emblemas que no conocía: una lanza rota, una víbora verde, una torre en llamas, un cáliz con alas...
Entre los señores del Valle estaban algunos de sus compañeros durante el viaje por el camino alto. Ser Rodrik Cassel, todavía pálido y apenas recuperado de sus heridas, estaba junto a Ser Willis Wode. Marillion, el bardo, tenía una lira nueva. Tyrion sonrió: le pasara lo que le pasara allí aquella noche, no quería que fuera un secreto, y el bardo sería el candidato perfecto para lanzar la historia a los cuatro vientos.
Al fondo de la sala estaba Bronn, recostado contra una columna. El guerrero tenía los negros ojos clavados en Tyrion y la mano apoyada en el pomo de la espada. Tyrion lo miró también, pensativo...
—Se nos ha dicho que quieres confesar tus crímenes. —Catelyn Stark fue la que rompió el silencio.
—Así es, mi señora —respondió Tyrion.
—Las celdas del cielo siempre acaban por quebrantarles el ánimo. —Lysa Arryn sonrió a su hermana—. En ellas los dioses los ven, y no hay oscuridad en la que puedan ocultarse.
—No me parece que esté muy quebrantado —replicó Lady Catelyn.
—Hablad —ordenó Lady Lysa a Tyrion, haciendo caso omiso de las palabras de Catelyn.
«Aquí es donde me lo juego todo», pensó él al tiempo que lanzaba otra mirada rápida en dirección a Bronn.
—¿Por dónde podría empezar? Sí, soy un hombrecillo vil, lo confieso. Damas, caballeros, mis pecados son incontables. Me he acostado con prostitutas, y no una vez, sino cientos. He deseado la muerte de mi padre, y también la de mi hermana, nuestra reina. —Alguien a su espalda dejó escapar una risita—. No siempre he sido bondadoso con mis sirvientes. He apostado. Me sonroja admitirlo, pero también he hecho trampas. He dicho muchas cosas crueles y maliciosas de las nobles damas y caballeros de la corte. —Aquello provocó otra carcajada—. En cierta ocasión...
—¡Silencio! —El rostro blanco de Lysa Arryn estaba congestionado de ira—. ¿Qué hacéis, enano?
—Es evidente, mi señora. —Tyrion inclinó la cabeza hacia un lado—. Confieso mis crímenes.
—Se os acusa de enviar a un asesino a sueldo para que asesinara en su lecho a mi hijo Bran —dijo Catelyn Stark dando un paso al frente—, y de conspirar para acabar con la vida de Lord Jon Arryn, la Mano del Rey.
—Esos crímenes no los puedo confesar —dijo Tyrion encogiéndose de hombros—. No sé nada de ningún asesinato.
—No permitiré que os burléis de mí —dijo Lady Lysa levantándose del trono de arciano—. Ya os habéis reído un rato, Gnomo. Espero que os hayáis divertido. Ser Verdis, llevadlo otra vez a las mazmorras... pero buscadle una celda más pequeña, con el suelo más inclinado.
—¿Así es como se hace justicia en el Valle? —rugió Tyrion en voz tan alta que Ser Vardis se quedó paralizado un instante—. ¿Es que todo el honor se queda en la Puerta de la Sangre? Me acusáis de crímenes, niego haberlos cometido, y me encerráis en una celda a cielo abierto para que muera de frío y hambre. —Alzó la cabeza para que todos pudieran ver las magulladuras que le había hecho Mord en la cara—. ¿Dónde está la justicia del rey? ¿Acaso el Nido de Águilas no forma parte de los Siete Reinos? Me acusáis. Muy bien. ¡Pues exijo un juicio! Permitidme hablar, y que los dioses y los hombres juzguen si lo que digo es cierto o falso.
Un murmullo recorrió la Sala Alta. Tyrion supo que había ganado. Era un noble, hijo del señor más poderoso del reino, hermano de la mismísima Reina. No podían negarle un juicio. Algunos guardias con capas azul celeste habían echado a andar hacia Tyrion, pero Ser Varis les dio el alto y miró a Lady Lysa.
