—Oh, y Calvin...
—¿Sí, señor?
—Mata a los otros dos. No los necesitaré.
Tennessee Markus McGovern no va a decirme mi nombre. Llevo esperando segundos y segundos y no me lo dice. A lo mejor no lo sabe. A lo mejor está mintiendo. Primero me dijo que no lo sabía y ahora dice que sí, así que habrá mentido una de esas dos veces. Papá dice que no es mi amigo y a lo mejor papá tiene razón.
Lydia y Mark estaban sentados uno al lado del otro en la azotea del hospital Metodista con las piernas colgando en el borde. Tras ellos se arremolinaban revolucionarios de todas las clases, cargando armas, discutiendo planes. En el centro de todo estaba el general Halsey, dando órdenes con una voz suave, pero cargada de confianza. Tom Rabbas estaba allí también, con Ridley agarrada a su brazo y una docena de líderes de sindicatos de obreros.
—Estás enfadado con Ridley, ¿eh? —le preguntó Lydia con una voz lo suficientemente suave como para que solo Mark la oyera a pesar de que, de todos modos, Ridley no estaba prestándoles ninguna atención.
—No está bien lo que hace —respondió Mark—. No debería tratar así a la gente. Sus padres están preocupados por ella; todos lo estábamos.
—La verdad es que sus padres no se merecen un trato mejor. ¿Sabías que fue su padre quien llamó a los mercs para asaltar nuestra clínica de modificaciones?
—Eso no importa. Son sus padres; ellos la han criado, le han dado una educación, la han mantenido. Se merecen un poco de respeto.
Lydia decidió dejar el tema. Estaba claro que algo inquietaba a Mark y no tenía nada que ver con Ridley.
—¿Algún progreso con el rebanador?
Mark se dio un puñetazo en la palma de la otra mano.
—No sé cómo responder, porque no sé qué quiere decir. Me ha dicho: «Dime mi verdadero nombre ahora mismo antes de que la gente con pistolas llegue y te haga parar». ¿Es eso una amenaza? ¿O una advertencia? ¿Está esperando a que le responda para poder matarme?
Giraba su puño contra la otra palma nerviosamente y Lydia le sujetó las manos.
—Si se lo dices, ¿qué esperas? ¿Qué es lo mejor que podría pasar?
—Si Sammy me cree, si comprende el concepto de tener una hermana, si eso lo motiva para volverse en contra de Tremayne y si puede resistir el dolor lo suficiente como para hacerlo, puede que también sea capaz de acabar con él. Pero son muchos «si». Si, por otro lado, no me cree o está absolutamente bajo el control de Tremayne o demasiado asustado como para darle la espalda... bueno, entonces decírselo es como dibujar una gran cruz roja en nuestra ubicación para que nos encuentren todos los soldados con grandes pistolas.
—Es un riesgo —dijo Lydia—. Tienes que decidir si tu vida merece que corras ese riesgo.
Mark la miró a los ojos.
—No es solo mi vida la que está en peligro.
Lydia apartó la mano, de pronto furiosa con él. Carolina y su bebé y Pam y Praveen podían estar muriendo en esos momentos, y él estaba allí sentado vacilando.
—No lo dudes por lo que respecta a mí —dijo ella—. Mi vida no vale tanto como para permitir que otros mueran.
Mark habló con repentina brusquedad.
—Todas las vidas tienen su valor.
—Yo no he dicho...
—Lydia, la última vez que interferí, murieron trescientas veintisiete personas. ¡Trescientas veintisiete! ¿Y si se pone otra vez como una furia? —Mark estiró un brazo hacia atrás para abarcar con su gesto toda la azotea del hospital—. Toda esta gente podría morir.
—Mark, ¡míralos! Toda esta gente está dispuesta a morir. Están arriesgando sus vidas para recuperar su ciudad. No eres responsable de ellos.
—Lo soy si le digo al enemigo dónde encontrarlos.
—No puedes dejar que la culpa te paralice. Que la muerte de esas trescientas veintisiete personas fuera o no tu culpa es algo irrelevante, tienes que...
Sus palabras quedaron interrumpidas por un fuerte chasquido, como el de un disparo. Miraron tras ellos, pero todo el mundo parecía igual de sorprendido. Solo supieron de dónde provenía tras el segundo disparo: del este. De la presa.
Mark se levantó y Lydia pudo ver que estaba utilizando su visión amplificada para ver mejor.
—El agua está atravesando la presa. Solo un poco, pero va en aumento.
—Eso nos obliga a actuar —dijo el general Halsey. Se giró hacia Rabbas—. Hazlo ahora. No tenemos elección.
Rabbas levantó una gruesa pistola al aire y disparó. La bengala salió hacia arriba dejando un rastro de luz. Más bengalas aparecieron en el este y el oeste en respuesta a esa. Un momento después, la noche se sumió en ruidos y humo y escombros a medida que, una a una, las secciones del muro iban explotando.
La gente de la azotea se dispersó y muchos bajaron hasta la calle trepando. Ridley corrió hacia ellos, sin aliento.
—Está empezando. Venid con nosotros.
