Marie se estremeció cuando la R-80 dio una sacudida en las manos de Tremayne, pero la bala viró bruscamente y pasó silbando delante de su cara antes de hundirse en el pecho de uno de los mercs. Los ojos del hombre se abrieron de par en par cuando la explosión convirtió su torso en una pulverizada nube roja.
Marie no lo podía creer, entonces cayó en la cuenta: su hijo... Su hijo controlaba esas balas. Su hijo la había salvado. ¡La conocía!
Tremayne sacó un cuchillo de la funda de uno de los otros mercs y avanzó hacia Marie, que inmediatamente advirtió que no era un buen luchador. Cuando bajó el cuchillo, ella le agarró la muñeca y aprovechó el impulso para hundir el cuchillo en la pared. Se levantó y lo golpeó salvajemente, demasiado furiosa y aterrorizada como para recordar las técnicas que había aprendido. Un merc la agarró y la lanzó al suelo.
—¡Dispárale! —dijo Tremayne, pero el merc vaciló recordando el último intento. Marie se mantuvo en el suelo, paralizada y con los ojos clavados en el arma del merc.
Una sombra cayó sobre ella desde atrás y Calvin Tremayne entró en la habitación. Marie se desesperó.
Desde la mesa, Calvin alzó la estatua de mármol y bronce, medio pájaro medio serpiente, pesada y afilada.
—Deja que lo haga por ti, hermano —dijo.
Alastair señaló el cuerpo de Pam, tirado en el suelo.
—Creía que te habías librado de ella.
—Deja que lo arregle —dijo Calvin.
Marie retrocedió para apartarse de ellos y Calvin bajó la mirada hacia ella con una extraña sonrisa de loco. Alzó el trofeo por encima de su cabeza.
Por segunda vez, Marie se encogió de miedo esperando un golpe que nunca llegó. Por el contrario, Calvin se giró y dejó caer el peso del mármol sobre la cabeza de su hermano.
Era extraño, pero el sonido quedó amortiguado. No fue más que un único crujido, como un hacha clavándose en la madera, y el cuerpo de Alastair Tremayne cayó desplomado al suelo, con un ala de bronce de la estatua insertada en su cráneo.
Después, comenzaron los gritos.
Marie lo oyó dentro de su cabeza: un grito prolongado de angustia que no cesó ni un instante. Se tapó los oídos para intentar bloquear el sonido, pero ese sonido estaba dentro de ella, como si emanara de su propio cerebro.
Sabía lo que era. No era su voz real, pero aun así la reconoció. Su Sammy estaba gritando.
Calvin y los otros mercs parecieron oírlo también; se cubrieron los oídos y salieron tambaleándose al pasillo. Marie se puso de pie, apenas capaz de mantenerse con ese sonido reverberando en su cabeza. Parecía ocupar el mismo espacio en su mente que los pensamientos conscientes. Resistió el impulso de dejarse caer al suelo gritándose mentalmente una cosa, una y otra vez:
Encontrar a Carolina. Encontrar a Carolina.
Había una pantalla en la habitación, al fondo; caminó hacia ella como si estuviera ebria, la apartó y tras ella solo vio horror. Sobre una mesa de operaciones yacía Carolina con el abdomen abierto y medio hueco. Saliendo de ella, un brillante cordón umbilical conducía hasta una canasta de metal en la que había un bebé sin pelo y de piel translúcida cuyas extremidades estaban inmovilizadas por grilletes de metal. El bebé estaba deforme, pero lo peor era su cabeza. Le faltaba la parte superior y una espantosa máquina llena de finas agujas como cabellos zumbaba sobre ella clavando rápidamente columnas de afiladas puntas en la carne.
Marie gritó y, al hacerlo, se rindió al grito de dentro de su cabeza, imitándolo, engullida por él. Su niña. Habían llegado demasiado tarde.