La pequeña boca de la mujer estaba retorcida en una sonrisa crispada.
—Si os juzgamos y os declaramos culpable de los crímenes que se os atribuyen, las mismas leyes del rey dictan que paguéis con vuestra sangre. En el Nido de Águilas no tenemos verdugos que decapiten, mi señor de Lannister. Simplemente, abrimos la Puerta de la Luna.
El grupo de espectadores se separó. Había una estrecha puerta de arciano entre dos columnas de mármol, y en la madera blanca se veía una medialuna. Los que se encontraban más cerca retrocedieron cuando una pareja de guardias avanzó hacia la puerta. Uno retiró los pesados barrotes de bronce, y el segundo abrió la puerta hacia adentro. La ráfaga de viento que entró aullando agitó sus capas azules. Tras la puerta se veía el cielo nocturno, salpicado de estrellas frías e impasibles.
—Contemplad la justicia del rey —dijo Lysa Arryn.
Las llamas de las antorchas se agitaron como pendones a lo largo de las paredes, y más de una se apagó.
—Lysa, no me parece buena idea —dijo Catelyn Stark mientras el viento negro azotaba la sala.
—Decís que queréis un juicio, mi señor de Lannister —continuó Lysa sin hacer caso del comentario de Catelyn—. Muy bien, tendréis un juicio. Mi hijo escuchará lo que digáis, y luego vos escucharéis su sentencia. Después os podréis marchar... por una puerta o por la otra.
Parecía muy satisfecha consigo misma, y Tyrion pensó que tenía motivos para ello. La perspectiva de un juicio no le parecía amenazadora, su hijo debilucho era el juez. Tyrion echó un vistazo a la Puerta de la Luna. «Haz que vuele el hombre malo», había pedido el niño. ¿A cuántos hombres habría arrojado por aquella puerta el condenado mocoso?
—Os lo agradezco, mi señora, pero no hay por qué molestar a Lord Robert —dijo Tyrion con cortesía—. Los dioses saben que soy inocente. Prefiero su veredicto al juicio de los hombres. Exijo un juicio por combate.
Las carcajadas llenaron la Sala Alta de los Arryn. Lord Nestor Royce dejó escapar un bufido, y Ser Willis rió entre dientes. Ser Lyn Corbray se estremecía entre risotadas, y otros rieron tanto que se les saltaron las lágrimas. Marillion pulsó torpemente una cuerda del arpa nueva con los dedos rotos, para arrancarle una nota alegre. Hasta el viento que entraba por la Puerta de la Luna parecía silbar burlón.
Los ojos acuosos de Lysa Arryn parecían inseguros. Tyrion supo que la había hecho titubear.
—Es cierto, os asiste ese derecho.
—Mi señora, os suplico que me concedáis el honor de ser el campeón de vuestra causa. —El caballero joven con la víbora verde bordada en el chaleco se había adelantado e hincado una rodilla en el suelo.
—Ese honor debe ser para mí —intervino el viejo Lord Hunter—. Por el afecto que profesaba a vuestro señor esposo, permitidme vengar su muerte.
—Mi padre sirvió fielmente a Lord Jon como Mayordomo Mayor del Valle —retumbó la voz de Ser Albar Royce—. Dejadme a mí que sirva a su hijo.
—Los dioses favorecen al hombre que defiende la causa justa —intervino Ser Lyn Corbray—, pero a menudo coincide con que es también el hombre que mejor maneja la espada. Y todos los presentes saben quién es el mejor —terminó con una sonrisa modesta.
Doce hombres más se levantaron para reclamar el honor, hablando todos a la vez. Tyrion suspiró, desalentando. No se había dado cuenta de que existían tantos desconocidos ansiosos por matarlo. Quizá su idea no había sido tan buena.