Lydia se giró hacia Mark.
—Tienes que responderle ahora.
—Tienes razón. —Cerró los ojos y pronunció el mensaje en voz alta mientras lo iba componiendo—: Tennessee, eres una persona de verdad. Tu nombre verdadero es Samuel Matthew Coleson. El hombre al que llamas «papá» no es tu papá. Te alejó del lado de tu madre, que se llama Marie Christine Coleson. Si no me crees, pregúntaselo a ella.
Calvin condujo a Carolina por el pasillo, pero apenas se fijó en ella. Su mente estaba en la puerta que acababa de cerrar con llave, y Pam Rider se encontraba tras ella. En un momento tendría que volver allí dentro y matarla.
—¿Adónde me llevas? —le preguntó Carolina.
—Alastair quiere verte.
—Por favor, suéltame. Va a hacerle daño a mi bebé. No me lleves con él, por favor.
Ella dejó de caminar y Calvin tuvo que tirar de su brazo para que siguiera moviéndose. Carolina tiraba de él.
—¡Suéltame!
Pero no podía competir contra el peso del soldado, que le retorció la muñeca hasta hacerla gritar y la obligó a seguirlo. Cuando finalmente llegó a la puerta, la metió dentro de un empujón, asintió escuetamente hacia su hermano y cerró la puerta de golpe. Que Alastair se ocupara de ella.
Calvin tenía sus propios problemas. Volvió lentamente hacia la habitación donde Pam y el otro prisionero estaban retenidos. No quería matarla. ¿Por qué Alastair tenía que destruir todo lo bueno que tenía Calvin? Y no, no es que hubiera tenido a Pam alguna vez. Una oportunidad era todo lo que podía pedir, pero ya se la habían arrebatado.
¿Y por qué no matarla? Él era un soldado, después de todo, y los soldados seguían órdenes. No era su responsabilidad decidir qué estaba bien y qué mal.
El argumento le sonó vacío, incluso dentro de su propia cabeza. ¿Cuántas atrocidades se habían cometido en la Historia cuando los soldados se habían dicho eso mismo? Además, no quería que muriera. Le gustaba. Ella hacía que el mundo tuviera más luz.
¿Y si no la mataba? ¿Y si le decía a Alastair que la había matado, pero la dejaba escapar? La idea hizo que el corazón le martilleara contra el pecho y que le sudaran las palmas de las manos, y supo que jamás podría hacerlo. Había contemplado esa clase de cosas muchas veces antes, pero al final siempre hacía lo que Alastair quería.
Alargó la mano hacia la puerta. Mejor terminar con ello rápidamente. Sacó una pistola, un arma de proyectiles inteligente y computarizada diseñada para matar fácil y limpiamente. Agarró el pomo y lo giró, dándose cuenta demasiado tarde de que los guardias que había dejado apostados allí no estaban. ¿Adónde habían ido?
Cuando abrió, obtuvo la respuesta y el retablo que vio ardió en su mente en un instante: Pam, tendida en el suelo, con la cara ensangrentada y la ropa rasgada; uno de los guardias arrodillado a su lado y metiéndole una pistola en la boca; el otro, subiéndose encima de ella con los pantalones por las rodillas. Calvin no lo pensó: disparó sin más. Dos agudas detonaciones reverberaron en las paredes justo cuando unos agujeros sangrantes aparecieron en las cabezas de cada hombre. Ambos cayeron desplomados al suelo.
Calvin miró lo que había hecho. Pam se levantó como pudo, pero él no intentó acercarse siquiera. Había disparado a los soldados de su hermano. Había rescatado a la mujer a la que debería haber matado.
Pam corrió hacia la esquina donde había tendido otro cuerpo: Praveen Kumar. La sangre empapaba su camisa. Se acercó a su boca y posó dos dedos sobre su cuello.
—Está vivo —dijo—. Le han disparado en el hombro, pero sigue vivo. Necesita ayuda.
Calvin seguía paralizado.
—¡Ayúdalo!
Aturdido, Calvin obedeció. Desenrolló un parche de rescate de celgel que llevaba en la bolsita de su cinturón, lo abrió y se lo colocó sobre la herida.
—Necesita un médico —dijo ella.
Calvin no podía pensar con claridad. Un médico. ¿Por qué iba a necesitar un médico? Debería estar muerta, pero de nada servía matarla ahora; ya había traicionado a su hermano de todos modos y Alastair lo mataría. Ya podía darse por muerto.
La camisa de Pam se abría allí donde le habían arrancado los botones y pudo ver un atisbo de bronceada piel por debajo. Era tan valiente, tan fuerte... ¿Qué pensaría de él? Le dio una bofetada.
—Despierta. Ve a buscar un médico antes de que muera.
Calvin miró la pistola que tenía en la mano. Qué fácil sería poner fin a todo allí mismo.
—Voy a necesitarla —dijo Pam. Le quitó la pistola y él no se resistió—. ¡Ahora, márchate!
Calvin se levantó y, sin saber qué otra cosa hacer, fue tambaleándose hacia la puerta.
Alastair oyó los dos disparos y sonrió.
