—¡No! —gritó Ned—. ¡Vete, Jory! —El caballo de Ned resbaló y fue a caer al barro.
Durante un momento el dolor fue cegador, sintió el sabor de la sangre en la boca.
Vio cómo le cortaban las patas al caballo de Jory, y cómo lo arrastraban al suelo, y cómo las espadas subían y bajaban sobre él. Cuando el caballo de Ned se puso en pie de nuevo él también intentó levantarse, pero cayó de nuevo con un grito ahogado. Vio el hueso astillado que le salía por la pantorrilla. Fue lo último que vio durante largo rato. La lluvia seguía cayendo.
Cuando abrió los ojos, Lord Eddard Stark estaba a solas con sus muertos. Su caballo se le acercó, olfateó el hedor rancio de la sangre y se alejó al galope. Ned empezó a arrastrarse por el barro, con los dientes apretados para no ceder ante el dolor insoportable. Le pareció que tardaba años. Desde las ventanas iluminadas por velas lo observaban muchos rostros y la gente empezó a salir de las puertas y los callejones, pero nadie acudió en su ayuda.
Meñique y la Guardia de la Ciudad lo encontraron allí, en la calle, acunando entre los brazos el cuerpo de Jory Cassel.
Los capas doradas consiguieron una litera, pero aun así el trayecto de vuelta al castillo fue una agonía, y Ned perdió el conocimiento en más de una ocasión. Más adelante recordaría la visión de la Fortaleza Roja, a la luz del alba. La lluvia había oscurecido la piedra rosada de los muros hasta darle el color de la sangre.
Vio al Gran Maestre Pycelle inclinado sobre él, con una copa en la mano.
—Bebed, mi señor —le susurró—. Es la leche de la amapola, para el dolor.
Recordaba que la bebió, y que Pycelle decía a alguien que calentara el vino hasta que hirviera, y que le llevaran sedas limpias. Y luego ya no supo más.
La Puerta del Caballo de Vaes Dothrak consistía en dos gigantescos corceles de bronce, alzados sobre las patas traseras, con los cascos delanteros juntos a treinta metros por encima del camino para formar un arco de punta.
Dany no entendía para qué necesitaba puertas una ciudad que no tenía muros... que ni siquiera tenía edificios, al menos a la vista. Pero allí estaba, inmensa y hermosa, enmarcando las lejanas montañas purpúreas. Los corceles proyectaban largas sombras sobre la hierba ondulada cuando Khal Drogo hizo pasar al
khalasar
bajo sus cascos, por el camino de los dioses, siempre escoltado por sus jinetes de sangre.
Dany los siguió en plata, con Ser Jorah Mormont a un lado y su hermano Viserys, que volvía a cabalgar, al otro. Después del día en que lo habían dejado atrás para que volviera caminando al
khalasar
, los dothrakis se habían burlado de él llamándolo
Khal Rhae Mhar
, Rey de los Pies Sangrantes. Khal Drogo le ofreció al día siguiente que viajara en uno de los carros, y Viserys accedió. En su testaruda ignorancia, no se dio cuenta de que era una mofa más: los carros eran para los eunucos, los tullidos, las mujeres que daban a luz, los muy jóvenes y los muy viejos. Aquello le ganó otro sobrenombre:
Khal Rhaggat
, el Rey del Carro. Su hermano creía que era la manera que tenía el
khal
de disculparse por la afrenta de que lo había hecho víctima Dany. Ella suplicó a Ser Jorah que no lo sacara de su error para no avergonzarlo. El caballero le respondió que al rey le sentaría de maravilla una buena dosis de humildad, pero hizo lo que le pedía. A Dany le hicieron falta muchas súplicas, y todos los trucos de cama que Doreah le había enseñado, para que Drogo cediera y permitiera que Viserys volviera con ellos a la cabeza de la columna.
—¿Dónde está la ciudad? —preguntó cuando pasaron bajo el arco de bronce.