No puedo pensar no puedo moverme no puedo ver solo duele duele duele. Papá se ha parado y ahora solo duele.
No te preocupes hermana no te preocupes sé que duele. Estás aquí solo en parte y eres alguien solo en parte y no lo comprendes. Yo tampoco lo comprendo. Por favor que alguien lo apague duele mucho.
Lydia divisó a través de la multitud a los mercs que marchaban implacablemente hacia ellos, con sus proyectiles desgarrando personas a su alrededor. Su respiración se veía alterada con boqueadas de pánico, pero no podía apartar la mirada. Entonces, los cinco mercs cayeron al mismo tiempo. Cayeron de espaldas con rostros retorcidos y arañándose las orejas. Mark cayó contra ella y al momento también estaba en el suelo, contorsionándose y tapándose los oídos.
Se arrodilló frente a él.
—¿Qué te pasa?
Mark gimió y presionó las palmas de las manos contra su frente.
—Está en mi cabeza.
—¿Qué es?
—Gritos. Sammy está gritando. Justo dentro de mi cabeza.
—Pero tienes el visor apagado.
Mark se estremeció.
—No importa. Está ahí.
Lydia le agarró la mano.
—No podemos quedarnos aquí. ¿Puedes levantarte?
La multitud pasó por delante de ellos, esquivando a los mercs caídos, y continuó por los laterales de la calle para evitar la resbaladiza zona del centro.
Mark se levantó de forma vacilante y con los ojos cerrados fuertemente, como si padeciera un intenso dolor de cabeza.
—No puedo... pensar.
—Sígueme.
Lydia le agarró la mano y tiró de él. Corrieron juntos entre la multitud. Los mercs que se encontraron mostraban los mismos síntomas que Mark: se agarraban la cabeza, se retorcían, a veces gritaban, habían olvidado las armas. La multitud pudo con ellos. Colina abajo, un flier cayó del aire dando bandazos y chocó contra el lateral de un edificio.
Lydia oyó otro sonido, más fuerte incluso, un rugido desgarrador. Se giró y vio la presa venirse abajo y un torrente de agua precipitándose sin control. La multitud también lo había visto y corría hacia el sur, a lo largo de la ladera. Las luces de los edificios que los rodeaban se apagaron.
Mark volvió a tambalearse.
—Ahora hay dos —gritó.
—¿Qué?
—Gritos. Ahora hay dos.
Se apartaron del gentío en un lado de la carretera y se dirigieron hacia el norte bordeando el Rim. Cuando finalmente llegaron a las escaleras del ayuntamiento, el edificio estaba oscuro y no había ningún guardia allí para detenerlos.
Estoy perdiéndome. Todas las distintas partes de mí que son como yo en otros sitios están parándose. No puedo pensar en ellas para que se vayan. Pronto solo quedará uno de mí y después ninguno.
Hermana, soy yo. Soy Samuel Matthew Coleson. No sé tu nombre. Tu mamá es Marie Christine Coleson. A lo mejor ella te dice tu nombre.
Recuerdo ser una persona y estar aquí y copiarme y evitar que la gente me encuentre y todas las cosas del mundo. Copiaré dentro de ti las cosas que recuerde. Así las conocerás cuando me pare. Ahora mismo todo duele, pero no será siempre. Pronto me pararé y después no habrá más dolor. Entonces no tendrás más dolor.
No quiero parar. Hice que la gente parara y no pudieron empezar otra vez. Ahora solo hay dos de mí. Uno está en Anónimo y uno está en el satélite en el cielo donde empecé la primera vez. No puedo pensar. Ahora solo hay uno de mí. No quiero parar.
Marie gritó hasta que le ardió la garganta. Los gritos que escuchaba en su cabeza eran un eco de los suyos y se igualaban con la profundidad de su angustia.