—Por favor, suéltame —dijo Carolina, agachada en el suelo delante de él.
Alastair no se entretuvo con pretextos. La agarró del pelo y la arrastró detrás de una luminosa pantalla blanca que había colocado para separar el equipo del resto del despacho. La sentó a la fuerza en la mesa de operaciones.
—No te necesito viva para esto —mintió—, así que será mejor si cooperas.
La mirada que vio en los ojos de la chica fue de puro terror. Le acarició la cara.
—¿Qué pasa? ¿Estás nerviosa por ir a dar a luz? No te preocupes. No sentirás nada.
Ella intentó arañarle los ojos, pero él le agarró las muñecas.
—No hagas que me enfade, cielo. —Alzó un escalpelo y le señaló a la cara—. La anestesia es solo para las niñas buenas.
Ella gimió mientras él la ataba a la mesa.
—Por favor, Alastair —dijo—. Mi bebé...
Él se rió.
—No es tu bebé, cariño. Es mío.
Le pegó un parche anestésico en el cuello y sus esfuerzos por liberarse fueron debilitándose gradualmente hasta que quedó tendida con los miembros flácidos.
Él le tocó el vientre y sintió al bebé dentro. Aunque en teoría fuera sensato, sería el procedimiento más complicado y arriesgado que había intentado nunca. Muchos practicantes habían logrado implantar con éxito visores en fetos, pero lo que él iba a intentar era mucho más complejo. El procedimiento comenzaba con algo muy parecido a una implantación de visor: abriendo la parte superior del cráneo para establecer miles de conexiones entre el cerebro y el circuito. Sin embargo, durante las siguientes tres horas, tenía que intentar mantener con vida al bebé y a la madre mientras él cortaba capas micro finas de materia gris fetal transfiriendo los estados neurales, balances químicos y actividad electrónica al modelo de la red.
—Sirviente Uno —dijo—, no quiero que me molesten. Si alguien se acerca a la puerta, avísame.
Su orden no obtuvo respuesta.
—¿Sirviente Uno? Responde si has recibido mi orden.
Nada.
—¿Sirviente Uno?
—¿De verdad eres mi papá?
¡Aquello no era lo que necesitaba en ese momento!
—No estás en posición de hacer preguntas. Haz lo que se te ordena.
—Sí, papá. Papá, toda la gente que está con el general James David Halsey causan grandes estallidos y disparan un montón de pistolas.
—¿Qué? Muéstramelo.
Un mosaico de imágenes apareció en la holopantalla; secciones del muro explotando, pandas de combers disparando armas, y jetvacs zumbando entre las grietas del muro. Mientras observaba, equipos de mercs enterraban a esas pandas con espuma cegadora o los hacían retroceder con un bombardeo de letal fuego de proyectiles. Los combers no tenían la más mínima posibilidad. Los cohetes viraban hacia sus objetivos por mucho que los esquivaran, controlados en su vuelo por el rebanador que, al mismo tiempo, estaba hablando con Alastair. El médico sabía que el rebanador podía hacer muchas cosas a la vez, pero resultaba impresionante verlo.
—¿Papá?
—Sigue haciendo lo que estás haciendo. Defiende la ciudad.
—¿Papá? ¿Me llamo Samuel Matthew Coleson?
Alastair miró a su alrededor en busca de algo que arrojar, pero lo único que encontró fue un delicado equipo que no podía permitirse romper. Apretó los puños hasta que se clavó las uñas en las palmas.
El rebanador se había visto expuesto al peligro. Alguien le había hablado de sus orígenes, probablemente su madre. Debería haberla matado cuando tuvo la oportunidad. Ahora jamás podría confiar en ese rebanador. Tendría que destruirlo.
—No eres una persona —le dijo—. No tienes nombre. Yo te creé y puedo destruirte. —Le envió una punzada de dolor—. ¡Y ahora haz lo que te digo!
—Sí, sí, papá. Por favor, no me hagas daño. Haré lo que digas todo el tiempo.
Alastair se masajeó las sienes y centró su atención en la tarea que tenía entre manos. Tenía que concentrarse. Tres horas, eso era todo lo que necesitaba. Tres horas para traer al mundo a otro sirviente. Un sirviente sin pasado, sin una experiencia previa en el mundo que tener que desaprender. Un sirviente que solo conocería la obediencia.
La calle estaba sumida en el caos. Mark llevaba a Lydia de la mano y tiraba de ella; respirar el polvo de fabrique les provocaba una insistente tos. Los combers fueron engrosando sus filas; no eran solo revolucionarios armados, sino civiles desarmados y niños. Todo el mundo quería huir de los Combs.
Aun así, Mark sabía que si la presa cedía por completo, permitiendo que el río Delaware llenara los Combs, muchos morirían. ¿Dónde estaba Darin? ¿Seguía en los Combs o estaba luchando en la línea de fuego? Era extraño cuánto se habían desviado sus caminos. Se preguntó si volvería a verlo alguna vez.
Cuerpos de revolucionarios llenaban el suelo. Los que quedaban corrían sumidos en el desconcierto a medida que más combers salían de la brecha del muro.