No se divisaba ningún edificio, y tampoco gente, sólo la hierba y el camino, bordeado por los monumentos antiguos que los dothrakis habían saqueado a lo largo de los siglos.
—Más adelante —respondió Ser Jorah—. Bajo la montaña.
Más allá de la Puerta del Caballo, los dioses saqueados y los héroes robados se alzaban a ambos lados. Las deidades olvidadas de ciudades ya muertas blandían sus rayos rotos hacia el cielo mientras Dany cabalgaba sobre plata. Los reyes de piedra la contemplaban desde sus tronos, con los rostros erosionados y manchados, mucho después de que sus nombres se perdieran en las nieblas del tiempo. Esbeltas doncellas vestidas sólo con flores bailaban sobre peanas de mármol, o vertían aire de sus jarras agrietadas. Los monstruos se alzaban sobre la hierba junto al camino; había dragones de hierro negro con gemas en vez de ojos, grifos rugientes, mantícoras de colas con púas prestas al ataque y otras bestias cuyos nombres desconocía. Había estatuas tan hermosas que le quitaban el aliento, y otras tan deformes y espantosas que apenas si soportaba mirarlas. Ésas, según le contó Ser Jorah, procedían probablemente de las Tierras Sombrías, de más allá de Asshai.
—Son muchas —dijo mientras la plata avanzaba a paso lento—, y vienen de muchas tierras.
—Es la basura de ciudades muertas —se burló Viserys que no se dejaba impresionar. Pero tuvo buen cuidado de hablar en la lengua común, que pocos dothrakis dominaban. Aun así, Dany volvió la vista hacia los hombres de su
khas
para asegurarse de que no lo habían oído. Su hermano prosiguió, osado—. Estos salvajes sólo saben robar lo que otros hombres mejores que ellos han creado. Y matar. —Se echó a reír—. Saben matar. De lo contrario no me servirían para nada.
—Ahora son mi pueblo —dijo Dany—. No deberías llamarlos salvajes, hermano.
—El dragón dice lo que le viene en gana —replicó Viserys... en la lengua común. Miró por encima del hombro en dirección a Aggo y a Rakharo, que cabalgaban tras ellos, y les dedicó una sonrisa burlona—. ¿Lo ves? Estos salvajes son tan idiotas que ni siquiera entienden el idioma de las personas civilizadas. —Un monolito de quince metros de altura, cubierto de musgo, se alzaba imponente junto al camino. Viserys le echó un vistazo cargado de aburrimiento—. ¿Cuánto tiempo tendremos que pasar entre estas ruinas antes de que Drogo me dé mi ejército? Me estoy hartando de esperar.
—Hay que presentar a la princesa al
dosh khaleen
...
—Ah, sí, a los viejos —lo cortó su hermano—, y harán profecías tontas para el cachorro que lleva en la barriga, ya me lo habías dicho. ¿Y a mí qué? Estoy cansado de comer carne de caballo, estoy harto del hedor de estos salvajes. —Se llevó la ancha manga a la nariz, tenía la costumbre de llevar en ella una almohadilla perfumada. No le debió de ser muy útil. Su túnica estaba asquerosa. Las sedas y lanas que había lucido en Pentos estaban sucias y podridas de sudor tras el duro viaje.
—En el Mercado Occidental habrá comida más adecuada a vuestros gustos, Alteza —dijo Ser Jorah Mormont—. Los comerciantes de las Ciudades Libres venden allí sus productos. Y el
khal
cumplirá lo que prometió cuando lo considere oportuno.
—Más le vale —replicó Viserys, sombrío—. Me prometió una corona, y la quiero. Nadie se burla del dragón. —Divisó una obscena estatua en forma de mujer con seis pechos y cabeza de hurón, y se acercó para observarla más de cerca. Dany se sintió aliviada, pero no por ello menos nerviosa.
—Rezo para que mi sol y estrellas no lo haga esperar demasiado —dijo a Ser Jorah en cuanto su hermano se hubo alejado.