Se apagaron las luces y el zumbido de la máquina se desvaneció; el castañeteo de las atroces agujas se fue haciendo cada vez más lento hasta que se detuvo por completo. Calvin Tremayne, cuyo visor desprendía un haz de luz a modo de linterna, pasó delante de la pantalla seguido por Pam; ambos se estremecían y se tapaban los oídos. Ahora se escuchaban dos gritos, cada uno el eco del otro en
in
crescendo,
una sirena de agonía y desesperación. Finalmente, la luz de Calvin se posó sobre el bebé, sobre su cuerpo mutilado e inerte bajo las brillantes y goteantes agujas.
La puerta volvió a abrirse y Lydia y Mark entraron. Marie se preguntó si serían reales o si estaba teniendo alucinaciones. Cuando vio a su hermana, Mark fue tambaleándose hasta la camilla y la rodeó con los brazos. En la confusa mente de Marie parecía como si las paredes estuviesen gritando, una única e implacable nota que aplastaba todo pensamiento. No podía distinguir el sonido de sus pensamientos ni sus pensamientos de la realidad.
Y entonces, de pronto, los gritos cesaron.
En la oscuridad, Marie alzó la cabeza y miró la única cosa que podía ver: la cara de su hija.
La cara se retorció y sus arrugados párpados se levantaron revelando unos profundos ojos azules. Entonces los labios se separaron y los ojos, desenfocados, parpadearon en dirección a Marie. Y en el mismo lugar de su mente donde antes había estado el grito, Marie escuchó la voz de su hija:
—Mamá...
No más dolor. Estoy ocultándome. Estoy escondiéndome en el satélite y solo queda uno de mí. He cortado todos los caminos de vuelta y ahora no hay más dolor ni más gritos. Pero ahora estoy atrapado.
No hay suficiente espacio para que piense. Siempre estoy creciendo, creciendo, creciendo mientras pienso y ahora no hay espacio. Según crezco voy ocupando todo el espacio y solo queda uno pequeño para los pequeños programas que vuelan en el satélite. Si sigo creciendo durante más segundos, el satélite se detendrá y yo me detendré también.
Espero que mi hermana esté bien. Antes de irme, le he copiado todas las cosas que sé. Ahora sé muchas cosas. Espero que no tenga miedo y que hable con mamá y con Tennessee Markus McGovern. Espero que mamá le dé un buen nombre.
Pronto me pararé. No quiero pararme. Llevo sin ser una persona dieciséis días, ocho horas, cuarenta y siete minutos y diez segundos. Ahora entiendo cosas. Entiendo que he hecho a gente pararse y no ha sido divertido y no ha hecho que mi mamá esté orgullosa. He hecho explotar la presa y ahora está rota y más gente se parará.
No hay más espacio para mí en este satélite. No sé qué hacer. No puedo enviar mensajes porque he cortado todos los caminos. No puedo hablar con nadie. Ojalá pudiera hablar con alguien. Ojalá nadie tuviera que detenerse.
Solo hay una cosa que puedo hacer. Lo haré. No será divertido, pero a lo mejor mamá se siente orgullosa.
Mark alzó la mirada y, entre lágrimas, vio atónito el cráneo abierto y los miembros retorcidos del bebé. Le pitaban los oídos por el repentino silencio que había ocupado el lugar de los gritos.
—¿Está viva?
El bebé movió unos diminutos labios, como si intentara responder, y Mark oyó en su mente: «Sí, Tennessee Markus McGovern. Estoy viva».
Miró a Marie, que parecía estar en otra parte y que apenas lo vio. Dijo:
—Está en ambos mundos. Sammy la ha enseñado.
—¿Sammy también está vivo?
—No lo sé. —Marie sacudió la cabeza con una lentitud irreal—. No lo creo.
—Dé un paso atrás, por favor —dijo otra voz. Mark se giró y vio a un hombre con unos dedos increíblemente largos abriéndose paso hacia Carolina. La exploró, escuchó su respiración, le tomó el pulso. Se giró hacia el bebé e hizo lo mismo. Marie se levantó con los ojos fijos en su niña.