—Os doy las gracias a todos, señores —dijo Lady Lysa alzando la mano para pedir silencio—, igual que haría mi hijo si estuviera presente. No hay hombres en los Siete Reinos tan nobles y valerosos como los caballeros del Valle. Me gustaría poder concederos a todos el honor que me solicitáis. Pero sólo puedo elegir a uno. —Hizo un gesto—. Ser Vardis Egen, fuisteis la mano derecha de mi señor esposo. Seréis nuestro campeón.
Ser Vardis había guardado silencio hasta aquel momento.
—Mi señora —dijo en aquel momento, clavando una rodilla en el suelo—. Te ruego que encomiendes a otro esta carga, yo no la deseo. Ese hombre no es ningún guerrero. Fijaos bien en él. Se trata de un enano, de la mitad de mi tamaño, y con las piernas tullidas. Me avergonzaría asesinar a un hombre así, y llamarlo justicia.
«Excelente», pensó Tyrion.
—Estoy de acuerdo —dijo.
—Vos fuisteis el que pidió este juicio por combate —repuso Lysa mirándolo.
—Y ahora pido un campeón, igual que habéis hecho vos. Sé que mi hermano Jaime estará encantado de representarme.
—Vuestro querido Matarreyes está a cientos de leguas de aquí —le espetó Lysa Arryn.
—Enviadle un pájaro. No me importa esperar a que llegue.
—Os enfrentaréis a Ser Vardis mañana.
—Bardo —dijo Tyrion, volviéndose hacia Marillion—, cuando cantes tu balada sobre estos hechos, no te olvides de decir también cómo Lady Arryn negó al enano el derecho a tener un campeón. Que lo obligó a enfrentarse a su mejor guerrero, tullido, magullado y cojo como estaba.
—¡No os niego nada! —chilló Lysa Arryn con la voz tensa por la irritación—. Elegid a un campeón, Gnomo... si creéis que habrá alguien dispuesto a morir por vos.
—Si no os importa, prefiero encontrar a alguien dispuesto a matar por mí. —Tyrion recorrió la sala con la mirada.
Nadie se movió. Durante un largo instante, se preguntó si no habría cometido un error colosal.
Y, en aquel momento, alguien avanzó desde el fondo de la sala.
—Yo me batiré por el enano —anunció Bronn.
Volvió a tener el mismo sueño de hacía tiempo, el de los tres caballeros con capas blancas, la torre caída y Lyanna en su lecho de sangre.
En el sueño, sus amigos cabalgaban con él, como había sucedido en la realidad: el orgulloso Martyn Cassel, padre de Jory; el fiel Theo Wull; Ethan Glover, que había sido pupilo de Brandon; Ser Mark Ryswell, de verbo amable y corazón bondadoso; el lacustre Howland Reed; Lord Dustin a lomos de su semental alazán. Ned había conocido sus rostros tan bien como el suyo propio, pero los años habían erosionado los recuerdos, incluso aquellos que había prometido no olvidar jamás. En el sueño no eran más que sombras, espectros grises cabalgando sobre caballos de niebla.
Eran siete, y se enfrentaban a tres. En el sueño, tal como había sucedido en la realidad. Pero no eran tres jinetes cualesquiera. Habían estado esperando ante la torre redonda, con las montañas rojizas de Dorne a sus espaldas, las capas blancas ondeando al viento. Y no eran sombras; sus rostros seguían siendo claros pese al tiempo. Ser Arthur Dayne, la Espada del Amanecer, con una amplia sonrisa en los labios. La empuñadura de su mandoble,
Albor
, le asomaba por encima del hombro derecho. Ser Oswell Whent tenía una rodilla hincada en el suelo y afilaba su hoja con una piedra de amolar. En su yelmo blanco, el halcón que era el emblema de su Casa desplegaba las alas negras. Entre ellos se encontraba el torvo Ser Gerold Hightower, el Toro Blanco, Lord Comandante de la Guardia Real.
—Os busqué en el Tridente —les dijo Ned.
—No estábamos allí —replicó Ser Gerold.
—De haber estado el Usurpador lloraría lágrimas de sangre —dijo Ser Oswell.