—Vuestro hermano debió esperar en Pentos —dijo el caballero mientras lanzaba una mirada dubitativa en dirección a Viserys—. Un
khalasar
no es lugar para él. Illyrio ya se lo advirtió.
—Se irá en cuanto tenga a sus diez mil. Mi señor esposo le prometió una corona de oro.
—Sí,
khaleesi
, pero... —Ser Jorah se detuvo, titubeante—. Los dothrakis ven las cosas de manera diferente a nosotros, los occidentales. Yo se lo he dicho, Illyrio también se lo dijo, pero vuestro hermano no quiere escuchar. Los señores de los caballos no son comerciantes. Viserys cree que os ha vendido, y ahora quiere cobrar. Pero Khal Drogo cree que fuisteis un regalo. Por supuesto, hará otro regalo a Viserys para corresponder... pero cuando lo considere oportuno. No se exigen regalos a un
khal
. A un
khal
no se le exige nada.
—No está bien que lo haga esperar. —Dany no sabía por qué defendía a su hermano, pero lo estaba haciendo—. Viserys dice que, con diez mil aulladores dothrakis, podría barrer los Siete Reinos.
—Viserys no podría barrer un establo ni con diez mil escobas. —Ser Jorah dejó escapar un bufido.
—¿Y qué pasaría... qué pasaría si no fuera Viserys? —preguntó Dany, ni siquiera se molestó en fingir sorpresa ante el tono desdeñoso—. ¿Y si los guiara otra persona, alguien más fuerte? ¿Podrían los dothrakis conquistar los Siete Reinos?
Ser Jorah se quedó pensativo. Sus caballos siguieron avanzando por el camino de dioses.
—En mis primeros tiempos como exiliado —dijo al final—, yo también creía que los dothrakis eran un montón de bárbaros medio desnudos, tan salvajes como sus caballos. Si me lo hubierais preguntado entonces, princesa, os habría dicho que un millar de buenos caballeros acabarían sin problemas con cien mil dothrakis.
—¿Y si te lo pregunto ahora?
—Ahora —siguió el caballero—, ya no estoy tan seguro. Son mejores jinetes que ningún caballero, no conocen el miedo y sus arcos tienen más alcance que los nuestros. En los Siete Reinos los arqueros pelean a pie, desde detrás de una pared de escudos, o de una barricada, o de estacas afiladas. Los dothrakis disparan mientras cabalgan, a la carga o en retirada, eso no les importa, son mortíferos... y son muchos, mi señora. Sólo en el
khalasar
de vuestro señor esposo hay cuarenta mil guerreros con sus monturas.
—¿Tantos?
—En número son los mismos que llevó vuestro hermano Rhaegar al Tridente —reconoció Ser Jorah—, pero en su caso sólo la décima parte eran caballeros. El resto eran arqueros, mercenarios y soldados armados con estacas y lanzas. Cuando Rhaegar cayó, muchos tiraron las armas y huyeron del campo de batalla. ¿Cuánto tiempo creéis que habrían resistido contra el ataque de cuarenta mil guerreros aullantes, sedientos de sangre? ¿Cuánto habrían resistido las corazas de cuero y las cotas de mallas contra una lluvia de flechas?
—No mucho —asintió Dany—. Y no muy bien.
Él asintió.
—Perdonad que os lo diga, princesa, pero si los señores de los Siete Reinos tienen un atisbo de cerebro, las cosas nunca llegarían a ese punto. A los jinetes no les gustan los asedios. No creo que pudieran tomar ni el peor defendido de los castillos de los Siete Reinos. Pero si Robert Baratheon fuera tan idiota como para presentar batalla...
—¿Y lo es? —preguntó Dany—. Quiero decir, ¿es un idiota?