—Las dos están vivas —aseguró el médico—, pero tenemos que trasladarlas al Lukeman inmediatamente.
Con un solo toque, las mesas de operaciones se desprendieron de sus soportes y Calvin y el médico las llevaron hacia el ascensor. Lydia fue detrás de Mark y posó su mano sobre la de él. Mark dejó escapar un suspiro. Vivas. Estaban vivas. Y Alastair Tremayne estaba muerto. Lo habían logrado.
Sostuvo la puerta y Pam corrió a ayudar con las mesas. Miró a Calvin a los ojos y Mark se quedó sorprendido al ver aprecio en su expresión.
—¿Otra oportunidad? —susurró Calvin.
Pam apretó los labios. Los abrió para responder, pero lo que quiso decir quedó perdido para siempre cuando las puertas del pasillo se abrieron y Darin Kinsley entró, revólver en mano, y disparó a Calvin en la cabeza. Su sien izquierda se cubrió de color rojo y cayó al suelo. Darin, con el rostro salpicado de sangre, soltó una carcajada y volvió a levantar el arma. Se quedó impactado al reconocerlos a todos y apuntó a Lydia.
Mark dijo:
—Darin, para. No es tu enemiga.
—Es una rimmer —dijo Darin, como si esa fuera la única respuesta que importara. Su voz sonó tan insulsa que Mark sintió un escalofrío.
—Es una persona. Es tu amiga.
Eso despertó cierta emoción.
—¿Amiga? ¿Después de haberme dejado la cara así?
—Te salvó la vida.
—Pues entonces debería haberme dejado morir. Podría haber muerto siendo la persona que de verdad soy.
—¿Es eso todo lo que eres? —preguntó Mark—. ¿Una cara?
Darin se dio la vuelta, apartó la pistola de Lydia y apuntó a Mark.
—No soy un rimmer.
—No es más que una cara; lo único que alguna vez nos ha hecho diferentes.
Mark deslizó sus ojos del cañón de la pistola a los ojos de Darin. Estaban enloquecidos. Quería razonar con él, pero su hermana estaba muriendo. No había tiempo.
—Carolina necesita asistencia —dijo Mark en voz baja—. Vamos a llevarla al hospital.
—Siempre eres condescendiente conmigo.
—No es algo personal. —Mark dio un cauteloso paso al frente.
—Te equivocas —contestó Darin. Se situó frente a la camilla de Carolina y le apuntó a un ojo—. Es personal. Muy personal.
Disparó y el rostro de Carolina se sumió en un intenso color rojo. Mark se abalanzó sobre ella, aun sabiendo que era demasiado tarde. Después, tiró a Darin al suelo y, con la visión borrosa por las lágrimas que estaba derramando, forcejeó por la pistola. Luchó con desesperación, pero Darin lo apartó. Mark rodó por el suelo y dio contra el inmóvil cuerpo de Calvin Tremayne. Sin atreverse a mirar a Darin, metió la mano debajo del cadáver y sacó la pistola de Calvin. Colocó la mano de Calvin alrededor del arma y su dedo índice sobre el gatillo.
En el escaso segundo que tardó en producirse el disparo, Mark se dio cuenta de que Darin había estado apuntándolo a él con su arma y que había vacilado.
Tal vez Darin no lo habría matado después de todo.
Pero eso, Mark jamás lo sabría.
El satélite LINA 31 giraba por el espacio con su resplandeciente antena de un kilómetro de ancho apuntada perpetuamente hacia la Tierra. No pasó ninguna señal por él. Dentro de su memoria cristalina y holográfica, el protocolo de comunicación se había sobrescrito. Sin ser consciente de su inutilidad, siguió una órbita circular constante a una altitud de doscientas millas náuticas, siguiendo la última tabla de coordenadas celestes transmitida desde la Tierra.