—Robert tiene alma de dothraki —dijo Ser Jorah por fin después de meditar unos momentos la respuesta—. Vuestro
khal
os diría que sólo un cobarde se esconde tras muros de piedra en vez de enfrentarse al enemigo con una espada en la mano. El Usurpador estaría de acuerdo. Es un hombre fuerte, valiente... y tan osado como para enfrentarse a una horda dothraki en el campo de batalla. Pero los hombres que lo rodean son de otra calaña. Su hermano Stannis, Lord Tywin Lannister, Eddard Stark... —Escupió al suelo tras pronunciar su nombre.
—Es mucho el odio que sientes contra ese tal Lord Stark —dijo Dany.
—Él me quitó todo lo que amaba, por culpa de unos piojosos cazadores furtivos y de su condenado honor —replicó con amargura. Dany advirtió en su tono de voz que la pérdida aún le dolía. El caballero cambió de tema con rapidez—. Mirad allí —señaló—. Vaes Dothrak. La ciudad de los señores de los caballos.
Khal Drogo y sus jinetes de sangre los precedieron por el inmenso bazar que era el Mercado Occidental, hacia las calles anchas que discurrían más adelante. Dany los seguía de cerca sobre plata, sin dejar de observar todo lo extraño que la rodeaba. Vaes Dothrak era la ciudad más grande que había conocido, y también la más pequeña, todo al mismo tiempo. Calculó que tendría diez veces el tamaño de Pentos, era una inmensa extensión sin muros ni límites, con amplias calles azotadas por el viento, pavimentadas con barro y hierba, cubiertas por una alfombra de flores silvestres. En las Ciudades Libres del oeste se amontonaban los edificios, torres contra casas, cabañas contra puentes, tiendas contra pabellones. Pero Vaes Dothrak se extendía indolente bajo el sol abrasador, antigua, arrogante, vacía.
Hasta los edificios le resultaban extraños. Vio pabellones de piedra trabajada, casas de hierba trenzada grandes como castillos, raquíticas torres de madera, pirámides escalonadas con revestimientos de mármol, salones enormes sin tejado. Algunos palacios no tenían paredes, sino setos espinosos.
—No hay dos casas iguales —dijo.
—En eso a vuestro hermano no le faltaba razón —reconoció Ser Jorah—. Los dothrakis no construyen. Hace mil años, para hacer una casa se limitaban a excavar un agujero en el suelo y cubrirlo con un techo de paja trenzada. Los edificios que veis los erigieron esclavos capturados en las tierras que habían saqueado, y claro, los construyeron al estilo de sus respectivos pueblos. —Muchas edificaciones, incluso algunas de las más grandes, parecían desiertas.
—¿Dónde están los que viven ahí? —preguntó Dany.
En el bazar había visto multitud de niños que correteaban y de hombres que pregonaban a voces sus mercancías, pero en el resto de la ciudad sólo había unos cuantos eunucos dedicados a sus asuntos.
—En la ciudad sagrada sólo residen de manera permanente las viejas brujas del
dosh khaleen
, junto con sus esclavos y sirvientes —respondió ser Jorah—, pero en Vaes Dothrak habría sitio para alojar a todos los hombres de todos los
khalasars
, por si los
khals
quisieran regresar a la vez a la Madre. Las viejas brujas han profetizado que eso sucederá algún día, así que Vaes Dothrak debe estar en condiciones de acoger a todos sus hijos.
Por fin, Khal Drogo dio orden de detener la marcha cerca del Mercado Oriental, el lugar donde comerciaban las caravanas procedentes de Yi Ti, Asshai y las Tierras Sombrías, al pie de la Madre de las Montañas. Dany sonrió al recordar a la joven esclava del magíster Illyrio y su charla incesante sobre un palacio con doscientas habitaciones y puertas de plata maciza. El «palacio» era una sala de banquetes inmensa, de madera, con paredes de troncos de doce metros de altura, y un techo de seda bordada que se podía alzar para protegerse de las escasas lluvias o quitar para que se viera el cielo infinito. En torno a la edificación había una extensión de hierba para los caballos vallada con setos altos, agujeros para las hogueras, y cientos de casas redondas de barro con techos de hierba que surgían del suelo como colinas en miniatura.